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– ¿Crees que mi segunda atención ha sido dañada, Gorda?

– El Nagual no dijo jamás nada semejante. Él pensaba que eras un loco peligroso, pero eso no tenía nada que ver con las plantas de poder. Aseveraba que, en ti, ambas atenciones eran ingobernables. Si te sobrepusieras a ello, serías un guerrero.

Quería que siguiera hablándome sobre el tema. Plantó su mano sobre mi libreta y me hizo saber que teníamos por delante un día terriblemente agotador y necesitábamos reponer energías para soportarlo. Por tanto, debíamos reforzarnos mediante la luz solar. Aseguró que las circunstancias requerían la captación de sus rayos por el ojo izquierdo. Comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, lentamente, mirando con fijeza al sol a través de sus párpados entornados.

Instantes más tarde se nos unieron Rosa, Josefina y Lidia. Lidia se sentó a mi derecha, Josefina junto a ella, y Rosa lo hizo al lado de la Gorda. Todas apoyaban la espalda en las estacas. Yo me encontraba en el centro de la fila.

Era un día claro. El sol estaba por encima de la distante hilera de montañas. Comenzaron a mover la cabeza con una sincronización perfecta. Las imité y tuve la impresión de haberme puesto de acuerdo con ellas previamente. Al cabo de un minuto más o menos, se detuvieron.

Todas llevaban sombrero y se cubrían el rostro con las alas, evitando que la luz del sol diese en sus ojos cuando no los bañaban adrede en ella. La Gorda me había dado mi viejo sombrero.

Estuvimos allí sentados durante cerca de media hora. En ese lapso repetimos el ejercicio incontables veces. Yo pretendía indicar en la libreta el número, pero la Gorda, como al descuido, la había puesto fuera de mi alcance.

De pronto, Lidia se puso en pie murmurando algo ininteligible. La Gorda se inclinó sobre mí y susurró que los Genaros venían por el camino. Me erguí para mirar, pero no había nadie a la vista. Rosa y Josefina también se levantaron y entraron tras Lidia a la casa.

Comuniqué a la Gorda que no veía a nadie en las proximidades. Replicó que los Genaros se habían dejado ver en un punto del camino; añadió que temía el momento en que nos volviéramos a reunir, pero tenía confianza en que yo manejara la situación. Me aconsejó ser extremadamente cuidadoso con Josefina y Pablito porque carecían de control sobre sí mismos. Me dijo que mi misión más importante consistía en sacar a los Genaros de la casa al cabo de una hora, más o menos.

Yo seguía observando el camino. No había la menor señal de que alguien se aproximara.

– ¿Estás segura de que vienen? -pregunté.

Dijo que ella no les había visto, pero que Lidia sí. Los Genaros habían resultado visibles para ella porque, a la vez que bañaba sus ojos en la luz, no había dejado de observar los alrededores.

La explicación de la Gorda no me había resultado satisfactoria y le pedí que se explayara sobre el particular.

– Somos observadores -dijo-. Como tú. Somos lo mismo. No es necesario que lo niegues. El Nagual nos contó tus proezas de observación.

– ¡Mis proezas de observación! ¿De qué hablas, Gorda?

Contrajo los labios. Se la veía casi enfadada a causa de mi pregunta; sorprendida. Sonrió y me dio una palmada.

De pronto, su cuerpo vibró. Miró por encima de mi hombro, con los ojos en blanco y entonces sacudió la cabeza vigorosamente. Dijo que acababa de «ver» que los Genaros no iban hacia allí: era demasiado temprano. Esperarían un rato antes de hacer su aparición. Sonrió, como si la demora la complaciera.

– De todos modos, es demasiado temprano para recibirles -dijo-. Y ellos sienten lo mismo en lo que a nosotros respecta.

– ¿Dónde se encuentran? -pregunté.

– Han de estar sentados en alguna parte, a un lado del camino -replicó-. Es indudable que Benigno miró hacia la casa antes de subir y nos vio aquí sentados; esa es la razón por la cual decidieron esperar. Es perfecto. Ello nos dará tiempo.

