»Estabas a punto de irte, de manera que me vi obligada a detenerte. El Nagual me había enseñado a tirar las manos para cogerte. Traté de hacerlo, pero me faltó poder. Mi piso estaba atemorizado. Tus ojos habían paralizado sus líneas. Nadie había puesto jamás sus ojos sobre él. Así, mi tentativa de cogerte por el cuello falló. Te libraste de mis garras antes de que me fuera posible hacer presión. Entonces me di cuenta de que te me estabas escapando e intenté un ataque final. Me valí de aquello que el Nagual dijo que era clave si se te quería afectar: el terror. Te alarmé con mis chillidos, y ello me dio el poder necesario para dominarte. Creí tenerte, pero mi estúpido perro se puso nervioso. Es idiota, y me hizo caer cuando ya estaba a punto de someterte a mi hechizo. Ahora que lo pienso, tal vez mi perro no sea tan estúpido. Quizás haya percibido a tu doble y cargado contra él, pero en cambio me derribó a mí.
– Usted dijo que el perro no era suyo.
– Mentí. Era mi carta de triunfo. El Nagual me enseñó a tener siempre una carta de triunfo, una baza insospechada. De algún modo, sabía que podía llegar a necesitar de mi perro. Cuando te llevé a ver a mi amigo, se trataba en realidad de él; el coyote es el amigo de mis niñas. Quería que mi perro te oliera. Cuando corriste hacia la casa tuve que ser brutal con él. Le empujé al interior de tu coche haciéndolo aullar de dolor. Es demasiado grande y costó mucho hacerlo pasar por sobre el asiento. Entonces le ordené hacerte trizas. Sabía que si mi perro te mordía gravemente quedarías indefenso y podría terminar contigo sin dificultad. Volviste a escapar, pero no estabas en situación de salir de la casa. Entendí que debía ser paciente y aguardar la oscuridad. Luego el viento cambió de dirección y me convencí de que tendría éxito.
»El Nagual me había dicho que estaba seguro de que yo te gustaría como mujer. Era cuestión de esperar el momento oportuno. Agregó que te matarías tan pronto como comprendieses que yo te había estado robando el poder. Pero en el caso de que no lograse robártelo, o en el caso de que no te mataras, o si yo no quisiese conservarte vivo como prisionero, debía emplear mi lazo para estrangularte. Incluso me indicó dónde arrojar tu cadáver: un abismo sin fondo, una fractura en las montañas, no lejos de aquí, en que siempre desaparecen las cabras. Pero el Nagual nunca mencionó tu aspecto aterrador. Ya te he dicho que se suponía que uno de los dos iba a morir esta noche. No sabía que iba a ser yo. El Nagual me dejó con la impresión de que saldría triunfante. Fue muy cruel por su parte no decírmelo todo acerca de ti.
– Imagine mi situación, doña Soledad. Yo sabía aún menos que usted.
– No es lo mismo. El Nagual pasó años preparándome para esto. Yo conocía todos los detalles. Te tenía en el saco. El Nagual me señaló incluso las hojas que siempre debía tener, frescas y a mano, para paralizarte. Las puse en el agua de la tina aparentando que tenía por finalidad perfumarla. No advertiste que yo echaba otras en la tina en que me iba a lavar. Caíste en todas las trampas que te tendí. Y, sin embargo, tu lado aterrador terminó por salir vencedor.
– ¿A qué se refiere al hablar de mi lado aterrador?
– A aquel que me golpeó y que me matará esta noche. Tu horrendo doble, que apareció para terminar conmigo. Jamás lo olvidaré y si vivo, cosa que dudo, nunca volveré a ser la misma.
– ¿Se me parece?
– Eras tú, desde luego, pero no tenías el mismo aspecto que ahora. En realidad, no puedo decir a qué se parecía. Cuando trato de recordarlo, siento vértigo.
