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– Es difícil creer -dije a la Gorda – que puedo recordar en cierto momento algo que no había recordado un momento antes.

– El Nagual decía que todos podíamos ver, y escoger, y sin embargo, no tener memoria de lo visto -respondió-. Ahora comprendo cuánta razón tenía. Todos somos capaces de ver; unos más que otros.

Informé a la Gorda que era consciente de que acababa de dar con una clave. Ellas me habían devuelto una pieza extraviada. Pero no era fácil especificar de qué se trataba.

Anunció que terminaba de «ver» que yo había practicado mucho el «soñar» y ello había contribuido a desarrollar mi atención; no obstante, me dejaba engañar por mi propia apariencia de no saber nada.

– Quería hablarte de la atención -continuó-, pero tú sabes tanto como yo sobre el tema.

Le aseguré que mis conocimientos eran intrínsecamente diferentes de los suyos, que resultaban infinitamente más espectaculares que los míos. En consecuencia, todo lo que me pudiera decir acerca de sus prácticas sería de valor para mí.

– El Nagual nos encomendó demostrarte que, merced a la atención, podemos retener las imágenes de un sueño tal como retenemos las del mundo -dijo la Gor da-. El arte del soñador es el arte de la atención.

Los pensamientos se precipitaban sobre mí como si hubiera sobrevenido un corrimiento de tierras. Tuve que ponerme en pie y andar un poco por la cocina. Volví a sentarme. Pasamos un rato en silencio. Sabía perfectamente qué había querido decir al afirmar que el arte del soñador era el arte de la atención. Comprendí entonces que don Juan me había dicho y mostrado todo lo posible. Sin embargo, yo no había sido capaz de captar las premisas de su conocimiento con mi cuerpo mientras le tuve cerca. Él sostenía que la razón era el demonio que me tenía encadenado y que debía derrotarlo si quería llegar a captar sus enseñanzas. Todo, por lo tanto, consistía en dar con el medio idóneo para vencer mi razón. Nunca se me había ocurrido forzarle a que me diera una definición de lo que entendía por razón. Siempre había supuesto que con esa palabra aludía a la capacidad de entender, inferir o pensar de un modo racional, ordenado. Al escuchar a la Gorda, me di cuenta de que, para él, «razón» era sinónimo de «atención».

Don Juan aseveraba que el núcleo de nuestro ser era el acto de percibir, y lo mágico de nuestro ser era la toma de conciencia. Para él la percepción y la conciencia constituían una sola, inseparable, unidad funcional, una unidad con dos esferas. La primera de ellas correspondía a la «atención del tonal», es decir, a la capacidad de la gente corriente de percibir y situar su conciencia en el mundo ordinario, el de la vida diaria. Don Juan también llamaba a esa forma de atención «primer anillo de poder», y la describía como nuestra terrible pero indiscutible facultad de poner orden en nuestra percepción del mundo.

La segunda esfera abarcaba la «atención del nagual», esto es, la capacidad de los brujos de situar su conciencia en el mundo no ordinario. El denominaba a este ámbito «segundo anillo de poder»: la facultad completamente tormentosa, que todos teníamos, pero sólo los brujos usaban, de poner orden en ese otro mundo.

La Gorda y las hermanitas, al demostrarme que el arte de los soñadores consistía en retener las imágenes de los sueños mediante la atención, no habían hecho más que desarrollar el aspecto práctico del esquema de don Juan. Ellas habían llevado a la práctica el conjunto teórico de sus enseñanzas. Para poder realizar una exhibición de tal arte, debían valerse de su «segundo anillo de poder», o «atención del nagual». Y para poder presenciarla, yo debía hacer lo mismo. En realidad, era evidente que yo había repartido mi atención entre ambos dominios. Tal vez todos percibimos constantemente ambas formas, pero decidimos aislar una para el recuerdo y descartar la otra; o tal vez archivamos la segunda, como había hecho yo. En ciertas condiciones de tensión y receptividad, la memoria censurada sale a la superficie y tenemos entonces dos visiones distintas de un mismo acontecimiento.

