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– Están de veras decididos a partir, ¿no, Gorda?

– Lo estamos. Es por eso que te pido que te marches por unos días para que tengamos tiempo de deshacernos de todo lo que poseemos.

– ¿Soy yo el encargado de hallar un lugar para todos, Gorda?

– Tal sería tu deber si fueses un guerrero impecable. Pero no lo eres; tampoco lo somos nosotros. Sin embargo, deberemos hacer todo lo posible para hacer frente al nuevo desafío.

Tuve una sensación opresiva de perdición. Nunca me habían agradado las responsabilidades. Pensé que el cometido de guiarles era una carga demasiado pesada para mí.

– Tal vez no tengamos que hacer nada -dije.

– Sí. Eso es cierto -dijo, y rió-. ¿Por qué no te lo repites una y otra vez, hasta que te sientas a salvo? El Nagual se cansó de decirte que la única libertad de que disponen los guerreros consiste en su conducta impecable.

Me contó hasta qué punto había insistido el Nagual en que comprendiesen que la impecabilidad no sólo representaba la libertad, sino que era el único medio para ahuyentar la forma humana.

Yo le narré el modo en que don Juan logró hacerme entender en qué consistía la impecabilidad. Atravesábamos un día un barranco de paredes muy escarpadas; un enorme pedrusco se desprendió de sus sostén rocoso y cayó con fuerza formidable al fondo del cañón, a veinte o treinta metros de nosotros. El tamaño de la piedra hizo que su caída resultara impresionante. Dijo que la fuerza que rige nuestros destinos está fuera de nosotros y nada tiene que ver con nuestros actos ni con nuestra voluntad. En ocasiones, esa fuerza nos lleva a detenernos en el camino para inclinarnos a atar los cordones sueltos de los zapatos, como yo acababa de hacer, y ganar así un momento precioso. De seguir adelante, era indudable que el inmenso trozo de roca nos hubiese aplastado. No obstante, otro día, en otro desfiladero, era posible que la misma decisiva fuerza exterior nos obligara a anudarnos los cordones en el preciso lugar sobre el cual descendiera un canto rodado de iguales dimensiones. En ese casó, nos hubiese hecho perder un momento precioso: de continuar caminando, nos habríamos salvado. Don Juan concluyó que, dada mi total falta de control sobre las fuerzas que decidían mi destino, el único acto de libertad posible consistía en atarme los cordones impecablemente.

La Gorda daba la impresión de estar conmovida por mi relato. Retuvo durante un instante mi rostro entre las manos desde el otro lado de la mesa.

– La impecabilidad es para mí transmitirte, en el momento oportuno, lo que el Nagual me encomendó decirte -precisó-. Pero el poder debe decidir el instante exacto de revelártelo; de lo contrario, no servirá de nada.

Hizo una pausa dramática. Su dilación fue muy estudiada, pero surtió un terrible efecto sobre mí.

– ¿Qué ocurre? -pregunté desesperadamente.

No respondió. Me cogió por el brazo y me condujo hasta la zona inmediata a la puerta de delante. Me hizo sentar en el duro suelo apisonado, con la espalda apoyada en una estaca de más o menos medio metro de altura con el aspecto de un tocón plantado casi contra el muro exterior de la casa. Había una hilera de cinco palos iguales, instalados en tierra a unos sesenta centímetros el uno del otro. Tenía la intención de preguntar a la Gorda qué función cumplían. Mi primera impresión había sido que un anterior propietario los debía haber empleado para atar a ellos animales. Mi conjetura, no obstante, resultaba incongruente, puesto que el lugar era una especie de galería techada.

Comenté a la Gorda mis suposiciones cuando se sentó a mi izquierda, apoyándose en otro tocón. Rió y me dijo que, en efecto, los palos se empleaban para atar animales de todas clases; pero no se debían a la obra de un antiguo dueño. Agregó que casi había destrozado sus riñones mientras cavaba los agujeros para implantarlos.

– ¿Para que los utilizan? -inquirí.

