Hubo una pausa. Deseaba con toda el alma preguntarle más detalles acerca de los sentimientos de don Juan hacia mí. En cambio, le pedí que me hablase de su otra niña.
– Un mes después de hallar a Eligio, el Nagual encontró a Rosa -comenzó-. Rosa fue la última. Una vez hubo dado con ella, supo que su número estaba completo.
– ¿Cómo la encontró?
– Había ido a ver a Benigno a su tierra natal. Se acercaba a la casa cuando Rosa salió de entre los espesos matorrales que había a un lado del camino, tratando de dar caza a un cerdo que se había escapado y huía. El cerdo corría a demasiada velocidad para que Rosa lograse darle alcance. Ésta tropezó con el Nagual y lo perdió. Entonces se volvió contra el Nagual y comenzó a chillarle. Él hizo el ademán de aferrarla y la halló dispuesta a darle batalla. Lo insultó y lo desafió a que le pusiera una mano encima. Al Nagual le gustó su talante de inmediato, pero no había presagios. Me contó que había aguardado un momento antes de marcharse; fue entonces cuando el cerdo regresó corriendo y se detuvo junto a él. Ese fue el presagio. Rosa rodeó al cerdo con una cuerda. El Nagual le preguntó a quemarropa si era feliz en su trabajo. Ella dijo que no. Era criada. El Nagual quiso saber si estaba dispuesta a irse con él y ella le respondió que si era para lo que ella pensaba que era, la conclusión era que no. El Nagual le dijo que era para trabajar y ella se interesó por la suma que le pagaría. Él propuso una cifra y ella preguntó de qué clase de trabajo se trataba. El Nagual le dijo que se trataba de trabajar con él en los campos de tabaco de Veracruz. Ella le dijo entonces que lo había estado probando; si él le hubiese propuesto trabajar como criada, hubiese sabido que no era más que un mentiroso, porque su aspecto correspondía a alguien que nunca en su vida había tenido casa.
»El Nagual estaba encantado con ella; le dijo que si quería salir de la trampa en que estaba debía ir a la casa de Benigno antes del mediodía. También le dijo que sólo la esperaría hasta las doce; si iba, debía ser dispuesta a una vida difícil y llena de trabajo. Ella le preguntó a qué distancia se hallaban los campos de tabaco. El Nagual le respondió que a tres días de viaje en autobús. Rosa dijo que, si era tan lejos, estaría pronta a partir en cuanto hubiese devuelto el cerdo a su chiquero. Y eso fue lo que hizo. Llegó aquí y gustó a todos. Nunca fue mezquina ni molesta; el Nagual no necesitó jamás forzarla a nada ni inducirla con engaños. No me quiere, en absoluto, y, sin embargo, es la que mejor me cuida. Confío en ella, y, sin embargo, no la quiero en absoluto. Pero cuando parta, será a ella a quien más extrañaré. ¿Has visto cosa más rara?
Noté cierta tristeza en sus ojos. No podía seguir recelando. Con un movimiento casi fortuito, se enjugó las lágrimas.
Llegados a este punto, hubo una natural interrupción en la conversación. Oscurecía y yo escribía con gran dificultad; además, tenía que ir al lavabo. Insistió en que fuese al de fuera de la casa antes que ella, como el propio Nagual hubiese hecho.
Después trajo dos recipientes redondos, del tamaño de una bañera para bebé, llenos hasta la mitad de agua caliente y echó en ellos unas hojas verdes, tras deshacerlas por completo entre los dedos. Me indicó en tono autoritario que me lavara en uno de los cubos, en tanto ella hacía lo propio en el otro. El agua estaba casi perfumada. Producía cierto cosquilleo. Experimenté una sensación ligeramente semejante a la que produce el mentol en la cara y los brazos.
Regresamos a la habitación. Puso mis bártulos de escritura, que yo había dejado sobre su cama, encima de una de las cómodas. Las ventanas estaban abiertas y aún había luz. Debían ser cerca de las siete.
Doña Soledad se echó boca arriba. Me sonreía. Pensé que era la imagen de la calidez. Pero al mismo tiempo, y a pesar de su sonrisa, sus ojos comunicaban una fuerza inexorable e inflexible.
Le pregunté cuánto tiempo había pasado junto a don Juan como mujer o como aprendiz. Se burló de mi cautela al calificarla. Me respondió que siete años. Me recordó luego que hacía cinco que yo no la veía. Hasta entonces, estaba seguro de haberla visto dos años atrás. Traté de recordar nuestro último encuentro, pero no lo logré.
