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No sabía que decir. Comprendía que tenía toda la razón. Lo más importante para mí era -más que la exactitud de su observación- el haber sido testigo de su arribo a tan incuestionable conclusión.

– ¿Cómo viste todo eso? -pregunté.

– Llegó a mí -replicó.

– ¿Cómo llegó a ti?

– Tuve la sensación de que el ver llegaba a mi coronilla, y entonces supe lo que acabo de decirte.

Insistí en que me describiera detalladamente la sensación del ver a la cual acababa de aludir. Accedió a ello tras un momento de vacilación y pasó a definir una impresión similar a aquella de cosquilleo de la que yo había sido tan consciente en el curso de mis enfrentamientos con doña Soledad y las hermanitas. Me explicó que las sensación se iniciaba en la coronilla, bajaba por la espalda y rodeaba la cintura en dirección al útero. Sentía un intenso cosquilleo interior que se convertía en el conocimiento de que yo me estaba aferrando a mi forma humana, como todos los demás, sólo que el modo como yo lo hacía resultaba incomprensible para ellos.

– ¿Oíste alguna voz que te lo dijera? -pregunté.

– No. Sólo vi todo lo que te he dicho acerca de ti mismo.

Deseaba preguntarle si me había visto aferrado a algo, pero desistí de hacerlo. No quería caer en mis pautas habituales de conducta. Además, sabía lo que quería decir al emplear la palabra «ver». Lo mismo que había ocurrido con Rosa y Lidia. «Supe» súbitamente dónde vivían; no había tenido una visión de la casa. Pero sentí que la conocía.

Le pregunté si también había oído un sonido seco en la base del cuello, semejante al de la quebradura de un tubo de madera.

– El Nagual nos enseñó a todos lo relativo a la sensación en la coronilla -dijo-. Pero no todos alcanzamos a tenerla. En cuanto al sonido en la base del cuello, es aún menos corriente. Ninguno de nosotros lo oyó. Es raro que lo hayas percibido tú, cuando todavía estás vacío.

– ¿Qué efecto produce ese sonido? -pregunté-. Y, ¿qué es?

– Lo sabes mejor que yo. ¿Qué más puedo decirte? -replicó en tono áspero.

Su propia impaciencia pareció sorprenderla. Sonrió tímidamente y bajó la cabeza.

– Me siento una idiota al decirte cosas que ya sabes -dijo-. ¿Me haces esa clase de preguntas para comprobar si he perdido la forma?

Le hice saber que estaba confundido por cuanto tenía la impresión de saber qué era ese sonido y, sin embargo, ignorarlo todo acerca de él, debido a que para mí conocer algo suponía ser capaz de verbalizarlo. En ese caso, no sabía siquiera por dónde empezar. Por lo tanto, lo único que me cabía hacer era formularle preguntas, en la esperanza de que sus respuestas me ayudasen.

– Por lo que hace a ese sonido, no puedo ayudarte -dijo.

Experimenté una súbita y tremenda incomodidad. Le expliqué que estaba habituado a tratar con don Juan y que en ese momento le necesitaba más que nunca para que me aclarase todo.

– ¿Extrañas al Nagual? -quiso saber.

Le confié que sí, y que no me había percatado de lo mucho que le echaba de menos hasta regresar a su tierra.

– Sientes su falta porque sigues aferrado a tu forma humana -dijo, y rió tontamente, como si le complaciera mi tristeza.

– ¿Y tú no lo extrañas, Gorda?

– No. Yo no. Yo soy él. Toda mi luminosidad ha sido cambiada. ¿Cómo podría echar de menos una cosa que forma parte de mí misma?

– ¿En qué ha variado tu luminosidad?

– Un ser humano, al igual que cualquier otra criatura viviente, emite un resplandor de un amarillo desvaído. En los animales tiende al amarillo, en las personas, al blanco. Pero en los brujos es ambarino, de un color similar al de la miel clara a la luz del sol. En algunas brujas es verdoso. El Nagual decía que ésas eran las más poderosas y difíciles.

– ¿De qué color eres tú, Gorda?

