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Era como si al impedir su visión de mi cuerpo, cosa que no resultaba difícil, también eliminaba mi visión de su cuerpo, cosa que no resultaba posible utilizando sólo el ancho de su brazo.

Una vez escondido todo su cuerpo, todo lo que yo lograba ver era el perfil de su antebrazo suspendido en el aire, meciéndose de un lado a otro de la habitación; en cierto momento apenas se veía su brazo.

Sentí asco, una náusea insoportable. Ese brazo oscilante agotó mis energías. Caí sobre un lado, incapaz de mantener el equilibrio. Vi caer el brazo al suelo. Josefina yacía en el piso, cubierta de ropas, como si su vestido hubiese estallado. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos.

Me tomó un buen rato recobrar la estabilidad física. Tenía la ropa empapada en sudor. No era yo el único afectado. Todas estaban exhaustas y bañadas en sudor. La Gorda era la más serena, pero aun su control parecía al borde del derrumbe. Las oía respirar por la boca, incluso a la Gorda.

Cuando hube recuperado el control por completo, todo el mundo se hallaba sentado en su sitio. Las hermanitas me miraban fijamente. Vi, por el rabillo del ojo, que la Gorda tenía los párpados entornados. Fue ella quien, sin el menor ruido, se llegó rodando hasta mi lado y me susurró al oído que debía ejecutar mi llamada de las polillas, insistiendo en ella hasta que los aliados se hubiesen precipitado en la casa y estuviesen a punto de lanzarse sobre nosotros.

Vacilé un instante. Me indicó, siempre por lo bajo, que no había modo de alterar el curso de los acontecimientos y que debíamos terminar con lo que habíamos iniciado. Tras quitarme el chal, que rodeaba mi cintura, regresó a su sitio y se sentó.

Me cubrí la boca con la mano izquierda e intenté reproducir el sonsonete. Al principio me resultó muy difícil. Tenía los labios y las manos húmedas, pero tras la torpeza inicial sobrevino una sensación de vigor y bienestar. El sonido fluyó más impecablemente que nunca. Me recordó a aquel que solía responder a mi señal. Tan pronto como dejé de hacerlo, oí la réplica, desde todas las direcciones.

La Gorda me ordenó con un gesto que prosiguiera. Repetí la serie por tres veces. La última fue totalmente magnética. No necesité tomar aire para soltarlo en pequeñas dosis, como había estado haciendo hasta entonces. El sonido salió de mi boca sin el menor esfuerzo. Ni siquiera hube de usar el canto de la mano para ayudarme.

De pronto, la Gorda se precipitó hacia mí, me alzó por las axilas y me llevó al centro de la habitación. Ello dio al traste con mi concentración. Advertí que Lidia estaba asida a mi brazo derecho, Josefina al izquierdo y Rosa había retrocedido hasta encontrarse de espaldas ante mí, y me aferraba por la cintura extendiendo los brazos hacia atrás. La Gorda se hallaba detrás de mí. Me hizo alargar las manos hacia ella y apoderarme de los extremos de su chal, con el cual se había envuelto cuello y hombros al modo de un arreo.

En ese momento me di cuenta de que en el recinto había algo además de nosotros, pero no alcanzaba a determinar de qué se trataba. Las hermanitas temblaban. Comprendí que ellas tenían conciencia de una presencia que yo no era capaz de distinguir. Entendía asimismo que la Gorda iba a intentar hacer lo mismo que había hecho en la casa de don Genaro. Súbitamente, sentí que el viento que penetraba por el ojo de la puerta nos empujaba. Me sujeté con todas mis fuerzas al chal de la Gor da, en tanto las muchachas hacían lo propio conmigo. Girábamos, caíamos y oscilábamos como una gigantesca hoja carente de peso.

