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Las hermanitas asintieron con un gesto.

– Tú eres el más feo de todos nosotros -me dijo Lidia-. No creo que seamos tan malas como tú.

La Gorda sofocó una risilla y me dio unas palmadas en la pierna, como pidiéndome que le diese la razón a Lidia. Lo hice y todas rieron como niñas.

Pasamos un rato en silencio.

– Voy a comunicarte ahora lo único que me queda por decirte -me informó la Gorda de repente.

Nos hizo poner de pie a todos. Dijo que me iban a mostrar el nivel de poder de los guerreros toltecas. Lidia se colocó a mi derecha, enfrentándome. Puso su mano sobre la mía, palma contra palma, pero sin que entrecruzásemos los dedos. Luego me cogió el brazo derecho por sobre el codo con la mano izquierda y me apretó con fuerza contra su pecho. Josefina hizo exactamente lo mismo a mi izquierda. Rosa se puso cara a cara conmigo, pasó las manos por debajo de mis axilas y se aferró a mis hombros. La Gorda se acercó desde detrás y me abrazó por la cintura, entrelazando los dedos sobre mi ombligo.

Todos teníamos aproximadamente la misma estatura y les era posible apoyar su cabeza contra la mía. La Gorda me habló al oído, en voz baja, aunque lo bastante fuerte como para que todos la oyesen. Dijo que íbamos a tratar de oponer nuestra segunda atención en el lugar de poder del Nagual, sin que nada ni nadie nos estorbara. Esa vez no había a mano maestros ni aliados que nos impulsaran. Lo único que nos llevaba a ello era nuestro deseo.

No pude vencer la irresistible urgencia de preguntarle qué debía hacer. Me respondió que debía centrar mi segunda atención en aquello que había observado.

Me explicó que la formación en la cual nos hallábamos era una postura de poder tolteca. En aquel instante era yo el centro y la fuerza capaz de reunir los cuatro rincones del mundo. Lidia era el Este, el arma que los guerreros toltecas blandían con la mano derecha; Rosa era el Norte, el escudo sostenido por delante del guerrero; Josefina era el Oeste, el espíritu cazador del guerrero, sostenido por su mano izquierda; y la Gorda era el Sur, el cesto que los guerreros llevan a la espalda y en la que guardan sus objetos de poder. Afirmó que la posición natural de todo guerrero era de cara al Norte, puesto que debía sujetar el arma, el Este, en la mano derecha. Pero la dirección a la que debíamos orientarnos era el Sur, con una ligera desviación hacia el Este: en consecuencia, el acto de poder que el Nagual nos había encomendado era cambiar las direcciones.

Me recordó que una de las primeras cosas que el Nagual nos había hecho a todos había sido reorientar nuestros ojos hacia el Sudeste. De ese modo, había inducido a nuestra segunda atención a realizar la hazaña que íbamos a efectuar entonces. Había dos posibilidades. Una consistía en que todos girásemos hacia el Sur, utilizándome como eje y alterando en el proceso los valores y funciones básicos de cada uno. Lidia sería así el Oeste, Josefina el Este, Rosa el Sur y ella el Norte. La otra alternativa implicaba cambiar nuestra dirección, enfrentando el Sur, pero sin girar. Esa era la alternativa de poder, que nos imponía la adquisición de nuestro segundo rostro.

Dije a la Gorda que no entendía qué era nuestro segundo rostro. Me respondió que el Nagual le había confiado la misión de reunir la segunda atención de todos los miembros del grupo, y que todo guerrero tolteca tenía dos rostros y enfrentaba dos direcciones opuestas. El segundo rostro era la segunda atención.

De pronto la Gorda me soltó. Las demás hicieron lo mismo. Ella se sentó y me instó a hacerlo a mi vez, a su lado. Las hermanitas permanecieron de pie. La Gorda me preguntó si lo tenía todo claro. En efecto, lo tenía, aunque, en cierto sentido, no era así. Antes de que hubiese tenido tiempo para formular una pregunta, me espetó que una de las últimas cosas que el Nagual le había encargado decirme era que debía cambiar la dirección, sumando mi segunda atención a la de ellas, y adquirir mi rostro de poder, para ver lo que ocurría a mis espaldas.

Se puso de pie y me indicó que la siguiera. Me llevó hasta la puerta de su habitación. Me dio un ligero empujón para hacerme entrar. Una vez que hube cruzado el umbral, Lidia, Rosa, Josefina y ella se me unieron, en ese orden, y la Gorda cerró la puerta.

