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Me sorprendía la suavidad de mi propia marcha. Todo mi equilibrio estaba centrado en mis piernas. El llevar los brazos detrás, en vez de estorbar mis movimientos, me ayudaba a conservar una curiosa estabilidad. Pero lo que más me asombraba era el silencio de mis pasos.

Cuando llegamos a la carretera comenzamos a andar normalmente. Nos cruzamos con dos hombres que iban en dirección opuesta. La Gorda los saludó y ellos respondieron. Al llegar a la casa encontramos a las hermanitas junto a la puerta: no se atrevían a entrar. La Gorda les hizo saber que, si bien yo no era capaz de controlar a los aliados, podía llamarlos u ordenarles partir y que ya no nos molestarían. Las muchachas le creyeron, cosa que a mí no me era posible hacer en ese caso.

Entramos. Silenciosas y eficientes, se desnudaron, se echaron agua fría en todo el cuerpo y se pusieron ropa limpia. Hice lo mismo. Me vestí con las prendas que solía dejar en la casa de don Juan, que la Gorda me entregó en una caja.

Todos estábamos alegres. Le pedí a la Gorda que me explicara lo que habíamos hecho.

– Más tarde hablaremos de eso -dijo en tono firme.

Recordé entonces que los paquetes que había llevado para ellas seguían en el coche. Pensé que el momento en que la Gorda estuviese preparando algo de comer sería el adecuado para distribuirlos. Fui a buscarlos. Lidia me preguntó si ya los había asignado, según su sugerencia. Le respondí que prefería que ellas mismas escogieran el que les gustase. Se negó. Sostuvo que no le cabía la menor duda de que había algo especial para Pablito y Néstor y un montón de chucherías para ellas, que yo arrojaba sobre la mesa para que se pelearan por ellas.

– Además, no has traído nada para Benigno -dijo, acercándose a mí y observándome con disimulada seriedad-. No puedes herir los sentimientos de los Genaros dándoles dos regalos para tres.

Rieron. Me sentí turbado. Tenía toda la razón en sus afirmaciones.

– Eres descuidado; es por eso que nunca me gustaste -prosiguió Lidia, trocando la sonrisa por el ceño-. Nunca me saludaste con cariño ni con respeto. Cada vez que nos encontrábamos, te limitabas a fingir que te hacía feliz verme.

Hizo una parodia de mi saludo, de una efusividad evidentemente artificial; un saludo que debía haber empleado con ella incontables veces en el pasado.

– ¿Por qué nunca me preguntaste qué hacía aquí?

Dejé de escribir para considerar el punto. Nunca se me había ocurrido preguntarle nada. Le dije que no tenía justificación.

La Gorda intercedió, alegando que la razón por la cual jamás había dirigido más de dos palabras a Lidia ni a Rosa era que estaba acostumbrado a hablar únicamente con mujeres de las que estuviese enamorado, en uno u otro sentido. Agregó que el Nagual le había dicho que debían responderme en caso de que yo les preguntara algo directamente, pero que en tanto no lo hiciera no tenían por qué decirme nada.

Rosa aseveró que yo no le gustaba porque estaba siempre riendo y tratando de ser divertido. Josefina añadió que, puesto que nunca antes me había visto, yo le desagradaba por que sí, sin ningún motivo especial.

– Quiero que sepas que no te acepto como Nagual -me dijo Lidia-. Eres demasiado estúpido. No sabes nada. Yo sé más que tú. ¿Cómo podría respetarte?

Afirmó que, por lo que a ella tocaba, le daba igual que yo regresara al lugar del cual había salido o me arrojase a un lado.

Rosa y Josefina no dijeron palabra. A juzgar por la expresión seria y concentrada de sus rostros, sin embargo, parecían estar de acuerdo con su hermana.

– ¿Cómo puede guiarnos este hombre? -preguntó Lidia a la Gorda -. No es un verdadero Nagual. Es un hombre. Nos va a convertir en idiotas semejantes a él.

Según hablaba, la expresión vil en el gesto de Rosa y Josefina se me iba haciendo más evidente.

Intervino la Gorda para explicarles lo que había «visto» esa tarde acerca de mí. Terminó diciendo que, así como me había recomendado cuidarme de sus redes, similar consejo les daba a ellas: cuidarse de caer en las mías.

