– ¡Dios mío! ¡Qué sorpresa! -exclamó.
– ¿Doña Soledad? -pregunté, incrédulo.
– ¿No me reconoces? -replicó, riendo.
Hice algunos comentarios estúpidos acerca de su sorprendente agilidad.
– ¿Por qué siempre me tomas por una anciana indefensa? -preguntó, mirándome con cierto aire de desafío burlón.
Me reprochó abiertamente el hecho de haberla apodado «Señora Pirámide». Recordé que en cierta oportunidad había comentado a Néstor que sus formas me recordaban las de una pirámide. Tenía un ancho y macizo trasero y una cabeza pequeña y en punta. Los largos vestidos que solía usar contribuían al efecto.
– Mírame -dijo. ¿Sigo teniendo el aspecto de una pirámide?
Sonreía, pero sus ojos me hacían sentir incómodo. Intenté defenderme mediante una broma, pero me interrumpió y me interrogó hasta obligarme a admitir que yo era el responsable del mote. Le aseguré que lo había hecho sin ninguna mala intención y que, de todos modos, en ese momento se la veía tan delgada que sus formas podían recordarlo todo menos una pirámide.
– ¿Qué le ocurrió, doña Soledad? -pregunté-. Está transformada.
– Tú lo dijiste -se apresuró a responder-. ¡He sido transformada!
Yo lo había dicho en sentido figurado. No obstante, tras un examen más detallado, me vi en la necesidad de admitir que no había lugar para la metáfora. Francamente, era otra persona. De pronto, me vino a la boca un sabor metálico, seco. Tenía miedo.
Puso los brazos en jarras y se quedó allí parada, con las piernas ligeramente separadas, enfrentándome. Llevaba una falda fruncida verdosa y una blusa blanquecina. La falda era más corta que aquellas qué solía usar. No veía su cabello; lo llevaba ceñido por una cinta ancha, una tela dispuesta a modo de turbante. Estaba descalza y golpeaba rítmicamente el suelo con sus grandes pies, mientras sonreía con el candor de una jovencita. Nunca había visto a nadie que irradiase tanta energía. Advertí un extraño destello en sus ojos, un destello turbador pero no aterrador. Pensé que era posible que nunca hubiese observado su aspecto cuidadosamente. Entre otras cosas, me sentía culpable por haber dejado de lado a mucha gente durante los años pasados junto a don Juan. La fuerza de su personalidad había logrado que todo el mundo me pareciese pálido y sin importancia.
Le dije que nunca había supuesto que pudiese ser dueña de tan estupenda vitalidad, que mi indiferencia no me había permitido conocerla en profundidad y que era indudable que debía replantearme el conjunto de mis relaciones con la gente.
Se me acercó. Sonrió y puso su mano derecha en la parte posterior de mi brazo izquierdo, dándome un ligero apretón.
– De eso no hay duda -susurró a mi oído.
Su sonrisa se heló y sus ojos se pusieron vidriosos. Estábamos tan cerca que sentía sus pechos rozar mi hombro izquierdo. Mi incomodidad aumentaba a medida que hacía esfuerzos por convencerme de que no había razón alguna para alarmarme. Me repetía una y otra vez que realmente nunca había conocido a la madre de Pablito, y que, a pesar de lo extraño de su conducta, lo más probable era que estuviese actuando según los dictados de su personalidad normal. Pero una parte de mi ser, atemorizada, sabía que ninguno de esos pensamientos servía para otra cosa que no fuese darme fuerzas, que carecían de fundamento, porque, más allá de la poca o mucha atención que hubiese prestado a su persona, no sólo la recordaba muy bien, sino que la había conocido muy bien. Representaba para mí el arquetipo de una madre; la suponía cerca de los sesenta años, o algo más. Sus débiles músculos arrastraban con extrema dificultad su voluminoso físico. Su cabello estaba lleno de hebras grises. Era, en mi recuerdo, una triste, sombría mujer, con rasgos delicados y nobles, una madre abnegada y sufriente, siempre en la cocina, siempre cansada. También recordaba su amabilidad y su generosidad, y su timidez, una timidez, que la llevaba incluso a adoptar una actitud servil con todo aquel que hallase a su alrededor. Tal era la imagen que tenía de ella, reforzada por años de encuentros casuales. Ese día, había algo terriblemente diferente. La mujer que tenía frente a mí no se correspondía en lo más mínimo con mi concepción de la madre de Pablito, y, no obstante, se trataba de la misma persona, más delgada y más fuerte, veinte años menor, a juzgar por su aspecto, que la última vez que la había visto. Sentí un escalofrío.
