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Fingí no darme cuenta de lo que estaba sucediendo, en la esperanza de alcanzar a descifrar todos sus mensajes.

Rosa expresó mediante una seña su deseo de pisotearme. Lidia respondió con la seña correspondiente a «no», imperativamente.

Según don Juan, Lidia era muy talentosa. Por lo que a él se refería, la consideraba más sensible y lista que Pablito, que Néstor y que yo mismo. A mí siempre me había resultado imposible trabar amistad con ella. Era reservada, y muy seca. Tenía unos ojos enormes, negros, astutos, con los que jamás miraba de frente a nadie, pómulos altos y una nariz proporcionada, ligeramente chata y ancha a la altura del caballete. La recordaba con los párpados enrojecidos, inflamados; recordaba también que todos se mofaban de ella por ese rasgo. Lo rojo de los párpados había desaparecido, pero ella seguía frotándose los ojos y pestañeando con frecuencia. Durante mis años de relación con don Juan y don Genaro, Lidia había sido la hermanita con la cual más me había encontrado; no obstante, nunca cambiamos probablemente más de una docena de palabras. Pablito la consideraba un ser harto peligroso. Yo siempre la había tomado por una persona muy tímida.

Rosa, por su parte, era bulliciosa. Yo creía que era la más joven. Sus ojos eran francos y brillantes. No era taimada, aunque tuviese muy mal genio. Era con ella con quien más había conversado. Era cordial, descarada y muy graciosa.

– ¿Dónde están las otras? -pregunté a Rosa. ¿No van a salir?

– Pronto saldrán -respondió Lidia.

Era fácil deducir de sus expresiones que estaban lejos de experimentar simpatía por mí. A juzgar por sus mensajes en clave, eran tan peligrosas como doña Soledad, y, sin embargo, sentado allí contemplándolas, me parecían increíblemente hermosas. Abrigaba hacia ellas los más cálidos sentimientos. A decir verdad, cuanto más me miraban a los ojos, más intensidad cobraban esos sentimientos. En cierto momento, experimenté franca pasión. Eran tan fascinantes que hubiese sido capaz de pasar horas allí, limitándome a mirarlas, sin embargo un resto de sensatez me impelió a ponerme de pie. No estaba dispuesto a proceder con la misma torpeza de la noche anterior. Decidí que la mejor defensa consistía en poner las cartas sobre la mesa. En tono firme, les dije que don Juan me había sometido a una suerte de prueba, valiéndose para ello de doña Soledad, o viceversa. Lo más probable era que las hubiese puesto a ellas en situación similar, y estuviésemos a punto de lanzarnos a algún enfrentamiento, de cualquier clase que éste fuese, del que alguno de nosotros podía salir perjudicado. Apelé a su sentido guerrero. Si eran las verdaderas herederas de don Juan, debían ser impecables conmigo, revelando sus designios, y no comportarse como seres humanos ordinarios, codiciosos.

Volviéndome hacia Rosa, le pregunté por qué deseaba pisotearme. Quedó desconcertada un instante, y luego se enfadó. Sus ojos fulguraban de ira; tenía la pequeña boca contraída.

Lidia, de modo muy coherente, me dijo que no tenía nada que temer de ellas, y que Rosa estaba molesta conmigo porque había lastimado a doña Soledad. Sus sentimientos obedecían únicamente a una reacción personal.

Dije entonces que era hora de irme. Me puse de pie. Lidia hizo un gesto para detenerme. Se la veía asustada, o muy inquieta. Comenzaba a protestar, cuando un ruido proveniente de fuera de la puerta me distrajo. Las dos muchachas se pusieron a mi lado de un salto. Algo pesado se apoyaba o hacía presión contra la puerta. Advertí entonces que las niñas la habían asegurado con una barra de hierro. Experimenté cierto disgusto. Todo iba a repetirse y me sentía harto del asunto.

Las muchachas se miraron, luego me miraron y por último volvieron a mirarse.

Oí el quejido y la respiración pesada de un animal de gran tamaño fuera de la casa. Debía ser el perro. Llegado a ese punto, el agotamiento me cegó. Me precipité hacia la puerta, y, tras quitar la pesada barra de hierro, la entreabrí. Lidia se arrojó contra ella, volviendo a cerrarla.

