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»Algo casi idéntico le sucedió a Néstor. Acostumbraba a comprar plantas medicinales a Genaro; cierto día le siguió hasta las montañas, para ver donde las recogía y no tener que pagar más por ellas. Genaro se adentró en las montañas, adrede, mucho más que de costumbre; su intención era que Néstor se extraviara. No llovía, pero había rayos. Uno de ellos tomó tierra y corrió por ella como una serpiente. Pasó por entre las piernas de Néstor y fue a dar en una piedra a diez metros.

»Según Genaro, había chamuscado las piernas de Néstor. Los testículos se le hincharon y se puso muy enfermo. Genaro se vio obligado a cuidar de él durante una semana allí mismo, en las montañas.

»Para cuando Benigno y Néstor estuvieron curados, se vieron también enganchados. Es necesario enganchar a los hombres. A las mujeres no. Las mujeres entran libremente en todo. En ello radica su poder y su desventaja. Los hombres deben ser guiados y las mujeres, contenidas.»

Sofocó una risilla y dijo que era indudable que había mucho de masculino en ella, puesto que necesitaba ser guiada, y que yo debía tener mucho de femenino, porque requería ser contenido.

La etapa final había sido la de la observación del fuego, el humo y las nubes. Me comunicó que para un observador el fuego y el humo no eran luminosos, sino negros. Las sombras, en cambio, eran brillantes y tenían movimiento y color.

Había dos cosas más que se mantenían separadas: la observación del agua y la de las estrellas. La observación de estrellas era exclusividad de los brujos que habían perdido su forma humana. Me contó que a ella le había ido muy bien en ello; no así en la observación del agua; especialmente del agua fluyente, que servía a los brujos sin forma para concentrar su segunda atención y llevarla a cualquier parte a la que desearan ir.

– A todos nosotros nos aterroriza el agua -continuó-. Un río puede atrapar tu segunda atención y llevársela, sin que sea posible detenerla. El Nagual me habló de tus hazañas como observador de agua. Pero no me ocultó que una vez estuviste a punto de desintegrarte en el curso de un río poco profundo y que ahora no puedes siquiera tomar un baño.

En varias oportunidades, don Juan me había hecho observar una acequia que se encontraba detrás de su casa bajo los efectos de su mezcla de fumar. Había experimentado sensaciones inconcebibles. Llegué a verme enteramente verde, como cubierto de algas. Fue entonces cuando me recomendó evitar el agua.

– ¿Perjudicó el agua a mi segunda atención? -pregunté.

– En efecto -respondió ella-. Eres un individuo muy descuidado. El Nagual te advirtió que debías proceder con cautela, pero excediste tus propias limitaciones en la observación del agua fluyente. Él me contó que podías haber utilizado el agua como nadie, pero no era tu destino el ser moderado.

Acercó su asiento al mío.

– Eso es todo, por lo que a la observación respecta -dijo-. Pero debo comunicarte más cosas antes de que partas.

– ¿De qué se trata, Gorda?

– Primero, antes de que te diga nada debes volver tu segunda atención hacia las hermanitas y yo.

– No creo que me sea posible.

La Gorda se puso de pie y entró en la casa. Volvió poco después, con un pequeño cojín redondo de la misma fibra natural que se utiliza para hacer las redes. Sin una palabra, me condujo hacia la galería de entrada. Me dijo que el cojín lo había hecho ella misma, para estar cómoda mientras aprendía a observar, puesto que la posición del cuerpo era de gran importancia para ello. Había que sentarse en el suelo, sobre un rimero de hojas secas o un cojín de fibras naturales. La espalda debía apoyarse en un árbol, un tocón o una piedra lisa. Era necesario estar completamente relajado. Los ojos no se fijaban jamás en el objeto, para evitar cansarlos. El observar consistía en explorar muy lentamente, moviendo los ojos en sentido opuesto al de las agujas del reloj, pero sin variar la posición de la cabeza. Agregó que el Nagual les había hecho instalar allí aquellas estacas para apoyarse.

Me hizo sentar sobre el cojín y colocar la espalda contra uno de los tocones. Me advirtió que iba a orientarme en la observación de un lugar de poder que el Nagual había hallado en las colinas erosionadas del otro lado del valle. Confiaba en que por ese medio lograría la energía necesaria para cambiar la dirección de mi segunda atención.

Se sentó muy cerca de mí, a mi izquierda, y comenzó a darme instrucciones. Casi en un susurro me ordenó tener los párpados entornados y mirar el punto en que convergían dos grandes colinas. Había allí una caída de agua. Dijo que esta observación en particular constaba de cuatro acciones separadas. La primera consistía en emplear el ala de mi sombrero como visera para evitar el excesivo resplandor solar y permitir que llegase a mis ojos tan sólo una pequeña cantidad de luz; luego, había que entrecerrar los ojos, el tercer paso requería mantener constante el ángulo de apertura de los mismos con la finalidad de que el flujo de luz fuese uniforme; el cuarto suponía distinguir al fondo la caída de agua, a través de la malla de fibras luminosas de las pestañas.

Al principio no me vi capaz de seguir sus instrucciones. El sol estaba alto y me veía forzado a ladear la cabeza. Incliné el sombrero hasta cubrir con el ala lo más violento de la luz. Eso parecía bastar. Tan pronto como entorné los ojos, un destello, que parecía provenir del ala, explotó, literalmente, sobre mis pestañas, que hacían las veces de filtro, creando una telaraña al paso de los rayos. Mantuve los párpados entrecerrados y jugué con la imagen hasta que el trazado oscuro, vertical, del hilo del agua destacó con claridad del conjunto.

La Gorda me indicó entonces que observase la parte media del declive hasta divisar una mancha de color castaño muy oscuro. Me hizo saber que se trataba de un agujero, inexistente, para el ojo que miraba, pero real para aquel que «veía». Me advirtió sobre la necesidad de controlarme a partir del momento en que aislase la mancha para que ésta no me atrajera. Me propuso que, llegado ese instante, se lo hiciese saber con una presión de mis hombros sobre los suyos. Se deslizó hasta ponerse en contacto conmigo.

Luché durante un momento por coordinar y estabilizar los cuatro movimientos; de pronto, en el medio del salto, surgió un punto oscuro. Advertí sin tardanza que no lo veía en el sentido corriente del término. Se trataba fundamentalmente de una impresión, una distorsión óptica. En cuanto mi control disminuía, desaparecía. Entraba en mi campo de percepción únicamente en tanto conservaba bajo control los cuatro aspectos del esfuerzo. Recordé entonces que don Juan me había inducido innumerables veces a realizar tareas similares. Acostumbraba a colgar un trozo de tela de reducido tamaño en una rama baja de un arbusto, escogido estratégicamente para que se hallase en línea con formaciones geológicas específicas en las montañas que les servían de fondo. El sentarme a aproximadamente metro y medio de aquella pieza de paño y contemplarla en relación con las ramas de las cuales pendía, solía suscitar en mí un efecto perceptual especial. El trapo, siempre algo más oscuro que el accidente geológico al cual dirigía la vista, daba la impresión de ser, en principio, un detalle del mismo. Todo consistía en dejar que la percepción actuara libremente, prescindiendo de todo análisis. Todos mis intentos estaban condenados al fracaso porque yo era incapaz de no llevar a cabo un juicio; mi mente terminaba siempre por lanzarse a alguna especulación racional referida a la mecánica de mi percepción fantasma.