Le dije que ante el impacto de mi golpe la había visto fugazmente abandonar su cuerpo. Mi intención era la de sondearla con el relato. Me parecía que todo lo sucedido obedecía a una razón oculta: obligarnos a hurgar en fuentes habitualmente vedadas. En efecto, le había dado un tremendo golpe; le había causado un grave daño físico; sin embargo, era imposible que fuese yo quien lo hubiese hecho. Estaba seguro de haberle pegado con el puño izquierdo -la enorme hinchazón roja en su frente daba testimonio de ello-. Pero, sin embargo, no tenía en los nudillos marca alguna, ni experimentaba el menor dolor ni incomodidad. Un golpe de tal magnitud podía incluso haberme causado una fractura
Cuando escuchó mi descripción de cómo la había visto acurrucarse contra la pared, cayó en la más absoluta desesperación. La pregunté si había tenido algún atisbo de lo que yo había visto, la impresión de abandonar su cuerpo, o alguna fugaz visión de la habitación.
– Ahora sé que estoy condenada -dijo-. Muy pocos sobreviven al contacto con el doble. Si mi alma ha partido, no me será posible seguir con vida. Me iré debilitando cada vez más, hasta morir.
Había en sus ojos un brillo salvaje. Se puso de pie; parecía estar a punto de pegarme, pero, en cambio, se dejó caer en el asiento.
– Me has quitado el alma -dijo-. Has de tenerla en tu morral. ¿Pero por qué tuviste que decírmelo?
Le juré que no había tenido la menor intención de lastimarla, que había actuado como lo había hecho únicamente en defensa propia y que, por consiguiente, no abrigaba la menor malevolencia hacia ella.
– Si no tienes mi alma en el morral, la situación es aún peor -dijo-. Andará vagando sin rumbo. Entonces nunca la recuperaré.
Doña Soledad daba la impresión de haber perdido por entero las energías. Su voz se hizo más débil. Yo quería que se fuese a acostar. Se negó a abandonar la mesa,
– El Nagual me advirtió que si mi fracaso era completo, debía transmitir su mensaje -continuó-. Me pidió que te dijera que había sustituido tu cuerpo hacía mucho. Ahora tú eres él.
– ¿Qué quiso decir con eso?
– Es un brujo. Entró en tu viejo cuerpo y le devolvió su luminosidad. Ahora brillas como el propio Nagual. Ya no eres el hijo de tu padre. Eres el propio Nagual.
Doña Soledad se puso de pie. Estaba aturdida. Parecía querer decir algo, pero vocalizaba con dificultad. Anduvo hacia su habitación. La ayudé a llegar a la puerta; no quiso que entrara. Dejó caer la manta que la cubría y se tendió en la cama. Me pidió, con una voz muy suave, que fuese hasta una colina, a corta distancia de allí, y mirase si venía el viento. Agregó, como sin darle importancia, que debía llevar a su perro conmigo. Por alguna razón, su pedido me pareció sospechoso. Le informé que subiría al techo y miraría desde allí. Me volvió la espalda y dijo que lo menos que podía hacer por ella era llevar a su perro a la colina para que el animal atrajese al viento. Me enfadé mucho con ella. En la oscuridad, su habitación producía una misteriosa impresión. Fui a la cocina a buscar dos lámparas y las llevé allí. Al ver la luz chillé histéricamente. Yo también dejé escapar un grito, pero por una razón diferente. Cuando la habitación quedó iluminada vi el piso levantado y abarquillado, como un capullo, en torno a su cama. Mi percepción fue tan fugaz que en el instante que siguió hubiese jurado que la horrible escena había sido producto de las sombras proyectadas por las viseras protectoras de las lámparas. Lo fantasmagórico de la imagen me puso furioso. La sacudí, cogiéndola por los hombros. Lloró como un niño y prometió no tenderme más trampas. Coloqué las lámparas sobre una cómoda y se quedó dormida instantáneamente.
A media mañana, el viento había cambiado. Sentí entrar una violenta racha por la ventana Norte. Cerca del mediodía, doña Soledad volvió a salir. Se la veía un tanto insegura. Lo rojo de sus ojos había desaparecido y la hinchazón de la frente había disminuido; apenas si se veía una ligera marca.
Pensé que era hora de partir. Le dije que, si bien había tomado nota del mensaje de don Juan que me había transmitido, no me aclaraba nada.