– ¿Las cuatro se sienten de la misma manera?
– No somos cuatro. Somos una. Ese es nuestro destino. Debemos sostenernos unas a otras. Y tú eres lo mismo. Todos nosotros somos lo mismo. Incluso Soledad es lo mismo, aunque vaya en una dirección distinta.
– ¿Y Pablito, y Néstor, y Benigno, dónde encajan?
– No lo sabemos. No nos gustan. Especialmente Pablito. Es cobarde. No ha aceptado su destino y pretende huir de él. Es más: quiere renunciar a su condición de brujo y vivir una vida ordinaria. Eso sería estupendo para Soledad. Pero el Nagual nos ordenó ayudarle. No obstante, nos estamos cansando de hacerlo. Tal vez uno de estos días la Gorda lo quite de en medio para siempre.
– ¿Puede hacerlo?
– ¡Si puede hacerlo! Claro que puede. Ella tiene más del Nagual que ninguno de nosotros. Quizás incluso más que tú.
– ¿A qué se debe que el Nagual nunca me haya dicho que ustedes eran sus aprendices?
– A que estás vacío.
– Todo el mundo sabe que estás vacío. Está escrito en tu cuerpo.
– ¿En qué te basas para decir eso?
– Tienes un agujero en el medio.
– ¿En el medio de mi cuerpo? ¿Dónde?
Con suma delicadeza, tocó un lugar en el lado derecho de mi estómago. Trazó un círculo con el dedo, como si recorriese con él los bordes de un agujero invisible de diez o doce centímetros de ancho.
– ¿Tú también estás vacía, Lidia?
– ¿Bromeas? Estoy entera. ¿No lo ves?
Sus respuestas a mis preguntas estaban tomando un giro inesperado. No quería que mi ignorancia me pusiera a malas con ella. Asentí con la cabeza.
– ¿Qué es lo que te lleva a pensar que tengo allí un agujero que me hace estar vacío? -pregunté, tras considerar cuál sería el más inocente de los interrogantes que le podía plantear.
No respondió. Me volvió la espalda y se lamentó de que la luz de la lámpara le hiciese escocer los ojos. Insistí. Me enfrentó, desafiante.
– No quiero decirte nada más -dijo-. Eres estúpido. Ni siquiera Pablito es tan estúpido, y es el peor.
No quería meterme en otro callejón sin salida fingiendo saber de qué estaba hablando, así que volví a inquirir acerca de la causa de mi vacuidad. Traté de sonsacárselo, dándole amplias garantías de que don Juan nunca me había explicado la cuestión. Me había dicho una y otra vez que estaba vacío, y yo siempre lo había interpretado en el sentido en que un occidental puede interpretar una afirmación semejante. Pensaba que se refería a una carencia de poder de decisión, voluntad, finalidades y hasta inteligencia. Nunca había mencionado la existencia de un agujero en mi cuerpo.
– Tienes un agujero en el costado derecho -dijo con frialdad-. Un agujero hecho por una mujer al vaciarte.
– ¿Podrías decirme qué mujer ha sido?
– Sólo tú lo sabes. El Nagual decía que los hombres, en la mayoría de los casos, ignoran quién los ha vaciado. Las mujeres son más afortunadas; lo saben con certeza.
– Tus hermanas, ¿están vacías, como yo?
– No seas idiota. ¿Cómo podrían estar vacías?
– Doña Soledad me dijo que ella estaba vacía. ¿Presenta el mismo aspecto que yo?
– No. El agujero de su estómago era enorme. Abarcaba ambos costados, lo cual revela que la han vaciado un hombre y una mujer.
– ¿Qué hizo doña Soledad con un hombre y una mujer?
– Les entregó su integridad.
Vacilé un instante antes de formularle la siguiente pregunta. Quería valorar en su justa medida todas las consecuencias de su afirmación.
– La Gorda estaba aún peor que Soledad -prosiguió Lidia-. Dos mujeres la vaciaron. El agujero de su estómago era como una caverna. Pero ella lo ha cerrado. Ha vuelto a estar completa.
– Háblame de esas dos mujeres.
– No te puedo decir nada más -declaró en un tono sumamente imperativo-. Sólo la Gorda puede hablar de ello. Espera a que venga.
– ¿Por qué solamente la Gorda?
– Porque lo sabe todo.
– ¿Es la única que lo sabe todo?
– El Testigo sabe tanto como ella, o quizá más, pero él es el propio Genaro y eso hace que sea muy difícil atraparle. No lo queremos.