Abrí los ojos y comprobé que teníamos el aspecto de un bulto. Tanto podíamos estar en posición vertical como yacer horizontalmente en el aire. Era imposible precisarlo, pues no tenía puntos de referencia sensorial. Entonces, tan de improviso como habíamos sido alzados, se nos dejó caer. Todo el peso del descenso se hizo sentir en la línea media de mi cuerpo. Aullé de dolor y mis alaridos se sumaron al de las hermanitas. Me dolía la parte posterior de las rodillas. Una presión insoportable se ejercía sobre mis piernas de forma que pensé que se me habían fracturado.

Mi siguiente impresión fue la de que algo me entraba en la nariz. Todo estaba muy oscuro y me encontraba tumbado boca arriba. Me senté. Descubrí que la Gorda me hacía cosquillas con una ramita en las fosas nasales.

No me sentía agotado; ni siquiera ligeramente cansado. Me puse de pie de un salto; sólo entonces advertí que no estábamos en la casa. Nos encontrábamos en una colina rocosa y árida. Di un paso y estuve a punto de caer. Había tropezado con un cuerpo. Era Josefina. Al tocarla, reparé que se hallaba muy caliente. Parecía tener fiebre. Traté de hacerla sentar, pero estaba desmayada. Rosa estaba a su lado. Por contraste, estaba fría como el hielo. Coloqué a la una sobre la otra y las mecí. Ese movimiento les hizo recobrar el conocimiento.

La Gorda había dado con Lidia y la estaba haciendo andar. A los pocos minutos, todos estábamos de pie, a un kilómetro aproximadamente al este de la casa.

Años antes, don Juan me había hecho vivir una experiencia similar, aunque con la ayuda de una planta psicotrópica. Aparentemente, yo había volado para aterrizar a cierta distancia de su casa. Aquella vez había buscado una explicación racional del suceso. No había lugar para tal cosa, y al no aceptar que había volado, tuve que recurrir a una de las dos salidas posibles: don Juan me había transportado hasta aquel lugar mientras me hallaba inconsciente, bajo los efectos de los alcaloides del vegetal, o bien, como resultado de la droga, había creído aquello que don Juan me ordenaba creer: esto es, que volaba.

Ahora no me quedaba otro recurso que disponer mi ánimo para aceptar, en sentido literal, que había volado. No obstante, deseaba permitirme algunas dudas: comencé a considerar la posibilidad de que las cuatro muchachas me hubiesen llevado hasta aquella colina. Rompí a reír, incapaz de reprimir un oscuro deleite. Una recaída en mi vieja enfermedad. La razón que había mantenido temporalmente bloqueada, volvía a enseñorearse de mí. La defendía. Tal vez fuese más apropiado decir, a la luz de las cosas extravagantes que había presenciado, o de las cuales había participado desde mi llegada, que mi razón se defendía por sí sola, en independencia del todo más complejo que parecía ser el «yo» que no conocía. Me encontraba casi en situación de observador atento, ante la lucha de mi razón por dar con fundamentos lógicos adecuados a los hechos; por otra parte, una porción mucho mayor de mi persona carecía por completo del menor interés por explicarse nada.

La Gorda hizo poner en fila a las tres jóvenes. Luego me atrajo a su lado. Todas ellas cruzaron los brazos tras la espalda. Hube de imitarlas. Me estiró los brazos hacia atrás todo lo que fue posible, para que me cogiera cada antebrazo con la mano del lado opuesto fuertemente y muy cerca de los codos. Ello produjo una gran presión muscular en las articulaciones de mis hombros. Me obligó a echar el torso hacia adelante, inclinándome. Entonces remedó el peculiar reclamo de un ave. Era una señal. Lidia echó a andar. En la oscuridad, sus movimientos me recordaron los de una patinadora. Caminaba veloz y silenciosamente y en pocos minutos desapareció de mi vista.

La Gorda repitió la llamada por dos veces: Rosa y Josefina se marcharon tal como lo había hecho Lidia. Me dijo que no me apartase de ella. Reprodujo el sonido una vez más y ambos nos pusimos en camino.