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En cierto momento, Rosa fue empujada por las otras dos y cayó del banco en que se hallaban sentadas las tres. Pensé que se iba a enfadar pero, en cambio, rió como una tonta. Miré a la Gorda, pidiéndole instrucciones. Estaba sobre su asiento, muy tiesa. Unía los ojos entornados, fijos en Rosa. Las hermanitas reñían estridentemente, como colegialas nerviosas. Lidia empujó a Josefina y la hizo rodar por el banco hasta que cayó al suelo, junto a Rosa. En el instante en que Josefina dio contra el piso, cesaron sus risas. Rosa y Josefina menearon el cuerpo, haciendo un movimiento incomprensible con las nalgas, las sacudían de un lado a otro, como si estuvieran aplastando algo contra el suelo. Luego se pusieron de pie y cogieron a Lidia por los brazos. Las tres, sin hacer el más ligero sonido, dieron un par de vueltas. Rosa y Josefina alzaron a Lidia, aferrándola por las axilas y la sostuvieron así mientras, de puntillas, rodeaban la mesa dos o tres veces. Entonces las tres se desplomaron como si tuviesen en las rodillas resortes que hubieran cedido a la vez. Sus largos vestidos se llenaron de aire, adquiriendo el aspecto de enormes balones.

En el suelo, su silencio fue aún mayor. No hubo otro sonido que el suave crujir de sus ropas al arrugarse y arrastrarse. Tuve la impresión de estar viendo un filme tridimensional sin sonido.

La Gorda, que se había mantenido sentada a mi lado observándolas en silencio, se puso en pie de repente y, con la agilidad de un acróbata, corrió hacia la puerta de su habitación, situada en un rincón del comedor. Antes de llegar a ella, se dejó caer sobre el lado derecho; ayudándose con el hombro dio una vuelta sobre sí misma, se levantó empujada por el impulso de la rodada y abrió la puerta de golpe. Todos sus movimientos fueron realizados en absoluto silencio.

Las tres muchachas rodaron a su vez y entraron a la habitación arrastrándose como gigantescos insectos. La Gorda me hizo señas para que me acercase a ella; entramos a la habitación y me hizo sentar en el suelo, con la espalda apoyada en el marco de la puerta. Ella hizo lo mismo, situándose a mi derecha. Me ordenó entrecruzar los dedos y llevar las manos a la región umbilical, sobre el ombligo.

Al principio me vi obligado a dividir mi atención entre la Gorda, las hermanitas y la habitación. Pero una vez que la Gorda hubo dispuesto mi posición, fue el lugar lo que atrajo mi curiosidad. Las tres hermanas yacían en el centro de un cuarto amplio, blanco, cuadrado, con pisó de ladrillo. Había allí cuatro lámparas de petróleo, una en cada pared, colocadas sobre repisas empotradas a unos dos metros del suelo. No había cielorraso. Las vigas de sostén del techo habían sido oscurecidas y el efecto era el de un lugar enorme, sin cobertura. Las dos puertas estaban situadas, la una frente a la otra, en rincones opuestos por la diagonal. Al mirar la puerta que tenía delante, advertí que las paredes se correspondían en su orientación con los puntos cardinales. Nos encontrábamos en el ángulo noroeste.

Rosa, Lidia y Josefina recorrieron la habitación varias veces, rodando en el sentido opuesto al de las agujas del reloj. Me esforcé por percibir el roce de sus ropas pero el silencio era absoluto. Sólo oía la respiración de la Gorda. Finalmente, las hermanitas se detuvieron, para sentarse con la espalda contra la pared, cada una bajo una lámpara. Lidia se pegó a la pared este, Rosa al norte y Josefina al oeste.

La Gorda se puso de pie, cerró la puerta que teníamos detrás y la aseguró con una barra de hierro. Me hizo desplazar unos pocos centímetros, sin variar la posición, hasta que me hube apoyado en la puerta. Entonces, silenciosamente, atravesó la habitación girando y fue a sentarse bajo la lámpara de la pared sur; su llegada a esa posición parecía indicar el comienzo.

Lidia se levantó y echó a andar de puntillas por los lados del cuarto, junto a las paredes. No podía decir exactamente que caminara; más bien se trataba de un deslizarse silencioso. Según aumentaba la velocidad, más intensa se hacía la impresión de que planeaba; pisaba en el ángulo formado por los muros y el piso. Saltaba por sobre Rosa, Josefina, la Gorda y yo cada vez que nos encontraba en su recorrido. En cada caso sentí el roce de su falda al pasar. Cuanto más corría, más se elevaba, sin despegarse de las paredes. Llegó el momento en que se la vio transitar silenciosamente por los cuatro costados de la habitación a más de metro y medio del suelo. Su imagen, perpendicular a las paredes, resultaban tan inverosímil que rayaba en lo grotesco. Su largo traje hacía que la escena fuese aún más fantástica. La gravedad parecía no afectar a Lidia, pero sí a su falda, que se arrastraba. Siempre que pasaba por sobre mi cabeza me barría el rostro.

