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Insistí en que lo deshiciera. Me dedicó una mirada feroz y se retiró de la habitación sin una sola palabra más.

Me divertía el juego de Lidia. Había actuado totalmente de acuerdo con las enseñanzas de don Juan. Me había demostrado el mejor modo de sacar partido de una situación de equilibrio. Al traerme el paquete y fingir que lo iba a abrir, tras revelar que don Juan lo había dejado para mí, había creado un verdadero misterio, casi insoportable. Sabía que me tenía que quedar si quería averiguar cuál era el contenido del paquete. Pensé en buen número de cosas que me parecía probable que albergase. Tal vez fuese la pipa empleada por don Juan al manipular hongos psicotrópicos. Había dado a entender en una oportunidad que la pipa debía serme entregada para que estuviese a buen recaudo. O tal vez fuera su cuchillo, o su morral de piel, o incluso sus objetos de poder de brujo. Por otra parte, bien podía tratarse simplemente de una estratagema de Lidia. Don Juan era demasiado sofisticado, demasiado inclinado a lo abstracto, para dejar reliquias.

Dije a Rosa que me encontraba mortalmente cansado y debilitado por la falta de comida. Mi idea era ir a la ciudad, descansar un par de días y regresar a ver a Pablito y a Néstor. Le informé que entonces me sería posible conocer a las otras dos niñas.

Volvió Lidia y Rosa le comunicó mi intención de partir.

– El Nagual nos ordenó atenderte como si tú fueses él mismo -dijo Lidia-. Todos nosotros somos el propio Nagual, pero tú eres algo más, por alguna razón que nadie entiende.

Ambas me hablaban simultáneamente, dándome garantías de que nadie iba a intentar en mi contra nada semejante a lo que había ensayado doña Soledad. En los ojos de ambas había una mirada tan intensamente honesta que mi cuerpo se vio abrumado. Les creí.

– Debes quedarte hasta que venga la Gorda -dijo Lidia.

– El Nagual dijo que debías dormir en su propia cama -agregó Rosa.

Comencé a pasearme por el lugar, angustiado por un gran dilema. Por una parte, quería quedarme y descansar; me sentía físicamente cómodo y satisfecho en su presencia, cosa que no me había ocurrido el día anterior con doña Soledad. Por otra parte, el aspecto razonante de mi ser, seguía sin relajarse. En ese nivel, continuaba tan atemorizado como siempre. Había habido momentos de ciega desesperación y había actuado con audacia. Pero, una vez que mis acciones perdieron su ímpetu, me había sentido tan vulnerable como de costumbre.

Me hundí en un intenso análisis de mi alma durante mi marcha casi frenética del lugar. Las dos muchachas se mantenían quietas, contemplándome con ansiedad. Entonces, súbitamente, se hizo la luz sobre el enigma; supe que había algo en mi interior que no hacía más que fingir miedo. Me había acostumbrado a reaccionar así en presencia de don Juan. A lo largo de los años que duró nuestra relación, había descargado sobre él todo el peso de mi necesidad de alivios convenientes para mi temor. El depender de él me había proporcionado consuelo y seguridad. Pero ya no era posible sostenerse por ese medio. Don Juan se había ido. Sus aprendices carecían de su paciencia, o de su refinamiento, o de capacidad para dar órdenes precisas. Frente a ellas, mi necesidad de consuelo era absolutamente absurda.

Las niñas me llevaron a la otra habitación. La ventana estaba orientada al Sudeste, al igual que el lecho, una estera espesa, casi tanto como un colchón. Un voluminoso tallo de maguey, de unos sesenta centímetros, labrado hasta dejar al descubierto la porción porosa de su tejido, hacía las veces de almohada o cojín. En su parte central había un leve declive. La superficie era sumamente suave. Daba la impresión de haber sido trabajada a mano. Probé el lecho y la almohada. La comodidad y la satisfacción física que experimenté fueron desacostumbrados. Al yacer en la cama de don Juan me sentí seguro y pleno. Una calma incomparable se extendió por mi cuerpo. Sólo una vez antes, había vivido algo semejante: al improvisar don Juan un lecho para mí, en la cumbre de una montaña en el desierto septentrional de México. Me dormí.

Desperté al atardecer. Lidia y Rosa estaban casi encima de mí, profundamente dormidas. Permanecí inmóvil durante uno o dos segundos, y en ese momento ambas despertaron a un tiempo.