Tras la manifestación inicial de animosidad hacia mi persona, realizada por Lidia, auténtica y bien fundamentada, me causó estupor ver con cuanta facilidad se sometía a las observaciones de la Gorda. Me sonrió. Es más, fue a sentarse a mi lado.

– Tú eres como nosotros, ¿no? -preguntó como aturdida.

No sabía qué decir. Temía cometer un error garrafal.

Era evidente que Lidia acaudillaba a las hermanitas. En el momento en que me sonrió, las otras dos parecieron adoptar la misma postura hacia mí.

La Gorda le dijo que no se preocuparan por mi bolígrafo y mi libreta y mis preguntas; que, a cambio, yo no me podría nervioso cuando ellas se dedicasen a hacer lo que más les gustaba: abandonarse a sí mismas.

Las tres fueron a sentarse cerca de mí. La Gorda fue hasta la mesa, cogió los paquetes y los llevó al coche. Pedí a Lidia que me disculpara por mis torpezas pasadas, y a todas ellas que me contasen cómo habían llegado a ser aprendices de don Juan. Para que no se sintieran incómodas yo les conté cómo había conocido a don Juan. Sus relatos no difirieron en nada de los de doña Soledad.

Lidia comentó que todas habían tenido la posibilidad de marcharse del mundo de don Juan, pero habían elegido quedarse. Por lo que hacía a ella, en particular, siendo la primera de las aprendices, había tenido sobradas ocasiones para irse. Una vez el Nagual y Genaro la hubieron curado, el primero le había señalado la puerta, aclarándole que, de no utilizarla en ese preciso momento, se cerraría para no volver a abrirse nunca.

– Mi destino quedó sellado en el instante en que se cerró -me dijo Lidia-. A ti te sucedió algo semejante. El Nagual no me ocultó que, tras ponerte un parche, te fue dada la oportunidad de marchar, pero tú no lo hiciste.

Esa decisión constituía mi recuerdo más vívido. Les conté que don Juan me había engañado, diciéndome que una bruja andaba tras él y me daba a escoger entre irme para no volver y quedarme a ayudarle en la guerra contra su atacante. Resultó que su pretendido agresor no era sino uno de sus cómplices. Al enfrentarle, creyendo hacerlo en nombre de don Juan, le ponía en mi contra; se convirtió en lo que él llamaba mi «digno adversario».

Pregunté a Lidia si ellas también habían tenido un digno adversario.

– No somos tan tontas como tú -dijo-. Nunca necesitamos que nadie nos espoleara.

– Pablito sí es así de estúpido -dijo Rosa-. Soledad es su enemigo. No sé, sin embargo, hasta qué punto ella vale la pena. Pero, como reza el dicho, a falta de pan, buenas son tortas.

Rieron y dieron golpes sobre la mesa.

Inquirí si alguna de ellas conocía a la bruja que don Juan me había opuesto, la Catalina.

Negaron con la cabeza.

– Yo la conozco -dijo la Gorda desde junto al fogón-. Pertenece al ciclo del Nagual, pero en apariencia no tiene más de treinta años.

– ¿Qué es un ciclo, Gorda? -pregunté.

Se acercó a la mesa, puso un pie sobre el banco y apoyó la barbilla en la mano, descansando sobre el brazo y la rodilla.

– Los brujos como el Nagual y Genaro tienen dos ciclos -explicó-. Durante el primero son humanos, como nosotros. Nos encontramos en nuestro primer ciclo. A cada uno nos ha sido asignada una tarea; el llevarla a cabo nos hará perder la forma humana. Eligio, los cinco aquí presentes y los Genaros pertenecemos a un mismo ciclo.

»El segundo ciclo es aquel en que el brujo ya no es humano: tal el caso del Nagual y de Genaro. Vinieron a educarnos y hecho eso, partieron. Nosotros somos para ellos su segundo ciclo.

»El Nagual y la Catalina son como tú y Lidia. Se encuentran en idénticas posiciones. Ella es una bruja asustadiza, como Lidia.

La Gorda regresó a su lugar junto a las hornallas. Las hermanitas se veían inquietas.

– Esa debe ser la mujer que conoce las plantas de poder -dijo Lidia a la Gorda.

Ésta confirmó su suposición. Las interrogué acerca de si el Nagual les había dado alguna vez plantas de poder.