– El Nagual tenía razón -dijo, sin aliento-. Piensas y piensas. Eres más estúpido de lo que yo creía.

A tirones, me hizo regresar a la mesa. Ensayé mentalmente el mejor modo de decirles de una vez por todas que ya había tenido suficiente. Rosa se sentó a mi lado, en contacto conmigo; sentía su pierna mientras la frotaba nerviosamente contra la mía. Lidia estaba de pie frente a mí, mirándome con fijeza. Sus ardientes ojos negros parecían decir algo que yo no alcanzaba a comprender.

Empecé a hablar, pero no terminé. Súbitamente, tuve conciencia de algo más profundo. Mi cuerpo percibía una luz verdosa, una fluorescencia en el exterior de la casa. No oía ni veía nada. Simplemente, era consciente de la luz, como si de pronto me hubiese quedado dormido y mis pensamientos se convirtieran en imágenes y éstas, a su vez, se superpusieran al mundo de mi vida diaria. La luz se movía a gran velocidad. Lo percibía con el estómago. La seguí, o, mejor dicho, concentré mi atención en ella durante un instante, mientras se desplazaba. De mi esfuerzo de atención sobre la luz resultó una gran claridad mental. Supe entonces que en esa casa, en presencia de esa gente, era tan errado como peligroso comportarse como un espectador inocente.

– ¿No tienes miedo? -preguntó Rosa, señalando la puerta.

Su voz quebró mi concentración.

Admití que, fuese lo que fuese aquello, me aterrorizaba en extremo, incluso me parecía posible morir de miedo. Quería decir más, pero, en ese preciso momento, una oleada de ira me indujo a ir a ver y hablar con doña Soledad. No confiaba en ella. Me dirigí sin vacilar a su habitación. No estaba allí. Empecé a llamarla, rugiendo su nombre. La casa contaba con una habitación más. Empujé la puerta entreabierta y me precipité dentro.

No había nadie. Mi cólera aumentaba en la misma medida en que lo hacía mi terror.

Traspuse la puerta trasera y rodeé la casa hacia el frente. No se veía siquiera al perro. Golpeé la puerta con furia. Fue Lidia quien la abrió. Entré. Le aullé, reclamándole que me informase dónde estaban los demás. Bajó los ojos, sin responder. Quiso cerrar la puerta, pero se lo impedí. Marchó apresuradamente hacia la otra habitación.

Me senté a la mesa nuevamente. Rosa no se había movido. Daba la impresión de hallarse paralizada en su sitio.

– Somos lo mismo -dijo inesperadamente-. El Nagual nos lo dijo.

– Dime, pues, qué era lo que rondaba la casa -exigí.

– El aliado -respondió.

– ¿Dónde está ahora?

– Sigue aquí. No se irá. Cuando te encuentre debilitado, te hará pedazos. Pero no somos nosotras quienes podemos decirte nada.

– Entonces, ¿quién puede decírmelo?

– ¡ La Gorda! -exclamó Rosa, abriendo los ojos desmesuradamente-. Ella es la indicada. Ella lo sabe todo.

Rosa me pidió que cerrara la puerta, para sentirse en lugar seguro. Sin esperar respuesta, fue hasta ella recorriendo la distancia necesaria paso a paso, y dio un portazo.

– No podemos hacer nada, salvo esperar que todos estén aquí -dijo.

Lidia volvió de la habitación con un paquete, un objeto envuelto en un trozo de tela de un amarillo subido. Se la veía muy serena. Noté que su talante era más autoritario. De algún modo, nos lo hizo compartir, a Rosa y a mí.

– ¿Sabes qué tengo aquí? -me preguntó.

Yo no tenía la más vaga idea. Comenzó a desenvolverlo con deliberación, tomándose su tiempo. En un momento dado se detuvo y me miró. Dio la impresión de vacilar y sonrió como si la timidez le impidiera mostrar lo que había en el envoltorio.

– El Nagual dejó este paquete para ti -murmuró-, pero creo que sería mejor esperar a la Gorda.