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Recordé una exquisita distorsión visual, una alucinación pasada, que consideraba producto de la acción cruzada de una muy densa niebla y una tormenta eléctrica que habían tenido lugar simultáneamente. Les narré el episodio y agregué que don Juan jamás me había enseñado nada, al menos directamente, acerca de la niebla ni el humo. Se había limitado a encender fuegos o guiarme hacia los bancos de niebla.

La Gorda no dijo nada. Se puso de pie y volvió a la cocina. Lidia sacudió la cabeza e hizo un chasquido con la lengua.

– Eres completamente idiota -dijo-. El Nagual te lo enseñó todo. ¿Cómo crees posible, en caso contrario, haber llegado a ver lo que nos acabas de contar?

Un abismo separaba nuestros distintos modos de entender la enseñanza. Les dije que si yo les enseñase algo que supiera, como conducir un coche, lo haría paso a paso, asegurándome de que comprendiesen todas y cada una de las facetas del procedimiento global.

La Gorda retornó a la mesa.

– Eso sólo se puede hacer cuando el brujo enseña algo relativo al tonal -afirmó-. Cuando se trata del nagual, debe dar la instrucción, es decir, mostrar el misterio al guerrero. Y nada más. El guerrero que recibe los misterios debe ganar su derecho al conocimiento como instrumento de poder haciendo aquello que le ha sido descubierto.

»El Nagual te reveló más misterios que a todos nosotros. Pero eres muy perezoso, como Pablito, y prefieres seguir sumido en la confusión. El tonal y el nagual son dos mundos diferentes. En uno se habla, en el otro se actúa.

Cuando terminó de hablar sus palabras cobraron sentido para mí. Comprendí lo que quería decir. Regresó a la cocina. Revolvió algo en una olla y se acercó nuevamente.

– ¿Por qué eres tan imbécil? -me preguntó Lidia directamente.

– Está vacío -replicó Rosa.

Me hicieron poner de pie y exploraron mi cuerpo con los ojos hasta bizquear. Me palparon la región umbilical.

– Pero, ¿por qué sigues estando vacío? -preguntó Lidia.

– Sabes lo que debes hacer, ¿no? -agregó Rosa.

– Estuvo loco -les dijo Josefina-. Debe estarlo todavía.

La Gorda vino en mi ayuda, explicándoles que yo aún estaba vacío por la misma razón por la cual ellas no habían perdido la forma. En el fondo, aunque no lo reconociéramos, ninguno de nosotros deseaba el mundo del Nagual. Teníamos miedo y estábamos llenos de segundos pensamientos. En síntesis, no éramos mejores que Pablito.

No dijeron palabra. Las tres parecían estar muy turbadas.

– Pobre Nagualito -me dijo Lidia en un tono que revelaba auténtico interés-. Estás tan asustado como nosotras. Yo finjo ser dura, Josefina finge estar loca, Rosa finge tener mal genio y tú finges ser estúpido.

Rieron y, por primera vez desde mi llegada, tuvieron un gesto de camaradería para conmigo. Me abrazaron, descansando la cabeza en mi cuerpo.

La Gorda se sentó frente a mí y las hermanitas lo hicieron a su alrededor. Tenía a las cuatro delante.

– Ahora podemos hablar acerca de lo sucedido esta noche -dijo-. El Nagual me dijo que si sobrevivíamos al último contacto con los aliados ya no volveríamos a ser los mismos. Los aliados nos hicieron algo hoy. Nos han rechazado.

Me tocó con suavidad la mano con que escribía.

– Esta fue una noche especial para ti -prosiguió-. Todos, incluidos los aliados, nos lanzamos en tu ayuda. El Nagual lo hubiese querido. Esta noche viste todo el camino.

– ¿Lo crees? -pregunté.

– Ya estás de nuevo -comentó Lidia. Todas rieron.

– Háblame de mi ver, Gorda -insistí-. Sabes que soy idiota. No debe haber malentendidos entre nosotros.

– De acuerdo -dijo-. Te comprendo. Esta noche vistes a las hermanitas.