Lidia bostezó y dijo que había tenido que dormir cerca de mí para protegerme y hacerme descansar. Estaba famélico. Lidia envió a Rosa a la cocina a prepararnos algo de comer. En el ínterin, encendió todas las lámparas de la casa. Cuando la comida estuvo hecha, nos sentamos a la mesa. Me sentía como si las hubiese conocido o hubiese pasado junto a ellas toda mi vida. Comimos en silencio.

Cuando Rosa quitaba la mesa, pregunté a Lidia si todos dormían en el lecho del Nagual; era la única cama de la casa, aparte de la de doña Soledad. Lidia declaró, en tono flemático, que ellas se habían ido de la casa hacía años, a un lugar propio, cerca de allí, y que Pablito se había mudado en la misma época y vivía con Néstor y Benigno.

– Pero, ¿qué sucedió con ustedes? Creía que se hallaban juntos -dije.

– Ya no -replicó Lidia-. Desde que el Nagual se fue hemos tenido tareas separadas. El Nagual nos unió y el Nagual nos apartó.

– ¿Y dónde está el Nagual ahora? -pregunté con el tono de mayor indiferencia que me fue posible fingir.

Ambas me miraron; luego se miraron entre sí.

– Oh, no lo sabemos -dijo Lidia-. Él y Genaro se han ido.

Aparentemente, decían la verdad, pero insistí una vez más en que me contasen lo que sabían.

– En realidad no sabemos nada -me espetó Lidia evidentemente nerviosa por mis inquisiciones-. Se fueron a otra parte. Eso se lo debes preguntar a la Gorda. Ella tiene algo que decirte. Supo ayer que habías venido y corrimos durante toda la noche para llegar. Temíamos que hubieses muerto. El Nagual nos dijo que tú eras la única persona a la que debíamos ayudar y creer. Dijo que eras él mismo.

Se cubrió el rostro y sofocó una risilla; luego, como si se le acabase de ocurrir, agregó:

– Pero es difícil de creer.

– No te conocemos -dijo Rosa-. Ese es el problema. Las cuatro sentimos lo mismo. Temimos que estuvieses muerto, pero luego, cuando te vimos, nos enfadamos contigo hasta la locura porque no lo estabas. Soledad es como nuestra madre; tal vez algo más.

Cambiaron miradas de inteligencia. Lo interpreté de inmediato como señal de dificultades. No se traían nada bueno. Lidia advirtió mi súbito recelo, que se debía leer fácilmente en mi rostro. Reaccionó haciendo una serie de aseveraciones acerca de su deseo de ayudarme. A decir verdad, no tenía razón alguna para dudar de su sinceridad. Si hubiesen pretendido hacerme daño, lo habrían hecho mientras dormía. Sus palabras sonaban tan veraces que me sentí mezquino. Decidí entregarles los regalos que les había traído. Les dije que se trataba de chucherías sin importancia, que estaban en los paquetes y podían escoger las que les gustasen. Lidia dijo que le parecía preferible que yo mismo distribuyese los obsequios. En un tono muy amable agregó que se sentirían muy agradecidas si curase a doña Soledad.

– ¿Qué crees que debo hacer para curarla? -le pregunté, tras un largo silencio.

– Usa a tu doble -dijo, en un tono desprovisto de emoción.

Repasé minuciosamente los hechos: doña Soledad había estado a punto de asesinarme, y yo había sobrevivido merced a un algo en mí, que no se correspondía con mis capacidades ni con mi conocimiento. Por lo que yo sabía, esa cosa indefinida que le había dado un golpe era real, aunque inalcanzable. Por decirlo en breves palabras, me resultaba tan probable ayudar a doña Soledad como ir andando hasta la Luna.

Me observaba atentamente, y permanecían inmóviles, pero agitadas.

– ¿Dónde se encuentra ahora doña Soledad? -pregunté a Lidia.

– Está con la Gorda -dijo, con aire sombrío-. La Gorda se la llevó y está tratando de curarla, pero en realidad no sabemos dónde se hallan. Esa es la verdad.

– ¿Y dónde se encuentra Josefina?

– Fue a buscar al Testigo. Es el único capaz de curar a Soledad. Rosa piensa que tú sabes más que el Testigo, pero, puesto que estás enfadado con Soledad, deseas su muerte. No te culpamos por ello.