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– ¿Salimos de la habitación? -preguntó la Gorda.

– No -replicó Néstor.

La Gorda parecía tan ansiosa por saber como yo, lo cual me resultaba alarmante. Llegó a rogar melosamente a Néstor que hablara.

– No vienen de ninguna parte -dijo Néstor-. Y también debería decir que fue terrorífico. Eran como niebla. Pablito fue el primero en verlos. Sin duda, estuvieron en el patio durante bastante tiempo, pero no sabíamos dónde buscarlos. Entonces Pablito gritó y todos los vimos. Nunca habíamos presenciado nada semejante.

– ¿Cuál era nuestro aspecto? -pregunté.

Los Genaros se miraron. Hubo un silencio insoportablemente largo. Las hermanitas miraban a Néstor con la boca abierta.

– Eran como trozos de niebla atrapados en una red -dijo Néstor-. Al echarles agua, volvieron a ser sólidos.

Yo deseaba que siguiera hablando, pero la Gorda aseveró que quedaba muy poco tiempo, por cuanto yo debía partir al fin del día y ella aún tenía cosas que decirme. Los Genaros se pusieron de pie y se despidieron de las hermanitas y de la Gorda con un apretón de manos. Me abrazaron y me hicieron saber que necesitaban tan sólo unos pocos días para preparar su marcha. Pablito cargo con su silla a hombros, Josefina corrió hacia el fondo, cogió un paquete que habían traído de la casa de doña Soledad y lo puso entre las patas de la silla de Pablito, que así se convirtió en un ingenio adecuado para el acarreo.

– Puesto que vas para tu casa, puedes llevarte esto -dijo-. De todos modos te pertenece.

Pablito se encogió de hombros y acomodó la silla para equilibrar bien la carga.

Néstor propuso que Benigno llevase el bulto, pero Pablito no se lo permitió.

– Está bien -dijo-. Bien puedo hacer de burro, si ya estoy obligado a soportar esta condenada silla.

– ¿Por qué la llevas, Pablito? -pregunté.

– Tengo que conservar mi poder -replicó-. No puedo sentarme en cualquier parte. ¿Quién sabe que clase de imbécil se sienta en un lugar antes que uno?

Dejó escapar una risa aguda e hizo mover el bulto al sacudir los hombros.

Una vez que los Genaros hubieron partido, la Gorda me explicó que Pablito había comenzado con la locura de la silla para fastidiar a Lidia. No quería sentarse donde ella lo hubiera hecho, pero se había entusiasmado y, dada su tendencia a darse gusto, había decidido no sentarte más que en su silla.

– Es capaz de cargar con ella durante el resto de su vida -me dijo la Gorda con gran certidumbre-. Es casi tan malo como tú. Es tu compañero. Tu cargarás siempre con tu libreta de notas y él con su silla ¿Qué diferencia hay? Ambos son más complacientes con ustedes mismos que el resto de nosotros.

Las hermanitas se acercaron a mí y rieron, palmeándome la espalda.

– Es muy difícil penetrar en nuestra segunda atención -prosiguió la Gorda -. Y es aún más difícil lograrlo cuando se es cómo tú. El Nagual decía que debías conocer mejor que los demás esas dificultades. Mediante sus plantas de poder, aprendiste a internarte en ese otro mundo. Es por eso que hoy nos llevaste al borde de la muerte. Nosotras deseábamos concentrar nuestra segunda atención en el lugar del Nagual, y tú nos hundiste en algo desconocido. No estamos preparadas para ello, pero tampoco lo estás tú. Tampoco puedes ayudarte a ti mismo; las plantas de poder te hicieron así. El Nagual tenía razón; debemos ayudarte a contener tu segunda atención, y tu tienes que ayudarnos a liberar la nuestra. Tu segunda atención puede ir muy lejos, pero está fuera de control; la nuestra tiene poco radio de acción, pero la tenemos absolutamente controlada.

La Gorda y las hermanitas, una a una, me fueron expresando cuán horrible había sido la experiencia de hallarse perdidas en el otro mundo.

– El Nagual me dijo -prosiguió la Gorda – que cuando concentraba tu segunda atención con su humo, la dirigías a un mosquito. El mosquito se convertía entonces en el guardián del otro mundo para ti.

Le confesé que era cierto. Como me lo pidió, les narre la experiencia por la que don Juan me había hecho pasar. Con la ayuda de su mezcla para fumar, había llegado a percibir un mosquito de unos treinta metros de altura, un monstruo horripilante que se movía a velocidad increíble y con gran agilidad. La fealdad de aquella criatura era repugnante y, sin embargo, poseía una fantástica magnificencia.

