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Le mencioné que había dejado constancia en mis notas de que sólo unos días atrás había tenido por vez primera plena conciencia de haber parado el mundo. Rió.

– Paraste el mundo antes que cualquiera de nosotros -dijo-. ¿Qué crees que hiciste al tomar todas aquellas plantas de poder? No lo hiciste mediante el observar, como nosotros; eso es todo.

– ¿Lo único que te hizo observar el Nagual fue la pila de hojas secas?

– Una vez que los soñadores aprenden a para el mundo, pueden observar otras cosas; finalmente, cuando pierden definitivamente la forma, pueden observarlo todo. Yo lo hago. Puedo penetrar en todo. No obstante, nos indicó un cierto orden a seguir en el observar.

»Primero observamos pequeñas plantas. El Nagual nos advirtió que eran sumamente peligrosas. Su poder está concentrado; poseen una luminosidad muy intensa y perciben la observación de los soñadores: en ese momento modifican su luz y la disipan contra el observador. Los soñadores deben escoger una especie vegetal determinada para llevar a cabo su observación.

»A continuación, observamos árboles. También en este caso es necesario elegir una especie. A este respecto, tú y yo somos lo mismo: observadores de eucaliptus.

Ha de haber intuido la siguiente pregunta por mi expresión.

– El Nagual aseveraba que le era muy fácil poner en funciones tu segunda atención mediante su humo -prosiguió-. En muchas ocasiones centraste tu atención sobre los cuervos, predilección suya. Contó que en una ocasión, tu segunda atención se enfocó tan intensamente en uno de esos animales que éste se vio obligado a volar, a su manera, hacia el único eucaliptus del lugar.

Durante años había meditado sobre esa experiencia. No podía considerarla sino como un estado hipnótico inconcebiblemente complejo, producto de los hongos psicotrópicos que formaban parte de la mezcla de fumar de don Juan y de su pericia como manipulador de conductas. Me había inducido a una catarsis perceptual, convirtiéndome en cuervo y llevándome a sentir el mundo como cuervo. Como resultado, percibí el mundo de un modo que no podía en manera alguna formar parte de mi inventario de pasadas experiencias. De alguna forma, la explicación de la Gorda lo había significado todo.

Siguió contando la Gorda que el Nagual les había hecho observar más tarde a criaturas vivientes, en movimiento. Les indicó que los insectos eran, con mucho, los más adecuados. Su movilidad los hacia inofensivos para el observador, al contrario de las plantas, que obtenía su luz directamente de la tierra.

El siguiente paso fue observar las rocas. Me hizo saber que las rocas eran muy antiguas y poderosas y poseían una luz especial, más bien verdosa, distinta de la blanca de los vegetales y de la amarillenta de los seres vivientes y móviles. Las rocas no se abrían fácilmente a los observadores, pero éstos debían insistir, puesto que las rocas abrigaban en su núcleo secretos especiales, secretos que ayudaban a los brujos a «soñar».

– ¿Qué te revelan las rocas? -pregunté.

– Cuando observo el núcleo mismo de una roca -dijo-, siempre percibo una vaharada del aroma que les es propio. Cuando vago en mi soñar, sé dónde estoy merced a esos aromas.

Afirmó que la hora era un factor importante en la observación de árboles y rocas. Al amanecer, tanto los unos como las otras estaban entumecidos y su luz era débil. Se los hallaba en su mejor forma alrededor del mediodía; la observación realizada a esa hora servía para apropiarse de su luz y su poder. Al anochecer se hallaban silenciosos y tristes, especialmente lo árboles. Según la Gorda, éstos dan la impresión, en ese momento, de observar a su vez al observador.

Un segundo estadio en la observación consistía en dirigir la atención a los fenómenos cíclicos: la lluvia y la niebla. Los observadores pueden dirigir su atención a la lluvia y moverse con ella, o concentrarla en el entorno y emplear la lluvia como lente de aumento, capaz de revelar rasgos ocultos. Observando a través de ella se descubren los lugares de poder y aquellos que deben ser evitados. Los lugares de poder son amarillentos y los que se tienen que eludir, intensamente verdes.