Les dije que también había presenciado acciones increíbles realizadas por don Juan y don Genaro. Les había visto con la misma claridad con que acababa de ver a las hermanitas, pero don Juan y don Genaro siempre habían llegado a la conclusión de que no había visto. Me costaba, en consecuencia, precisar en qué sentido eran diferentes los actos de las hermanitas.

– ¿Quieres decir que no las viste colgadas de las líneas del mundo? -inquirió.

– No, no las vi.

– ¿No las viste colarse por la grieta que separa los mundos?

Les conté lo que había observado. Me escucharon en silencio. Cuando finalicé la Gorda parecía estar al borde de las lágrimas.

– ¡Qué lástima! -exclamó.

Se puso de pie, rodeó la mesa y me abrazó. Sus ojos eran claros y serenos. Comprendí que no me guardaba rencor.

– Es parte de nuestro destino el que estés obstruido -dijo-. Pero sigues siendo el Nagual para nosotras. No te molestaré con feos pensamientos. Al menos, de eso puedes estar seguro.

Comprendí que lo decía de verdad. Me hablaba desde un nivel en que yo sólo había visto a don Juan. Había insistido en atribuir su talante a la pérdida de la forma humana; ciertamente, era un guerrero sin forma. Me recorrió una oleada de profundo cariño hacia ella. Estaba a punto de llorar. Fue en ese instante, al percibir que estaba ante un maravilloso guerrero, que me sucedió algo sumamente curioso. Tal vez la mejor forma de describirlo consista en decir que me estallaron los oídos inesperadamente. Salvo por el hecho de que sentí el estallido en medio del cuerpo, exactamente debajo del ombligo, con más intensidad que en los oídos. Una ráfaga caliente recorrió mi cuerpo. Y de pronto recordé algo que jamás había visto. Como si una memoria ajena hubiese tomado posesión de mí.

Recordé a Lidia, aferrada a dos cuerdas rojizas horizontales, andando por la pared. A decir verdad, no caminaba: se deslizaba sobre un denso lío de líneas, sobre las cuales afirmaba los pies. La recordé jadeante y con la boca abierta, debido al esfuerzo que le representaba tirar de las cuerdas rojizas. La razón por la cual había perdido el equilibrio al finalizar su exhibición consistía en que la había visto como una luz que rodeaba el cuarto vertiginosamente; tironeaba de la zona de alrededor de mi ombligo.

También vinieron a mi memoria los actos de Rosa y de Josefina. Rosa realmente había estado allí colgada, asiendo con la mano izquierda largas fibras rojizas verticales pendientes del oscuro techo como hojas de un emparrado. El brazo derecho le servía para mantenerse cogida a otras fibras, también verticales, que parecían ayudarle a conservar la estabilidad. También se sujetaba con los pies. Hacia el final de su demostración semejaba una fosforescencia cerca del techo. El contorno de su cuerpo había desaparecido.

Josefina se había escondido detrás de unas líneas que daban la impresión de surgir del suelo. Lo que había hecho con el brazo alzado había sido reunirlas en un haz del ancho necesario para ocultar su cuerpo. Su vestido, inflado, le había sido de gran ayuda: de algún modo había contraído su luminosidad. Su gran bulto era tan sólo aparente. Al finalizar su acto, Josefina, al igual que Lidia y Rosa, no pasaba de ser una mancha de luz. Logré pasar mentalmente de un recuerdo a otro.

Cuando les hablé de todo lo que había acudido a mi memoria, las hermanitas me miraron, desconcertadas. La Gorda era la única que parecía al corriente de lo que me estaba ocurriendo. Rió verdaderamente complacida y comentó que el Nagual tenía razón al afirmar que yo era demasiado perezoso para recordar lo que «veía»; en consecuencia, sólo me preocupaba por lo que miraba.

¿Es posible -pensé- que haya seleccionado inconscientemente mis recuerdos? ¿O todo esto es obra de la Gorda? De ser cierto que al principio había limitado las posibilidades de mi memoria, para terminar luego aceptando las porciones censuradas, también debía ser verdad que había percibido mucho más respecto a las acciones de don Genaro y don Juan; no obstante, sólo retenía una parte del conjunto de percepciones de aquellos sucesos.