Выбрать главу

Mis consideraciones me llevaron a olvidar a Lidia. Se había arrodillado en el suelo, cara a mí. Tomé conciencia de que sus enormes ojos me escrutaban desde una distancia de pocos centímetros. Automáticamente, volví a cogerle la mano y fuimos a la habitación de doña Soledad. Al llegar a la puerta, percibí que su cuerpo se ponía rígido. Tuve que empujarla. Estaba a punto de trasponer el umbral, cuando distinguí la masa voluminosa, oscura, de un cuerpo humano agazapado contra el muro opuesto al de la entrada. La visión era tan inesperada que sofoqué un grito y solté la mano de Lidia. Era doña Soledad. Tenía la cabeza apoyada en la pared. Me volví hacia Lidia. Había retrocedido un par de pasos. Quise susurrar que doña Soledad había regresado, pero de mí no brotó sonido alguno, a pesar de estar seguro de haber pronunciado correctamente las palabras. Hubiese intentado hablar de nuevo, de no haberse impuesto la necesidad que sentía de actuar. Era como si las palabras reclamasen mucho tiempo y yo tuviera muy poco. Entré a la habitación y me aproximé a doña Soledad. Daba la impresión de estar padeciendo un gran dolor. Me puse en cuclillas a su lado y, antes de preguntarle nada, alcé su rostro para mirarla. Vi algo en su frente; parecía ser el emplasto de hojas que ella misma se había preparado. Era oscuro, viscoso al tacto. Precisaba compulsivamente arrancarlo. Con gesto enérgico sujeté su cabeza, la incliné hacia atrás y se lo quité de un tirón. Fue como despegar un trozo de goma. No se movió ni se quejó de dolor alguno. Bajo el emplasto había una mancha de color verde amarillento. Se movía, como si estuviese viva o empapada de energía. La contemplé un rato, incapaz de hacer nada. La apreté con el dedo y se pegó a él como si fuese cola. No fui presa del pánico, como hubiese ocurrido de ordinario; es más: me agradaba esa sustancia. Hurgué en ella con las puntas de los dedos y terminó por desprenderse completamente de su frente. Me puse de pie. La materia pegajosa estaba tibia. Mantuvo sus características de pasta glutinosa por un instante y luego se secó entre mis dedos y sobre la palma de mi mano. Me conmovió una nueva y súbita oleada de comprensión y corrí hacia la habitación de don Juan. Aferré el brazo de Rosa y saqué de su mano la misma sustancia fluorescente, verde amarillenta, que había sacado de la frente de doña Soledad.

El corazón me latía con tal violencia que a duras penas podía mantenerme en pie. Quería echarme, pero algo en mi interior me empujó hacia la ventana y me impulsó a ponerme a saltar en el lugar.

No alcanzo a recordar cuánto tiempo pasé allí saltando. En un momento dado, sentí que alguien me secaba el cuello y los hombros. Tomé conciencia de que me encontraba prácticamente desnudo, transpirando con profusión. Lidia me había echado un paño sobre los hombros, y en ese momento enjugaba el sudor de mi rostro. Mis procesos mentales normales se restablecieron de inmediato. Recorrí la habitación con la vista. Rosa se hallaba profundamente dormida. Fui corriendo a la habitación de doña Soledad. Esperaba verla también dormida, pero allí no había nadie. Lidia me había seguido. Le pregunté qué había sucedido. Fue a toda prisa a despertar a Rosa, mientras yo me vestía. Rosa no quería despertar. Lidia le cogió la mano lastimada y se la estrujó. En un solo movimiento, casi se diría que de un salto, Rosa se puso de pie, totalmente despierta.

Empezaron a recorrer la casa, apresurándose a apagar todas las lámparas. Daban la impresión de estar aprontándose para partir. Iba a preguntarles a qué obedecía tanta prisa, cuando tomé conciencia de que yo mismo me había vestido con suma rapidez. Todos nos precipitábamos. Es más: ellas parecían estar esperando órdenes mías.