Me dijo que me echara cerca de ella. Me arrodillé sobre la cama, a su lado. En voz suave me preguntó si tenía miedo. Le dije que no, lo cual era cierto. Allí en su habitación, en ese momento, me enfrentaba con una de mis viejas reacciones, que se había manifestado incontables veces: una mezcla de curiosidad e indiferencia suicida.
Casi en un susurro, declaró que debía ser impecable conmigo y añadió que nuestro encuentro era crucial para ambos. Afirmó que el Nagual le había dado órdenes precisas y detalladas respecto de lo que tenía que hacer. Al oírla hablar, no pude evitar reír ante los tremendos esfuerzos que hacía por imitar a don Juan.
Escuchaba cada una de sus frases y estaba en condiciones de predecir cuál iba a ser la siguiente.
De pronto, se sentó. Su rostro estaba a pocos centímetros del mío. Podía ver sus blancos dientes, brillantes en la penumbra de la habitación. Me rodeó con los brazos y me atrajo hacia sí hasta tenerme encima suyo.
Tenía la mente muy clara, y sin embargo algo me arrastraba, más y más profundamente, al fondo de una suerte de ciénaga. Me experimentaba a mí mismo de una manera que no lograba concebir. Súbitamente comprendí que, de algún modo, hasta ese momento había estado sintiendo sus sentimientos. Ella era lo sorprendente. Me había hipnotizado con palabras. Era una mujer vieja y fría. Y sus intenciones nada tenían que ver con la juventud ni con el vigor, a pesar de su fuerza y su vitalidad. Supe entonces que don Juan no le había vuelto la cabeza en la misma dirección que la mía. No obstante, ello hubiese sonado ridículo en cualquier otro contexto; de todos modos, en ese momento lo consideré una intuición válida. Una sensación de alarma recorrió mi cuerpo. Quise salir de su cama. Pero parecía haber allí una fuerza extraordinaria que me retenía, privándome de toda posibilidad de movimiento. Estaba paralizado.
Debió de haber percibido mi impresión. De modo absolutamente imprevisto, se quitó el lazo que le sujetaba el pelo y, con un rápido movimiento, lo puso en torno de mi cuello. Sentí la presión del lazo en la piel, pero, por alguna razón, no creí que fuese real.
Don Juan siempre había insistido en que nuestro peor enemigo era la incapacidad para aceptar la realidad de aquello que nos ocurre. En ese momento, doña Soledad me rodeaba la garganta con una suerte de nudo corredizo; entendí su intención. Pero a pesar de haberlo comprendido intelectualmente, mi cuerpo no reaccionó. Permanecía laxo, casi indiferente, ante lo que, según todos los indicios, era mi muerte.
Tuve conciencia del exceso de presión que ejercían sus brazos y hombros sobre el lazo al intentar ajustarlo alrededor de mi cuello. Me estaba estrangulando con gran fuerza y habilidad. Empecé a boquear. En sus ojos había un destello de locura. Fue en ese instante que me di cuenta de que pretendía matarme.
Don Juan había dicho que, cuando por fin uno entiende qué ocurre, suele ser demasiado tarde para retroceder. Afirmaba que siempre es el intelecto lo que nos embauca; recibe el mensaje en primer término, pero en vez de darle crédito y obrar en consecuencia, pierde el tiempo en discutirlo.
Entonces oí, o tal vez intuí, un chasquido en la base del cuello, exactamente detrás de la tráquea. Comprendí que me había quebrado el pescuezo. Sentí un zumbido en los ojos y luego un hormigueo. Mi audición era extraordinariamente clara. Tenía la seguridad de estar muriendo. Me repugnaba mi propia incapacidad para hacer nada en mi defensa. No podía siquiera mover un músculo para darle un puntapié. Ya no me era posible respirar. Todo mi cuerpo vibró, y en un instante estuve en pie y me vi libre, libre del apretón mortal. Miré la cama. Todo contribuía a hacerme pensar que estaba contemplando la escena desde el techo. Vi mi propio cuerpo, inmóvil y lánguido, encima del suyo. Vi el horror en sus ojos. Deseé permitirle que soltase el lazo. Tuve un acceso de ira por haber sido tan estúpido y le propiné un sonoro puñetazo en la frente. Chilló y se cogió la cabeza y perdió el conocimiento, pero antes de que ello sucediese tuve una fugaz vislumbre de un cuadro fantasmagórico. Vi a doña Soledad despedida de la cama por la fuerza de mi golpe. La vi correr hasta la pared y acurrucarse junto a ella como un chiquillo asustado.