Tampoco había tenido modo de acomodar esa experiencia a mi esquema racional de las cosas. Mi único apoyo intelectual radicaba en mi profunda certidumbre de que uno de los efectos de la mezcla psicotrópica era la alucinación relativa al tamaño del mosquito.

Dirigiéndome en particular a la Gorda, les expuse mi explicación racional, causal, de lo que había tenido lugar. Rieron.

– Las alucinaciones no existen -dijo la Gorda con firmeza-. Si alguien ve de pronto algo diferente, algo nuevo, es debido a que la segunda atención se ha concentrado y la persona la ha dirigido a un objeto en particular. De todos modos, algo debe concentrar la atención de la persona: tal vez el alcohol, o la locura, o quizá la mezcla de fumar del Nagual.

»Tu viste un mosquito y éste se convirtió en el guardián del otro mundo para ti. ¿Y sabes qué es ese otro mundo? Es el mundo de nuestra segunda atención. El Nagual creía probable que tu segunda atención tuviese la fuerza necesaria para superar al guardián y entrar a ese mundo. Pero no era así. De haberlo sido, habrías entrado en él para no retornar jamás. El Nagual me dijo que estaba preparado para seguirte. Pero el guardián te cerró el paso y estuvo a punto de matarte. El Nagual se vio obligado a dejar de emplear sus plantas de poder para concentrar tu segunda atención porque tú sólo la dirigías a los aspectos pavorosos de la realidad. Tuvo, en cambio, que hacerte soñar, para que la encontraras por otros medios. No obstante, estaba seguro de que también tu soñar sería horroroso. No había nada que hacer al respecto. Tú seguías sus pasos y el poseía un lado horrible, terrorífico.

Callaron. Era como si cada uno hubiese sido atrapado por sus propios recuerdos.

La Gorda contó que el Nagual me había señalado en una ocasión un insecto rojo muy especial, en las montañas de su tierra. Me preguntó si lo recordaba.

Lo recordaba. Años atrás don Juan me había llevado a una zona desconocida para mi, en las montañas de México Septentrional. Me hizo ver unos insectos redondos, del tamaño de una mariquita. El dorso era de un rojo brillante. Quise echarme al suelo para examinarlos, pero no me lo permitió. Me dijo que debía observarlos, sin mirarlos fijamente, hasta haber memorizado su forma, porque se esperaba de mí que los recordase siempre. Explicó luego algunos complicados detalles de su conducta, dando a su discurso un cierto matiz metafórico. Me habló acerca de la arbitrariedad de valores que regían nuestras costumbres más arraigadas. Destacó algunos hábitos atribuidos a aquellos insectos y los comparó con los nuestros. A la luz de tal comparación, los fundamentos de nuestras creencias se veían ridículos.

– Antes de que Genaro y él partieran -continuó la Gorda -, el Nagual me llevó al lugar de las montañas en que vivían esos animalitos. Ya había estado allí una vez, al igual que todos los demás. El Nagual se aseguró de que todos conociéramos aquellas pequeñas criaturas, si bien nunca nos permitió observarlas.

»Allí me dijo lo que debía hacer contigo y lo que debía decirte. Ya te he comunicado la mayor parte de aquello que me encomendó, salvo una última cosa. Tiene que ver con aquello que has estado preguntando a todo el mundo: ¿Dónde están el Nagual y Genaro? Te diré exactamente donde se encuentran. El Nagual aseguraba que lo entenderías mejor que cualquiera de nosotros. Ninguno de nosotros ha visto jamás al guardián. Ninguno de nosotros ha estado jamás en ese mundo amarillo azufre en que vive. Tú eres el único. El Nagual dijo haberte seguido en tu entrada a ese mundo cuando enfocaste tu segunda atención sobre el guardián. Pretendía ir allí contigo, tal vez para no regresar, si tú hubieses tenido la fuerza necesaria para pasar. Fue entonces cuando descubrió el mundo de aquellos pequeños insectos rojos. Decía que era la cosa más hermosa y perfecta que se pudiera imaginar. De modo que cuando llegó para él y para Genaro la hora de abandonar este mundo, concentraron su segunda atención y la dirigieron a aquel mundo. Entonces el Nagual abrió la grieta, como tu mismo viste, y entraron por ella a ese mundo, donde aguardan nuestra llegada, que tendrá lugar algún día. El Nagual y Genaro amaban la belleza. Fueron allí por su exclusivo placer.