– Digamos que para atarnos a ellos -replicó-. Y ello me recuerda la siguiente cosa que el Nagual me encargó decirte. Me explicó que, debido a que estabas vacío, debía concentrar tu segunda atención, tu atención del Nagual, valiéndose de métodos distintos de aquellos que empleaba con los demás. Nosotros llegamos a consolidar esa atención por medio del soñar, en tanto tú lo hiciste a través de las plantas de poder. El Nagual sostenía que sus plantas de poder reducían el aspecto más amenazador de tu segunda atención a una mata, y que esa era la forma que se desprendía de tu cabeza. Según sus palabras, eso es lo que les ocurre a los brujos que toman plantas de poder. Si no mueren, las plantas de poder convierten su segunda atención en esa espantosa forma que surge de su cabeza.

»Ahora llegamos a lo que él quería que hicieras. Dijo que a esta altura debías cambiar de dirección y comenzar a concentrar tu segunda atención de otro modo, más semejante al nuestro. No puedes mantenerte en el sendero del conocimiento, a menos que equilibres tu segunda atención. Hasta ahora, la llevaste a hombros del poder del Nagual, pero ya estás solo. Eso era lo que debía decirte.

– ¿Y qué debo hacer para equilibrar mi segunda atención?

– Debes soñar, tal como nosotras lo hacemos. El soñar es el único modo de concentrar la segunda atención sin dañarla, sin que resulte amenazadora u horrenda. Tu segunda atención se dirige al lado espantoso del mundo; la nuestra, al lado hermoso. Debes cambiar de lado y venir al nuestro. Eso es lo que escogiste la otra noche, al decidirte a marchar con nosotros.

– Esa forma, ¿puede surgir en mí en cualquier momento?

– No. El Nagual dijo que no volvería a aparecer hasta que no fueses viejo como él. Tu Nagual ya se ha mostrado siempre que ha sido necesario. El Nagual y Genaro se cuidaron de ello. Solían hacerlo salir por fastidiarte. El Nagual me contó que en ocasiones llegabas a un pelo de la muerte porque tu segunda atención era muy complaciente. Una vez incluso le asustaste: tu nagual le atacó y se vio obligado a cantar para serenarlo. Pero lo peor te sucedió en Ciudad de México; un día entraste a una oficina y allí pasaste por la grieta entre los mundos. Su único objetivo consistía en dispersar tu atención del tonal; estabas preocupado hasta un punto increíble por una cuestión idiota. Pero en cuanto te empujó, todo tu tonal se redujo y tu ser entero cruzó la grieta. Pasó momentos terribles buscándote. No me ocultó que, por un momento, creyó que te habías alejado incluso de los lugares a los cuales él podía acceder. Pero logró verte vagando a la ventura y te trajo de regreso. Me contó que saliste de la grieta a las diez de la mañana. Así, las diez pasó a ser tu hora.

– ¿Mi hora para qué?

– Para todo. Si sigues siendo un hombre morirás alrededor de esa hora. Si llegas a ser un brujo, dejarás este mundo alrededor de esa hora.

»Eligio también siguió un camino diferente; un camino que ninguno de nosotros conoce. Lo conocimos poco antes de su partida. Era un soñador maravilloso. Tanto que el Nagual y Genaro solían llevarle a través de la grieta y tenía el poder necesario para cruzarla como si nada. Ni siquiera jadeaba. Ellos le dieron el empujón final con plantas de poder. Disponía del control y del poder preciso para dominar las fuerzas resultantes del empujón. Y ello lo llevó hasta el lugar en que se halla.

– Los Genaros me dijeron que Eligio había saltado con Benigno. ¿Es cierto eso?

– Claro. Para cuando Eligio hubo de saltar, su segunda atención ya había estado en ese otro mundo. El Nagual estaba convencido de que la tuya también lo había estado, pero, debido a tu falta de control, te habría resultado una pesadilla. Según él, sus plantas de poder te desequilibraban; habían forzado a abrirte camino por tu atención del nagual y te habían situado directamente en el reino de tu segunda atención, aunque sin dominio alguno sobre ella. El Nagual no administró plantas de poder a Eligio hasta el final.