– ¿Por qué no lo quieren?
– Esos tres vagabundos son horrorosos. Están locos, como Genaro. Es que son Genaro. Pasan la vida combatiéndonos, porque temían al Nagual y ahora quieren desquitarse con nosotras. En todo caso eso es lo que dice la Gorda.
– ¿Y qué es lo que lleva a la Gorda a decir eso?
– El Nagual le dijo cosas que ella no comunicó a las demás. Ella ve. El Nagual dijo que tú también veías. Ni Josefina, ni Rosa, ni yo vemos. Y, sin embargo, los cinco somos lo mismo. Somos lo mismo.
La frase «somos lo mismo», que doña Soledad había empleado la noche anterior, originó un torrente de pensamientos y de temores. Dejé a un lado mi libreta. Miré a mi alrededor. Estaba en un mundo extraño, echado en un lecho extraño, en medio de dos mujeres a las que no conocía. No obstante, me sentía cómodo. Mi cuerpo experimentaba abandono e indiferencia. Confiaba en ellas.
– ¿Van a dormir aquí? -pregunté.
– ¿Dónde, si no?
– ¿Y la habitación de ustedes?
– No podemos dejarte solo. Sentimos lo mismo que tú; eres un extraño, pero estamos obligadas a ayudarte. La Gorda dijo que no importaba lo estúpido que fueras, que debíamos cuidar de ti. Dijo que debíamos dormir en la misma cama que tú, como si fueses el propio Nagual.
Lidia apagó la lámpara. Permanecí sentado con la espalda apoyada en la pared. Cerré los ojos para pensar y me quedé dormido instantáneamente.
A las ocho de la mañana, Lidia, Rosa y yo nos habíamos sentado en un sitio plano exactamente frente a la puerta de entrada, y ya llevábamos casi cuatro horas allí desde las ocho de la mañana. Yo había intentado trabar conversación con ellas, pero se negaban a hablar. Daban la impresión de encontrarse muy serenas, casi dormidas. No obstante, esa tendencia al abandono no era contagiosa. El estar allí sentado, en silencio forzoso, me había llevado a un estado de ánimo particular. La casa se alzaba en la cima de una pequeña colina; la puerta daba al Este. Desde el lugar en que me hallaba, alcanzaba a ver casi en su totalidad el estrecho valle que corría de Este a Oeste. No divisaba el pueblo, pero sí las zonas verdes de los campos cultivados en el fondo del valle. Al otro lado, en todas direcciones, se extendían gigantescas colinas, redondas y erosionadas. No había montañas altas en las proximidades del valle, sólo esas enormes colinas, cuya visión suscitaba en mí la más violenta sensación de opresión. Tuve la impresión de que las elevaciones que tenía delante estaban a punto de transportarme a otra época.
Lidia se dirigió a mí de pronto, y su voz interrumpió mi ensueño. Tironeó mi manga.
– Allí viene Josefina -dijo.
Miré al sinuoso sendero que llevaba del valle a la casa. Vi a una mujer que subía andando lentamente; se encontraba a una distancia aproximada de cincuenta metros. Advertí de inmediato la notable diferencia de edad entre Lidia y Rosa, y ella. Volví a mirarla. Nunca me hubiese imaginado que Josefina fuese tan vieja. A juzgar por su paso tardo y la postura de su cuerpo, se trataba de una cincuentona. Era delgada, vestía una falda larga y oscura y traía un fardo de leña cargado en sus espaldas. Llevaba algo atado a la cintura; tenía todas las trazas de ser un niño, sujeto a su cadera izquierda. Daba la impresión de estar dándole el pecho a la vez que caminaba. Su andar era casi tenue. A duras penas logró remontar la última cuesta antes de arribar a la casa. Cuando por fin la tuvimos frente a nosotros, a pocos metros, advertí que respiraba tan pesadamente que intenté ayudarla a sentarse. Hizo un gesto con el cual pareció indicar que estaba bien.
Oí a Rosa y a Lidia sofocar sendas risillas. No las miré, porque toda mi capacidad de atención había sido tomada por asalto. La mujer que tenía ante mí era la criatura más absolutamente repugnante y horrible que había visto en mi vida. Desató el fardo de leña y lo dejó caer al suelo con gran estrépito. Di un salto involuntariamente debido en parte al hecho de que estuvo a punto de caer sobre mi regazo, llevada por el peso de la madera.