Había captado mi atención a un nivel que yo no había sido capaz de imaginar. La tensión producida por la concentración era tan grande que comencé a experimentar convulsiones en el estómago; era en ese órgano donde parecía desarrollarse su carrera. Tenía la mirada desenfocada. Perdida ya casi por completo mi concentración, vi a Lidia descender diagonalmente por la pared este y detenerse en el centro del recinto.

Resollaba, sin aliento, y estaba bañada en sudor, al igual que la Gorda tras su exhibición de vuelo. Mantenía el equilibrio a duras penas. Pasado un momento regresó a su sitio junto a la pared este y se desplomó como un trapo húmedo. Supuse que se había desmayado, pero no tardé en advertir que respiraba deliberadamente por la boca.

Tras unos minutos de quietud, los necesarios para que Lidia recobrara fuerzas y volviera a sentarse erguida, Rosa se puso de pie y corrió hasta el centro del cuarto, giró sobre sus talones y se lanzó hacia su lugar de partida. La carrera le permitió cobrar el impulso imprescindible para realizar un extraño salto. Brincó como un jugador de baloncesto, siguiendo la vertical del muro y sus manos superaron la altura del mismo, superior a los tres metros. Vi como su cuerpo daba con violencia contra el techo aunque no se produjo el consiguiente sonido de choque. Esperaba ver cómo rebotaba en el suelo con la fuerza del impacto, pero permaneció allí colgada, sujeta a la superficie como un péndulo. Desde donde me hallaba, tuve la impresión visual de que sostenía una suerte de garfio en la mano izquierda. Se balanceó en silencio durante un momento para luego apartarse de golpe de la pared a una distancia aproximada de un metro valiéndose de su brazo derecho en el instante en que su oscilación llegaba al punto más alto. Repitió la operación treinta o cuarenta veces. Rodeó así toda la habitación y terminó por subirse a las vigas, de las cuales quedó pendiendo en equilibrio precario mediante un sostén invisible.

Al verla sobre los maderos tomé conciencia de que lo que yo imaginaba como un garfio no era sino cierta cualidad de la mano que le posibilitaba el mantenerse suspendida. Se trataba de la misma mano con la cual me había agredido dos noches antes.

Su exhibición culminó cuando quedó pendiente de las vigas en el centro mismo del cuarto. De pronto se dejó caer desde una altura de unos cinco metros. Su vestido se alzó, cubriéndole el rostro. Por un momento, antes de que tocara tierra sin un solo sonido, semejó un paraguas dado vuelta por la fuerza del viento; su cuerpo delgado y desnudo era como un bastón agregado a la masa oscura de la ropa.

Mi cuerpo acusó el impacto de su caída a plomo, tal vez más que el suyo propio. Tomó tierra en cuclillas y quedó inmóvil, tratando de recobrar el aliento. Yo estaba tumbado en el piso, presa de dolorosos calambres en el estómago.

La Gorda cruzó el lugar rodando, se quitó el chal y me envolvió con él la región umbilical, como si se tratara de una venda dándole dos o tres vueltas. Regresó rodando a la pared sur como una sombra.

Mientras disponía el chal a mi alrededor, perdí de vista a Rosa. Al alzar la mirada la descubrí sentada nuevamente junto a la pared norte. Un instante más tarde, Josefina se dirigió en silencio hacia el centro de la habitación. Se paseaba de un lado para otro, entre el lugar en que se hallaba Lidia y su propio sitio, con pasos inaudibles. No cesaba de mirarme. Súbitamente, mientras se aproximaba a su puesto, alzó el antebrazo izquierdo, llevándolo al nivel del rostro, como si quisiera evitar verme. Se cubría así parcialmente la cara. Dejó caer el brazo para volver a levantarlo, ocultando esta vez por completo su semblante. Repitió el movimiento incontables ocasiones, en tanto andaba sin producir sonido alguno de un lado a otro. Cada vez que alzaba el brazo, una porción mayor de su cuerpo desaparecía de mi vista. Llegó el momento en que todo su cuerpo se desvaneció, rodeado de ropas, tras su delgado antebrazo.