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– No, a nosotras no -replicó Lidia-. Las plantas de poder sólo se dan a gente vacía. Como tú y la Gorda.

– ¿Te dio a ti plantas de poder el Nagual, Gorda? -pregunté en voz bien audible.

La Gorda mostró dos dedos, alzándolos hasta por sobre su cabeza.

– El Nagual le ofreció su pipa dos veces -dijo Lidia-. Y en ambos casos perdió la razón.

– ¿Qué fue lo que sucedió, Gorda? -quise saber.

– Salí de mis cabales -dijo acercándose a la mesa-. El Nagual nos dio plantas de poder porque nos estaba poniendo un parche en el cuerpo. El mío no tardó en adherirse. Contigo la cosa fue más difícil. El Nagual decía que estabas más loco que Josefina y eras tan insoportable como Lidia; tuvo que darte gran cantidad de plantas.

La Gorda explicó que las plantas de poder sólo eran empleadas por los brujos que dominaban enteramente su arte. Eran tan poderosas y su manipulación tan delicada que requerían la más impecable de las atenciones por parte del brujo. Llevaba toda una vida ejercitar la atención en el nivel necesario. Agregó que a la gente completa no le hacía falta las plantas de poder, y que ni las hermanitas ni los Genaros las habían tomado nunca; no obstante, algún día, cuando hubieran perfeccionado su arte como soñadores, se valdrían de ellas para lograr el impuso final y total, un impulso cuya magnitud no nos era posible concebir.

– ¿También nosotros las tomaremos? -pregunté a la Gorda.

– Todos nosotros -respondió-. El Nagual aseguraba que tú entenderías esto con más facilidad que los demás.

Consideré la cuestión. A decir verdad, el efecto de las plantas psicotrópicas sobre mí había sido espantoso. Parecían penetrar en un vasto depósito que hubiese en mi interior, para extraer de él todo un mundo. Sus mayores desventajas consistían en su acción devastadora para mi bienestar físico y la imposibilidad de controlar sus consecuencias. El universo en que me sumergían era indomable y caótico. Perdía el dominio, el poder, por decirlo en los términos de don Juan, de utilizar ese mundo. Pero si alcanzara ese control, las posibilidades que se abrirían ante la mente serían pasmosas.

– Yo también las tomé -dijo de pronto Josefina-. Cuando estaba loca el Nagual me hizo fumar su pipa, para curarme o acabar conmigo. ¡Y me curó!

– Es cierto que el Nagual dio a Josefina su humo -dijo la Gorda desde junto al fogón. Volvió a acercarse a la mesa-. Sabía que ella fingía estar más loca de lo que en realidad estaba. Siempre había estado un poco ida y era muy atrevida y se abandonaba a sí misma más que nadie. Pretendía vivir donde nadie la molestara y pudiera hacer todo lo que le viniera en gana. De modo que el Nagual le dio su humo y la llevó a vivir a un mundo de su gusto durante catorce días; al cabo, se aburrió tanto de estar allí que se curó. Dejó de darse lujos. Esa fue su cura.

La Gorda regresó a la cocina. Las hermanitas rieron y se dieron palmaditas en la espalda.

Recordé entonces que, en la casa de doña Soledad, Lidia no sólo había dado a entender que don Juan me había dejado un paquete, sino que me había mostrado un envoltorio muy semejante a la funda en que don Juan guardaba la pipa. Mencioné a Lidia que había afirmado que me lo entregaría cuando la Gorda estuviese presente.

Las hermanitas se miraron antes de volverse hacia la Gorda. Ésta hizo una seña con la cabeza. Josefina se puso en pie y se dirigió a la habitación delantera. Retornó poco más tarde, con el lío que Lidia me había enseñado.

Una punzada de esperanza atravesó mi estómago. Josefina depositó el bulto con delicadeza sobre la mesa, delante de mí. Todos se acercaron. Comenzó a desenvolverlo con la misma ceremonia con que lo había hecho Lidia la primera vez. Cuando hubo terminado de deshacerlo, esparció su contenido sobre la mesa. Eran paños de menstruación.

Quedé aturdido por un momento. Pero el sonido de la risa de la Gorda, mucho más fuerte que el de las demás, era tan agradable que no pude por menos de estallar en carcajadas yo también.