Dio un par de pasos delante de mí y me miró de frente.
– Déjame verte -dije. El Nagual nos dijo que eras un demonio.
Recordé entonces que ninguno de ellos -Pablito, su madre, sus hermanas y Néstor- gustaba de pronunciar el nombre de don Juan, y le llamaban «el Nagual», término que yo también había adoptado para las conversaciones que sosteníamos.
Osadamente, puso las manos sobre mis hombros, cosa que jamás había hecho. Mi cuerpo se puso tenso. En realidad, no sabía qué decir. Sobrevino una larga pausa, que me permitió considerar mis posibilidades. Tanto su aspecto como su conducta me habían aterrado a tal punto que había olvidado preguntarle por Pablito y Néstor.
– Dígame, ¿dónde está Pablito? -le pregunté, experimentando un súbito recelo.
– Oh, se ha ido a las montañas -me replicó con tono evasivo, a la vez que se apartaba de mí.
– ¿Y Néstor?
Desvió la mirada, tratando de aparentar indiferencia.
– Están juntos en las montañas -dijo en el mismo tono.
Me sentí aliviado y le dije que había sabido, sin la menor sombra de duda, que se encontraban bien.
Me miró y sonrió. Hizo presa en mí una oleada de felicidad y entusiasmo y la abracé. Audazmente, respondió a mi gesto y me retuvo junto a sí; la actitud me resultó tan sorprendente que quedé sin respiración. Su cuerpo estaba rígido. Percibí una fuerza extraordinaria en ella. Mi corazón comenzó a latir a toda velocidad. Traté de apartarla con gentileza y le pregunté si Néstor seguía viendo a don Genaro y a don Juan. En el curso de nuestra reunión de despedida, don Juan había manifestado ciertas dudas acerca de la posibilidad de que Néstor estuviese en condiciones de finalizar su aprendizaje.
– Genaro se ha ido para siempre -dijo, separándose de mí.
Jugueteaba, nerviosa, con el dobladillo de la blusa.
– ¿Y don Juan?
– El Nagual también se ha ido -respondió, frunciendo los labios.
– ¿A dónde fueron?
– ¿Quieres decir que no lo sabes?
Le dije que ambos me habían despedido hacía dos años, y que todo lo que sabía era que por entonces estaban vivos. A decir verdad, no me había atrevido a especular acerca del lugar al que habían ido. Nunca me habían hablado de su paradero, y yo había llegado a aceptar el hecho de que, si deseaban desaparecer de mi vida, todo lo que tenían que hacer era negarse a verme.
– No están por aquí, eso es seguro -dijo, frunciendo el ceño-. Y no están en camino de regreso, eso también es seguro.
Su voz transmitía una extrema indiferencia. Empezaba a fastidiarme. Quería irme.
– Pero tú estás aquí -dijo, trocando el ceño en una sonrisa-. Debes esperar a Pablito y a Néstor. Han de estar muriéndose por verte.
Aferró mi brazo firmemente y me apartó del coche. Considerando su talante de otrora, su osadía resultaba asombrosa.
– Pero primero, permíteme presentarte a mi amigo -mientras lo decía me arrastraba hacia uno de los lados de la casa.
Se trataba de una zona cercada, semejante a un pequeño corral. Había en él un enorme perro. Lo primero en llamar mi atención fue su piel, saludable, lustrosa, de un marrón amarillento. No parecía ser un perro peligroso. No estaba encadenado y la valla no era lo bastante alta para impedirle salir. Permaneció impasible cuando nos acercamos a él, sin siquiera menear la cola.