La Gorda dijo que la niebla era, a no dudarlo, la cosa más misteriosa de la tierra para un observador y que se la podía emplear en los mismos dos sentidos que la lluvia. Pero a las mujeres no les era fácil acceder a la niebla: aun después de haber perdido su forma humana, permanecía inasequible para ella. Contó que en una oportunidad el Nagual le había hecho ver una neblina verde, situada sobre un banco de niebla, y le había dicho que se trataba de la segunda atención de un observador de niebla que vivía en aquellas montañas y que se movía con el banco. Agregó la Gorda que la niebla servía igualmente para descubrir los fantasmas de las cosas que ya no estaban y que la verdadera proeza de los observadores de niebla consistía en permitir que su segunda atención penetrara en todo aquello que su actividad les revelase.

Le comenté que una vez, estando con don Juan, había visto un puente que surgía de un banco de niebla. Quedé pasmado por la claridad y la precisión de forma del puente. Me resultaba más que real. La imagen había sido tan intensa y vívida que no había podido olvidarla. Don Juan me había comentado que algún día iba a tener que atravesar ese puente.

– Conozco la cuestión -dijo-. El Nagual me advirtió que cierto día, cuando hubieses alcanzado el dominio sobre tu segunda atención, cruzarías ese puente valiéndote de ella, del mismo modo que llegaste a volar como un cuervo. Dijo que si llegabas a ser brujo, un puente surgiría de la niebla para ti, y tu pasarías por él y desaparecerías de este mundo para siempre. Tal como lo hizo él.

– ¿Desapareció así, cruzando un puente?

– No a través de un puente. Pero tú viste con tus propios ojos como él y Genaro atravesaban la grieta entre los mundos. Néstor dice que sólo Genaro agitaba la mano en señal de despedida la última vez que les viste; el Nagual no lo hacía porque estaba ocupado abriendo la grieta. El me había señalado que, cuando la segunda atención es llamada a reunirse, todo lo que hace falta es el simple movimiento de abrir esa puerta. Ese es el secreto de los soñadores toltecas que han perdido la forma.

Quería preguntarle acerca del paso de don Juan y don Genaro por aquella grieta. Me hizo callar rozándome la boca con los dedos.

Dijo que otra etapa era la de la observación de lo distante y de las nubes. Ante ambas cosas, el esfuerzo del observador se limitaba a remitir su segunda atención al lugar observado. Así, era posible recorrer grandes distancias montado en una nube. En caso de mirar una nube, el Nagual no permitía jamás observar el nacimiento de los rayos. Les decía que debía perder la forma antes de intentar tal hazaña. Entonces podrán montar no solo en una chispa inicial, sino también en el propio rayo.

La Gorda se echó a reír y me pidió que tratase de imaginar quién podía ser tan atrevido o estar tan loco como para intentar realmente observar el nacimiento de los rayos. Aseveró que Josefina lo había probado todas las veces posibles, en ausencia del Nagual, hasta el día en que un rayo casi le causó la muerte.

– Genaro era un brujo del rayo -continuó-. Sus dos primeros aprendices, Benigno y Néstor, fueron señalados por el trueno, su amigo. El aseguraba buscar plantas en una zona muy remota, en la cual los indios forman un grupo muy cerrado y no gustan de visitantes de ninguna clase. Habían permitido a Genaro acceder a su tierra debido a que él hablaba su lengua. Se encontraba recogiendo plantas cuando empezó a llover. Había por allí algunas casas, pero la gente era poco cordial y él no deseaba molestar. Estaba a punto de deslizarse, a gatas, en un agujero cuando vio acercarse a un hombre en bicicleta, aplastado por su carga. Era Benigno, el hombre del poblado, que trataba con aquellos indios. La bicicleta se clavó en el lodo y en ese preciso momento un rayo cayó sobre él. Genaro pensó que le había matado. La gente del lugar había visto lo ocurrido y había salido. Benigno estaba más asustado que lastimado, pero tanto su bicicleta como su mercancía estaban destrozadas. Genaro pasó una semana a su lado y lo curó.