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Rosa y Josefina hicieron un gesto de asentimiento.

– ¿Y la Gorda? -pregunté.

– Es la observadora de pulgas -dijo Rosa, y todas rieron.

– A la Gorda no le gusta que le piquen pulgas -explicó Lidia-. No tiene forma y puede observarlo todo, pero antes solía dedicarse a la lluvia.

– ¿Y Pablito?

– Observa el sexo de las mujeres -dijo Rosa con indiferencia.

Soltaron una carcajada. Rosa me palmeó la espalda.

– Se me ocurre que, puesto que es tu compañero, sigue tu ejemplo -dijo

Golpearon la mesa y movieron los bancos al empujarlos con los pies en medio de su risa.

– Pablito es observador de rocas -dijo Lidia-. Néstor atiende la lluvia y a las plantas y Benigno a la distancia. Pero no me preguntes más acerca de la observación, porque perderé mi poder si te cuento más.

– ¿Y por qué la Gorda me lo dice todo?

– Ella ha perdido la forma -replicó Lidia-. Cuando yo la pierda haré lo mismo. Pero para entonces no te interesará escucharme. Te importa ahora porque eres tan torpe como nosotras. Cuando pierdas tu forma dejarás de serlo.

– ¿Por qué haces tantas preguntas cuando sabes todo esto? -quiso saber Rosa.

– Porque es como nosotras -dijo Lidia-. No es un verdadero nagual. Aún es un hombre.

Se volvió hacia mí. Durante un instante su rostro se mostró duro y sus ojos penetrantes y fríos, pero su expresión se hizo más dulce al hablarme.

– Pablito y tu son compañeros -dijo-. Le aprecias ¿no?.

Lo pensé antes de responder. Le dije que, de algún modo, confiaba en él implícitamente. Por cierta razón ignorada, sentía afinidad con el.

– Le estimas tanto que jugaste sucio con él. -dijo en tono acusador-. En aquella cima desde la cual saltaron, él estaba llegando a concentrar su segunda atención por sus propios medios; tú le obligastes a arrojarse contigo.

– Sólo le cogí por el brazo -protesté.

– Un brujo no coge a otro brujo por el brazo -dijo. Todos somos capaces de valernos por nosotros mismos. Tú no necesitas que ninguna de nosotras te ayude. Sólo un brujo que ve y carece de forma puede auxiliar. En aquella montaña, era de esperar que tu saltases primero. Ahora Pablito está ligado a ti. Imagino que te propones ayudarnos del mismo modo. ¡Dios mío! ¡Cuanto más pienso en ti más te desprecio!

Rosa y Josefina mascullaron unas palabras diciendo estar de acuerdo. Rosa se puso de pie y me enfrentó con los ojos llenos de ira. Exigía saber lo que me proponía hacer con ellas. Le respondí que pensaba partir muy pronto. Esa afirmación pareció chocarles. Las tres hablaron a la vez. La voz de Lidia se imponía a las demás. Dijo que el momento de partir había sido en la noche anterior, y que mi decisión de quedarme había suscitado su odio. Josefina comenzó a aullar obscenidades en mi contra.

Experimenté un súbito escalofrío. Me puse de pie y les dije que se callaran con una voz distinta a la mía. Me miraron horrorizadas. Traté de restar importancia a la cuestión, pero me había asustado a mi mismo tanto como a ellas.

En ese instante se presentó la Gorda en la cocina, como si hubiese estado escondida en la habitación de delante, aguardando a que iniciáramos una pelea. Manifestó que nos había advertido sobre el peligro que todos corríamos de caer los unos en las redes de los otros. Tuve que reír al ver el modo en que nos regañaba, como si fuésemos niños. Aseveró que nos debíamos mutuo respeto y que el respeto entre guerreros era un asunto sumamente delicado. Las hermanitas sabían comportarse como guerreros entre sí, al igual que los Genaros, pero en cuanto yo me inmiscuía en alguno de los grupos, o los dos grupos se reunían todos olvidaban su saber guerrero y se comportaban como bestias.

