Выбрать главу

Protesté por principio ante la connotación religiosa que pretendía atribuir a la cuestión. Don Juan me había acostumbrado a no explayarme nunca sobre el tema. Con mucha serenidad me expuso que ella no veía diferencia alguna en cuanto al tipo de vida, entre nosotros y los verdaderos sacerdotes. Destacó que no sólo los auténticos sacerdotes eran completos por norma, sino que ni siquiera se debilitaban con actos sexuales.

– El Nagual decía que esa es la razón por la cual nunca serían exterminados, no importa quién trate de hacerlo -dijo-. Sus seguidores siempre están vacíos; carecen del vigor de los pastores. Me gustó que el Nagual dijera eso. Siempre le tuve cariño. Nosotros somos como ellos. Hemos dejado el mundo y, sin embargo, nos mantenemos en medio de él. Los sacerdotes serían grandes brujos voladores si alguien les dijera que pueden serlo.

Recordé la admiración de mi padre y abuelo hacia la Revolución mexicana. Lo que más les entusiasmaba de ella era el intento por exterminar al clero. Ese entusiasmo, transmitido de padres a hijos, llegó hasta mí. Todos coincidíamos de alguna manera en ello. Tales convicciones formaban parte de las primeras cosas que don Juan había desterrado de mi personalidad.

En una ocasión le dije, como si estuviera expresando una opinión propia, algo que había estado oyendo durante toda mi vida: que la estratagema clásica de la Iglesia consistía en mantenernos en la ignorancia. Don Juan se puso muy serio. Parecía que mis palabras habían tocado una fibra muy profunda dentro de él. Pensé inmediatamente en los siglos que había durado la explotación de los indios.

– Esos sucios bastardos -dijo don Juan-. Me han mantenido en la ignorancia, y a ti también.

Capté su ironía de inmediato y ambos reímos. Nunca me había detenido a examinar esa conversación. Yo no pensaba como él, pero tampoco me oponía a su concepción. Le hablé de mi padre y de mi abuelo y de sus puntos de vista frente a la religión, como hombres de talante liberal.

– No importa lo que nadie diga ni haga -afirmó. Tú debes ser impecable. La lucha se libra en nuestro pecho.

Me dio unos ligeros golpes en el pecho.

– Si tu padre o tu abuelo se hubiesen propuesto ser guerreros impecables -prosiguió don Juan-, no habrían perdido el tiempo en discusiones bizantinas. Hay que dedicar todo el tiempo y toda la energía para poder superar la propia estupidez. Y eso es lo importante. El resto no vale la pena. Nada de lo que tu padre y tu abuelo dijeron acerca de la Iglesia les proporcionó bienestar. En cambio, el ser un guerrero impecable te dará vigor y juventud y poder. De modo que lo que debes hacer es escoger sabiamente.

Mi opción era la impecabilidad y sencillez de una vida de guerrero. Debido a ello me resultaba evidente que debía tomar las palabras de la Gorda con la mayor seriedad, lo cual me parecía aún más amenazador que los actos de don Genaro. Él solía asustarme profundamente. Sus acciones, aunque terroríficas, eran asimiladas, sin embargo, en la continuidad coherente de sus enseñanzas. Tanto las afirmaciones como los hechos de la Gorda significaban una amenaza de diferente clase para mí, en cierto sentido más concreta y real.

La Gorda se estremeció. Un escalofrío recorrió su cuerpo, obligándola a contraer los músculos de hombros y brazos. Se aferró al borde de la mesa, rígida y torpe. Luego se relajó, y volvió a ser la de siempre.

Me sonrió. Sus ojos y su sonrisa eran deslumbradores. Dijo en tono despreocupado que acababa de ver mi dilema.

– Es inútil que cierres los ojos y finjas que no quieres hacer ni saber nada -afirmó-. Podrás hacerlo con los demás, pero no conmigo. Ahora comprendo por qué el Nagual me encargó transmitirte todo esto. Yo no soy nadie. Tú admiras a los grandes personajes; el Nagual y Genaro eran los más grandes de todos.

Calló y me estudió. Parecía esperar mi reacción ante su discurso.