– Ambar, como tú y nosotros. Eso es lo que el Nagual y Genaro me dijeron. Yo nunca me vi. Pero vi a todos los demás. Somos todos ámbar. Y todos, menos tú, semejamos una lápida. Los seres humanos corrientes tienen el aspecto de huevos; por eso el Nagual se refería a ellos como «huevos luminosos». Los brujos cambian no sólo el color de su luminosidad, sino también su forma. Somos como lápidas; sólo que redondeados en ambos extremos.

– ¿Conservo la forma de un huevo, Gorda?

– No. Tienes la forma de una lápida, pero con un feo, sombrío remiendo en el centro. Mientras lo lleves no podrás volar como lo hacen los brujos, como yo lo hice anoche ante ti. Ni siquiera podrás deshacerte de tu forma humana.

Me enzarcé en una apasionada discusión, no tanto con ella como conmigo mismo. Insistí en que su declaración acerca de cómo recobrar la supuesta plenitud era sencillamente ridícula. Le dije que no debía dar la espalda a los propios hijos para tratar de alcanzar la más remota de las metas: entrar en el mundo del Nagual. Estaba tan convencido de tener la razón que me dejé llevar y le grité, enfadado. Mi estallido no la conmovió en lo más mínimo.

– No todo el mundo está obligado a hacerlo -dijo-. Sólo los brujos que desean entrar en otro mundo. Hay buen número de otros brujos que ven y están incompletos. El estar completo es cuestión exclusivamente nuestra, de los toltecas.

»Mira a Soledad, por no ir más lejos. Es la mejor bruja que puedas encontrar y está incompleta. Vivo dos hijos; uno de ellos fue niña. Afortunadamente para Soledad, su hija murió. El Nagual decía que la fuerza del espíritu de la persona que muere regresa a sus dadores, refiriéndose con ello a los padres. Si los dadores ya no viven y el individuo tiene hijos, la fuerza va a parar a manos de aquel de entre ellos que esté completo. Si todos ellos están completos, la fuerza corresponderá a quien tenga poder, que no necesariamente es el mejor ni el más diligente. Te diré a guisa de ejemplo que Josefina, al morir su madre recibió su fuerza, a pesar de ser la más loca de todas. Debería haber ido a parar a su hermano, un hombre trabajador y responsable, pero Josefina tiene más poder que él. La hija de Soledad murió sin descendencia, lo cual le permitió a la madre cerrar parcialmente su agujero. La única posibilidad que tiene de acabar de taparlo reside en la muerte de Pablito. Y de igual forma, la única esperanza que tiene Pablito de tapar su propio agujero depende de la muerte de Soledad.

Le espeté, en términos muy violentos, que sus palabras me parecían repugnantes y horribles. Me dio la razón. Aseveró que en una época ella misma había considerado la posición de los brujos como la cosa más fea posible. Me miraba con ojos fulgurantes. Había algo malévolo en su sonrisa.

– El Nagual me dijo que tú lo entendías todo, pero te negabas a hacer nada al respecto -afirmó en voz muy queda.

Volví a lanzarme a la discusión. Le hice saber que lo que el Nagual le hubiese dicho de mí nada tenía que ver con el asco que experimentaba frente al tema que estábamos tocando. Le expliqué que amaba a los niños y sentía el más profundo respeto por ellos, así como también una gran simpatía por su desamparo en el espantoso mundo que les rodeaba. No concebía la posibilidad de hacer daño a un pequeño, por razón alguna.

– El Nagual no estableció las reglas -dijo-. Las reglas fueron establecidas en alguna parte, allí fuera; no por un hombre.

Me defendí arguyendo que no estaba enfadado con ella ni con el Nagual, sino que hablaba en abstracto, puesto que no alcanzaba a percibir la importancia de todo aquello.

– La importancia viene dada por el hecho de que necesitamos de toda nuestra fuerza; hemos de estar completos para entrar en ese otro mundo -respondió-. Yo era una mujer religiosa. Puedo decirte lo que solía repetir sin conocer el significado de las palabras. Deseaba que mi alma entrase en el reino de los cielos. Es lo que sigo buscando, aunque ahora lo haga por un camino diferente. El mundo del Nagual es el reino de los cielos.