Nos sentamos. La Gorda lo hizo a mi lado. Tras una pausa, Lidia expuso que temía que hiciera con ellas lo que le había hecho a Pablito. La Gorda rió aseverando que nunca permitiría que ayudase a nadie así. Le expuse que no comprendía qué le había hecho a Pablito que resultaba tan malo. En todo caso, lo había hecho sin ser consciente de ello, y no me hubiese enterado de la acción en sí, de no habérmela hecho conocer Néstor.

Es más: me preguntaba si Néstor no exageraría un tanto y si no estaría equivocado.

La Gorda afirmó que el Testigo nunca cometería un error semejante, que mucho menos lo exageraría, y que era el más perfecto guerrero de entre todos ellos.

– Los brujos no se ayudan entre sí como tu hiciste con Pablito -prosiguió-. Te comportaste como un hombre corriente. El Nagual nos había preparado para ser guerreros. Decía que un guerrero no sentía compasión por nadie. Para él, sentir compasión implicaba desear que la otra persona fuese como uno, estuviese en el lugar de uno y que esa es la razón por la que se da una mano. Eso hiciste con Pablito. Lo más difícil del mundo, para un guerrero, es dejar ser a los otros. Cuando yo era gorda me preocupaba porque Lidia y Josefina no comían lo suficiente. Tenía miedo de que enfermasen y muriesen por no comer. Hice lo imposible por que engordasen, y con el mejor de los propósitos. La impecabilidad de un guerrero consiste en dejar de ser y apoyar a los demás en lo que realmente son. Desde luego, eso implica confiar en que los otros son también guerreros impecables.

– ¿Y si no son guerreros impecables?

– Entonces tu deber es ser impecable y no decir palabra -replicó-. El Nagual sostenía que sólo un brujo que ve y ha perdido la forma puede permitirse ayudar a otro. Es por eso que el nos ayudó e hizo de nosotros lo que somos. No creerás que es posible andar por la calle recogiendo gente para auxiliarla, ¿verdad?

Ya don Juan me había enfrentado con el dilema de no poder ayudar a mis semejantes en modo alguno. En realidad, para él, todo esfuerzo de nuestra parte en ese sentido era un acto arbitrario determinado por nuestro propio interés.

Un día, estando juntos en la ciudad, alcé un caracol que se hallaba en medio de la calzada y lo llevé a lugar seguro, bajo unas parras. Estaba convencido de que, de dejarlo donde lo había encontrado, tarde o temprano alguien lo habría pisado. Pensaba que, al ponerlo fuera de peligro, lo había salvado.

Don Juan señaló que mi suposición era muy superficial, puesto que no había tomado en cuenta dos posibilidades. Una de ellas consiste en que el caracol quizás estaba huyendo de una muerte segura por envenenamiento de parra; la otra, en que el caracol poseyese el poder personal suficiente para atravesar la calzada. Mi intervención no sólo no lo había salvado, sino que le había hecho perder lo que hubiera ganado muy penosamente.

Naturalmente, quise devolver el caracol al lugar en que lo había hallado, pero no me lo permitió. Dijo que era el destino del caracol el que un idiota se cruzase en su sendero y le echase a perder lo mejor de su ímpetu. Si lo dejaba donde lo había puesto, era probable que volviese a reunir el poder necesario para alcanzar su objetivo.

Creí entenderle. Era evidente que no había hecho sino aceptar su posición sin profundizar. Lo que más me costaba era dejar ser a los otros.

Conté la anécdota. La Gorda me palmeó la espalda.

– Somos todos bastante malos -dijo-. Los cinco somos personas horrorosas, que se niegan a entender. Yo me desembaracé de mi peor parte, pero aún no soy enteramente libre. Somos bastante lentos y en comparación con los Genaros, pesimistas y tiránicos. Los Genaros, en cambio se parecen a Genaro: hay muy poco de perverso en ellos.