– Me preocupas, Gorda. ¿Tiempo para qué?

– Hoy debes acorralar tu segunda atención, y eso nos afecta a todos.

– ¿Y cómo lo haré?

– No lo sé. Nos resultas muy misterioso. El Nagual te hizo cantidad de cosas con sus plantas de poder, pero no puedes afirmar que constituyan un conocimiento. Eso es lo que he estado tratando de decirte. A menos que tengas dominio sobre tu segunda atención, te será imposible valerte de ella. Hasta entonces, permanecerás para siempre a medio camino entre las dos, como ahora. Todo lo que te ha sucedido desde tu llegada ha tenido como objeto poner en movimiento esa atención. Te he ido dando instrucciones poco a poco, tal como el Nagual me lo ordenó. Dado que has seguido otro sendero, ignoras las cosas que nosotros conocemos; del mismo modo, nosotros nada sabemos acerca de las plantas de poder. Soledad sabe algo más, porque el Nagual la llevó a su tierra. Néstor conoce plantas medicinales, pero ninguno ha recibido las enseñanzas que tú. Aún no necesitamos de tu saber. Pero algún día, cuando estemos preparados, tú serás el único que conozca el modo de proporcionar un estímulo mediante plantas de poder. Sólo yo sé dónde se encuentra escondida la pipa del Nagual, en espera de ese día.

»La orden del Nagual es la siguiente: debes desviarte de tu camino y marchar con nosotros. Eso significa que tienes que soñar con nosotras y acechar con los Genaros. Ya no puedes permanecer donde te encuentras, en el lado horrendo de tu segunda atención. Otra salida violenta de tu nagual podría matarte. El Nagual me dijo que los seres humanos eran criaturas frágiles compuestas por muchas capas de luminosidad. Cuando los ves, parecen poseer fibras, pero éstas son en realidad capas, semejantes a las de una cebolla. Las sacudidas, de cualquier clase que sean, separan esas capas y pueden producir la muerte.

Se puso en pie y me condujo a la cocina. Allí nos sentamos, el uno frente al otro. Lidia, Rosa y Josefina estaban atareadas en el patio. No alcanzaba a verlas, pero las oía conversar y reír.

– El Nagual decía que nuestra muerte es consecuencia de la separación de las capas -dijo la Gorda -. Las sacudidas siempre las separan, pero vuelven a unirse. No obstante, a veces, la sacudida es tan violenta que las capas se distancian entre sí hasta el punto de no poder volver a juntarse.

– ¿Has visto alguna vez las capas, Gorda?

– Claro. Vi morir a un hombre en la calle. El Nagual me contó que tú también habías dado con un hombre en trance de muerte, pero no le habías visto morir. El Nagual me hizo ver las capas del moribundo. Eran como las pieles de una cebolla. Cuando los seres humanos se hallan en salud, semejan huevos luminosos, pero si están enfermos comienzan a descascararse como una cebolla.

»El Nagual me dijo que tu segunda atención era tan poderosa que pugnaba constantemente por salir. Él y Genaro tenían que unir tus capas, pues de otro modo habrías muerto. Por eso estimaba que tu energía podía alcanzar para permitir la aparición de tu nagual por dos veces. Quería decir con ello que te era posible conservar las capas en su sitio por ti mismo en dos oportunidades. Lo hiciste más veces, y ahora estás terminado. Ya no posees la energía necesaria para mantener unidas tus capas en caso de otra sacudida. El Nagual me encargó cuidar de todos; en cuanto a ti, debo ayudarte a apretar tus capas. El Nagual decía que la muerte las separa. Me explicó que el centro de nuestra luminosidad, la atención del nagual, ejerce permanentemente una fuerza hacia fuera, y que esa es la causa de que las capas se separen. De modo que a la muerte le resulta fácil introducirse en ellas y separarlas por completo. Los brujos tienen que hacer todo lo posible para mantener unidas sus propias capas. Por eso el Nagual nos enseñó a soñar. El soñar une las capas. Cuando los brujos aprenden a soñar reúnen sus dos atenciones y ya no es necesario que el centro empuje hacia afuera.