– Este es el paquete personal de Josefina -afirmó la Gorda -. Suya fue la brillante idea de despertar tu codicia anunciándote un regalo del Nagual, para que te quedases.

– Tendrás que admitir que fue una buena idea -me dijo Lidia.

Remedó la expresión avariciosa de mi rostro en el momento en que empezó a abrir el envoltorio y mi aspecto de individuo desilusionado del final.

Hice saber a Josefina que su idea había sido realmente brillante, que había surtido el efecto previsto y que tenía más interés por ese paquete del que me atrevía a reconocer.

– Puedes quedártelo, si lo deseas. -El comentario de Lidia hizo reír a todos.

La Gorda dijo que el Nagual había sabido desde el principio que Josefina no estaba realmente enferma, y que esa era la razón, por la cual le resultaba tan difícil curarla. Las personas verdaderamente dolientes son más dóciles. Josefina era demasiado consciente de todo y muy ingobernable; se vio obligado a fumarla muchas veces.

En una oportunidad, don Juan se había expresado en los mismos términos con respecto a mí: dijo que me había fumado. Yo siempre había creído que se refería al hecho de haber empleado hongos psicotrópicos para tener una visión diferente de mi persona.

– ¿Cómo te fumó? -pregunté a Josefina.

Se encogió de hombros, sin responder.

– Tal como te fumó a ti -dijo Lidia-. Te quitó la luminosidad y la secó con el humo de un fuego que había encendido.

Estaba seguro de que don Juan nunca había mencionado nada semejante. Pedí a Lidia que me explicara lo que sabía sobre el particular. Se volvió hacia la Gorda.

– El humo es muy importante para los brujos -dijo la Gorda -. El humo es como la niebla. Claro que la niebla es mejor, pero es demasiado difícil de manejar. No está tan a mano como el humo. Así que si un brujo quiere ver y conoce a alguien que tiene por costumbre ocultarse, como tú y Josefina, caprichosos y huraños, enciende un fuego y hace que su humo envuelva a la persona. Esconda lo que esconda, surgirá con el humo.

La Gorda aclaró que el Nagual no sólo empleaba el humo para «ver» y conocer a la gente, sino también para curarla. Daba a Josefina baños de humo; la hacía estar de pie o sentada junto al fuego en la dirección hacia la cual soplaba el viento. El humo la envolvía, haciéndola sofocar y llorar, pero la incomodidad era sólo temporal y sin consecuencias graves; los efectos positivos, por otra parte, se traducían en un aumento gradual de la luminosidad.

– El Nagual nos dio baños de humo a todos -agregó la Gorda -. A ti te dio más que a Josefina. Decía que eras insoportable y que ni siquiera fingías como ella.

Lo vi con toda claridad. Tenía razón; don Juan me había hecho sentar frente al fuego cientos de veces. El humo me irritaba la garganta y los ojos hasta el punto de que me aterrorizaba verle coger ramas secas. El afirmaba que debía aprender a controlar la respiración y sentir el humo con los ojos cerrados. Así podría respirar sin sofocarme.

La Gorda aseveró que el humo había ayudado a Josefina a ser etérea y esquiva en sumo grado, y que no tenía la menor duda de que también había contribuido a aliviar mi enfermedad mental, cualquiera que ésta fuese.

– El Nagual afirmaba que el humo lo quita todo -prosiguió la Gorda -. Le hace a uno claro y franco.

Le pregunté si sabía cómo había que proceder para que el humo pusiera en evidencia lo que una persona ocultaba. Me respondió que era muy fácil para ella, porque había perdido la forma, pero que ni las hermanitas ni los Genaros eran capaces de hacerlo, a pesar de haber presenciado el procedimiento, realizado por el Nagual o por Genaro, cientos de veces.

Me interesaba conocer la razón por la cual don Juan nunca me había mencionado el tema, a pesar de haberme ahumado como un pescado seco en buen número de ocasiones.

– Lo hizo -dijo la Gorda con su acostumbrada seguridad-. Es más: te enseñó a escrutar la niebla. Nos contó que en cierta oportunidad habían ahumado un lugar de las montañas y visto aquello que se escondía tras el paisaje. Estaba embelesado.