Salimos corriendo de la casa, llevando con nosotros todos los paquetes de los regalos. Lidia me había recomendado que no dejase ninguno; aún no los había distribuido y por lo tanto seguían perteneciéndome. Los arrojé en el asiento trasero del automóvil, mientras las dos muchachas se instalaban en el delantero. Puse el motor en marcha y fui retrocediendo lentamente, buscando el camino en la oscuridad.

Una vez en la carretera, me vi enfrentado a una cuestión espinosa. Ambas declararon al unísono que yo era el guía; sus actos dependían de mis decisiones. Yo era el Nagual. No podíamos huir de la casa y marchar sin rumbo. Debía guiarles. Pero lo cierto era que yo no tenía idea de a dónde ir ni qué hacer. Me volví hacia ellas. Los faros arrojaban cierta luz dentro del coche, y sus ojos la reflejaban como espejos. Recordé que con los ojos de don Juan sucedía lo mismo; parecían reflejar más luz que los de una persona corriente.

Comprendí que las dos muchachas eran conscientes de lo extremo de mi situación. Más que una broma destinada a disimular mi incapacidad, lo que hice fue poner francamente en sus manos la responsabilidad de una solución. Les dije que me faltaba práctica como Nagual y que les quedaría muy agradecido si me hacían el favor de hacerme una sugerencia o una insinuación respecto al lugar al que debíamos dirigirnos. Ello pareció disgustarlas conmigo. Hicieron chasquear la lengua y negaron con la cabeza. Repasé mentalmente varios probables cursos de acción, ninguno de los cuales era factible, como llevarlas al pueblo, o a la casa de Néstor, o incluso a Ciudad de México.

Detuve el coche. Iba en dirección al pueblo. Deseaba más que nada en el mundo tener una conversación sincera con las muchachas. Abrí la boca para comenzar, pero se apartaron de mí, se pusieron cara a cara y se echaron mutuamente los brazos al cuello. Eso parecía ser una indicación de que se habían encerrado en sí mismas y no iban a escucharme.

Mi frustración fue enorme. Lo que anhelaba en ese momento era la maestría de don Juan frente a cualquier situación que se presentara, su camaradería intelectual, su humor. En cambio, me hallaba en compañía de dos idiotas.

Percibí cierto abatimiento en el rostro de Lidia y puse fin a mi ataque de autoconmiseración. Por primera vez fui abiertamente consciente de que no había modo de superar nuestra mutua desilusión. Era evidente que ellas también estaban acostumbradas, aunque de una forma diferente, a la maestría de don Juan. Para ellas, el cambio del propio Nagual por mí debía de haber sido desastroso.

Permanecí inmóvil un buen rato, con el motor en marcha. De pronto, un estremecimiento, comenzado como un cosquilleo en mi coronilla, volvió a recorrer mi cuerpo; supe entonces lo que había sucedido poco antes, al entrar en la habitación de doña Soledad. Yo no la había visto en un sentido ordinario. Aquello que había tomado por doña Soledad acurrucada junto a la pared, era en realidad el recuerdo del instante, inmediatamente posterior a aquel en que la había golpeado, en el cual había abandonado su cuerpo. Comprendí también que al retirar aquella sustancia glutinosa, fosforescente, la había curado, y que se trataba de una forma de energía dejada en su cabeza y en la mano de Rosa por mis golpes.

Pasó por mi mente la imagen de un barranco singular. Me convencí de que doña Soledad y la Gorda estaban en él. Mi convicción no obedecía a una mera conjetura: se trataba de una verdad que no requería corroboración. La Gorda había llevado a doña Soledad al fondo de ese barranco, y en ese preciso instante estaba tratando de curarla. Deseaba decirle que era un error cuidarse de la hinchazón de la frente de doña Soledad, y que ya no tenían necesidad de permanecer allí.

Describí mi visión a las muchachas. Ambas me dijeron, tal como solía hacerlo don Juan, que no debía dejarme llevar por tales representaciones. En él, sin embargo, la reacción resultaba más congruente. Yo nunca había hecho realmente caso de sus críticas ni de su desdén; pero con ellas era diferente: no estaban al mismo nivel. Me sentí insultado.