El lugar estaba muy oscuro. No parecía haber ventanas. La Gorda me cogió por el brazo y me hizo situar en lo que supuse sería el centro del cuarto. Me rodearon. No alcanzaba a verlas; percibía su presencia tan sólo, en los cuatro lados.

Pasado un rato mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Pude entonces comprobar que la habitación contaba con dos ventanas, que habían sido cubiertas con sendas tablas. La poca luz que se filtraba a través de ellas me permitía distinguir a todas. Luego, el grupo se cogió de mí tal como lo había hecho minutos antes: perfectamente al unísono, apoyaron sus cabezas contra la mía. Sentía sus cálidas respiraciones a mi alrededor. Cerré los ojos para reconstruir la imagen que había observado. No lo logré. Me hallaba demasiado cansado y somnoliento. Los ojos me ardían terriblemente. Deseaba frotármelos, pero Lidia y Josefina me sujetaban los brazos con firmeza.

Permanecimos en esa posición durante mucho tiempo. La fatiga me resultaba insoportable y terminé por desplomarme. Creí que mis rodillas había cedido. Tenía la impresión de que iba a caer al piso y quedar dormido allí mismo. Pero no había piso. En realidad, no había nada debajo de mí. Mi terror al comprenderlo fue tal que desperté por completo en un instante; no obstante, una fuerza mayor que mi miedo me devolvió al sueño. Me abandoné. Flotaba con ellas como un globo. Era como si hubiese quedado dormido y soñara y en el sueño viera una serie de imágenes discontinuas. Ya no nos encontrábamos en la oscuridad de la habitación. La luz me cegaba. En ocasiones alcanzaba a ver el rostro de Rosa contra el mío; por el rabillo del ojo distinguía también el de Lidia y el de Josefina. Tenía la frente apoyada contra mis orejas. Entonces la imagen cambiaba y tenía ante la vista la cara de la Gorda. Toda vez que ello ocurría, apoyaba la boca en la mía y me echaba el aliento. No me gustaba en lo más mínimo. Una cierta fuerza trataba de librarse en mí. Estaba aterrorizado. Traté de apartarlas. Cuanta más fuerza hacía para conseguirlo, más sólidamente me aferraban. Me convencí de que la Gorda me había engañado para guiarme por fin a una trampa mortal. Pero, a diferencia de las otras, la Gorda había sido una jugadora impecable. Esa idea me reconfortó. En cierto momento, dejé de luchar. El fenómeno de mi muerte, que consideraba inminente, suscitó mi interés y me dejé ir de mí mismo. Experimenté entonces una alegría inigualable, una exuberancia que, estaba seguro, era el heraldo de mi fin, si no de mi muerte propiamente dicha. Me esforcé por acercar aún más a mí a Lidia y Josefina. En ese momento tenía a la Gorda delante. No me importó que expulsara su aliento en mi boca; en realidad, me sorprendió que dejara de hacerlo entonces. En el instante en que ello ocurrió, las demás dejaron de apretar su cabeza contra la mía. Comenzaron a mirar a su alrededor y al hacerlo me dejaron en libertad de mover la cabeza. Lidia, la Gorda y Josefina estaban tan próximas a mí que sólo podía ver algo a través del espacio libre que quedaba entre sus frentes. No sabía dónde nos encontrábamos. Sólo estaba seguro de una cosa: no nos hallábamos en el suelo. Nos hallábamos en el aire. Di igualmente por seguro que habíamos alterado el orden. Lidia estaba a mi derecha y Josefina a mi izquierda. Al igual que la Gorda, tenía el rostro cubierto de sudor. Tan sólo percibía la presencia de Rosa detrás de mí. Veía sus manos, que atenazaban mis hombros.

La Gorda decía algo que yo no alcanzaba a oír. Pronunciaba con gran lentitud, como para darme tiempo a leer sus labios, pero me distraían los detalles de su boca. En cierto instante me di cuenta de que las cuatro me movían, me mecían deliberadamente. Ello me obligó a prestar atención a las palabras silenciosas de la Gor da. Entonces leí claramente sus labios. Me decía que me diera vuelta. Lo intenté, pero mi cabeza parecía haber sido fijada en su posición. Sentí que alguien me mordía los labios. Miré a la Gorda. No me mordía, sino que me contemplaba, en tanto me decía que volviera la cabeza. A medida que hablaba, yo sentía que ese alguien a la vez me lamía el rostro o mordisqueaba mis labios y mejillas.