– Luchaste contra todo lo que el Nagual y Genaro te enseñaron, constantemente -prosiguió-. Es por eso que estás retrasado. Y luchaste contra ellos porque eran grandes. Ese es tu modo de ser. Pero no puedes luchar conmigo porque te es imposible levantar la vista hacia mí. Soy tu par; formo parte de tu ciclo. A ti te agrada enfrentar a quienes son mejores que tú. Yo no constituyo un desafío. De modo que aquellos dos demonios acabaron por atraparte a través de mí. Pobre Nagualito, has perdido la batalla.

Se me acercó y me susurró en el oído que el Nagual también le había dicho que nunca debía intentar arrancarme la libreta de las manos porque ello era tan peligroso como quitarle un hueso de la boca a un perro hambriento.

Me rodeó con sus brazos, apoyando la cabeza sobre mi hombro y rió queda y suavemente.

Su «ver» me había dejado entumecido. Sabía que tenía toda la razón. Me había cogido por entero. Permaneció un largo rato con su cabeza junto a la mía. En cierto modo, la proximidad de su cuerpo resultaba tranquilizadora. En eso se parecía a don Juan. Rezumaba fuerza y convicción y firmeza de propósitos. Se había equivocado al decir que no podía admirarla.

– Olvidemos esto -dijo de pronto-. Hablemos acerca de lo que debemos hacer esta noche.

– ¿Qué es exactamente lo que vamos a hacer, Gorda?

– Tenemos una última cita con el poder.

– ¿Se trata de otra espantosa batalla con alguien?

– No. Las hermanitas se limitarían a mostrarte algo que completará tu visita. El Nagual me dijo que después de eso podías marcharte para no retornar jamás, o tomar la decisión de quedarte con nosotros. De todos modos, lo que ellas deben exponerte no es sino su arte, el arte del soñador.

– ¿Y en qué consiste ese arte?

– Genaro me contó que ha intentado innumerables veces darte a conocer el arte del soñador. Exhibió ante ti su otro cuerpo: el del soñar; en una ocasión te hizo estar en dos sitios simultáneamente, pero tu vaciedad no te permitió ver lo que te indicaba. Aparentemente, todos sus esfuerzos escapaban a través del agujero que tienes en tu centro.

»Ahora parece que es diferente. Genaro hizo de las hermanitas las extraordinarias soñadoras que son; esta noche te revelarán el arte de Genaro. En ese aspecto, son sus verdaderas hijas.

Ello me recordó lo que Pablito había dicho poco antes: que éramos hijos de los dos, y que éramos toltecas. Le pregunté qué había querido decir con eso.

– El Nagual me dijo que los brujos solían ser llamados toltecas en el lenguaje de su benefactor -respondió.

– ¿Y cuál era ese lenguaje, Gorda?

– Nunca me lo dijo. Pero Genaro y él hablaban en un idioma que ninguno de nosotros entendía. Y conocemos cuatro lenguas indígenas.

– ¿También decía don Genaro que él era tolteca?

– Su benefactor había sido el mismo hombre, de modo que ambos decían lo mismo.

Cabía suponer, dadas sus respuestas, que o la Gor da no sabía gran cosa sobre el tema, o no quería comunicármelo. Le expuse esa conclusión. Me confesó que nunca había prestado gran atención al asunto y se preguntaba por qué yo le atribuía tanto valor. Prácticamente le di una conferencia sobre la etnografía de México Central.

– Un brujo es un tolteca cuando ha sido iniciado en los misterios del acechar y el soñar -dijo con mucha tranquilidad-. El Nagual y Genaro fueron iniciados por su benefactor y retuvieron esos misterios en sus cuerpos. Nosotros hacemos lo mismo, y por eso somos toltecas, como el Nagual y Genaro.

»El Nagual nos enseñó, a ti y a mí, a ser desapasionados. Yo soy más desapasionada que tú por cuanto carezco de forma. Tú aún la conservas y estás vacío. Es decir, que tienes toda clase de problemas. Algún día, sin embargo, volverás a estar completo y te darás cuenta de que el Nagual tenía razón. Afirmaba que el mundo de las gentes sube y baja y las gentes suben y bajan con su mundo; como brujos, no tenemos por qué seguirlas en sus subidas y bajadas.

»El arte de los brujos consiste en estar fuera de todo y pasar desapercibido. Y, sobre todo, en no malgastar el poder. El Nagual me informó de que tu problema es que siempre te enredas en idioteces, como ahora. Estoy segura de que nos preguntarás a todos por los toltecas, pero no harás lo propio respecto de nuestra atención.