Lo que don Juan había luchado por derrotar, o, mejor dicho, suprimir en mí, no era mi razón considerada en el sentido de capacidad para el pensamiento racional, sino mi «atención del tonal» o conciencia del mundo del sentido común. La Gorda me había explicado el motivo por el cual él había buscado que así fuera al explicarme que el mundo diario existe porque sabemos cómo retener sus imágenes; por lo tanto, si uno pierde la atención necesaria para conservarlas, el mundo se derrumba.

– El Nagual nos decía que lo importante era la práctica -dijo la Gorda de pronto-. Una vez centrada la atención en las imágenes de tu sueño, queda atrapada allí para siempre. Al final puedes llegar a ser como Genaro, que recordaba cuanto había visto en todos sus sueños.

– Cada una de nosotras posee otros cinco sueños -dijo Lidia-. Pero te mostramos sólo el primero porque es el que nos dejó el Nagual.

– ¿Pueden soñar cuantas veces lo deseen? -pregunté.

– No -replicó la Gorda -. Soñar requiere mucho poder. Ninguna de nosotras tiene tanto. Las hermanitas se ven obligadas a rodar por el piso numerosas veces, como has visto, porque, al hacerlo, la tierra les da energía. Tal vez también recuerdes haberlas visto como seres luminosos qué sorben energía de la luz de la tierra. El Nagual sostenía que la mejor manera de obtener energía consiste, desde luego, en permitir que la luz solar penetre en los ojos, especialmente el izquierdo.

Le comuniqué que nada sabía de ello y me describió un procedimiento que le había enseñado don Juan. Al oírla recordé que también me lo había enseñado a mí. Se trataba de mover la cabeza lentamente de un lado a otro, en tanto captaba la luz solar con el ojo izquierdo, entornado. Él afirmaba que no sólo era posible utilizar el sol, sino también cualquier otro tipo de luz susceptible de ser reflejada por los ojos.

La Gorda dijo que el Nagual les había recomendado atarse los chales bajo la cintura para protegerse las caderas al rodar. Le comenté que don Juan nunca me había hablado de rodar. Me explicó que sólo las mujeres podían hacerlo porque tenían útero. La energía entraba directamente en él y al rodar la distribuían por el resto del cuerpo. Un hombre, para captar energía, debía echarse de espalda, flexionando las rodillas hasta lograr que las plantas de los pies estuviesen en contacto en toda su superficie. Los brazos debían abrirse hacia los lados, con los antebrazos en posición vertical y los dedos en forma de garra hacia arriba.

– Pasamos años soñando esos sueños -dijo Lidia-. Son lo mejor que tenemos porque en ellos nuestra atención está completa. En los demás sueños sigue siendo inestable.

La Gorda afirmó que el retener las imágenes de los sueños era un arte tolteca. Tras años de agotadora práctica, todas ellas habían logrado realizar una acción en cada sueño. Lidia podía andar sobre lo que fuese, Rosa colgarse de todo, Josefina ocultarse tras cualquier cosa, y ella misma volar. Había llegado a poner toda su atención en una sola actividad. Pero aún eran principiantes, aprendices de ese arte. Agregó que Genaro era el maestro del «soñar»: era capaz de volver las cosas a su favor a voluntad y atender a todas las actividades de la vida diaria; para él las dos esferas de la atención tenían el mismo valor.

Me vi obligado a plantearle el tema de costumbre: necesitaba conocer los procedimientos, el modo en que se las arreglaban para retener las imágenes de sus sueños.

– Los conoces tan bien como yo -dijo la Gorda -. Lo único que puedo decirte es que tras repasar un mismo sueño una y otra vez, comenzamos a percibir las líneas del mundo. Ellas nos ayudaron a realizar lo que nos viste hacer.