Me miró por un instante y luego bajó los ojos, aparentemente turbada por su propia torpeza. Irguió la Es palda y suspiró con evidente alivio. Se veía que la cara había resultado excesiva para su viejo cuerpo.
Mientras estiraba los brazos, el pelo se le soltó en parte. Llevaba una sucia cinta amarrada a la frente. El cabello largo y grisáceo se veía mugriento y enmarañado. Alcancé a ver hebras blancas destacando contra el castaño oscuro del lazo. Me sonrió y esbozó un gesto de saludo con la cabeza. Aparentemente, le faltaban todos los dientes; su boca era un agujero negro. Se cubrió el rostro con la mano y rió. Se quitó las sandalias y entró a la casa, sin darme tiempo de articular palabra. Rosa la siguió.
Estaba pasmado. Doña Soledad había dado a entender que Josefina tenía la misma edad que Lidia y Rosa. Me volví hacia Lidia. Me estaba observando con mirada de miope.
– No tenía idea de que fuese tan vieja.
– Sí, es bastante mayor -dijo, sin darle importancia.
– ¿Tiene un niño? -pregunté.
– Sí, y lo lleva consigo a todas partes. Nunca lo deja con nosotras. Teme que vayamos a comérnoslo.
– ¿Es un varón?
– Sí.
– ¿Qué edad tiene?
– Lo tuvo hace un tiempo. Pero no sé su edad. Nosotras pensábamos que no debía tener un niño a sus años. Pero no nos hizo el menor caso.
– ¿De quién es el niño?
– De Josefina, desde luego.
– Quiero decir, ¿quién es el padre?
– El Nagual. ¿Quién si no?
Esta revelación me pareció muy extraña y anonadante.
– Supongo que todo es posible en el mundo del Nagual -dije.
Era más un pensamiento en voz alta que una frase para Lidia.
– ¡Desde luego! -dijo, y echó a reír.
Lo opresivo de aquellas colinas erosionadas se hacía insoportable. Había algo francamente aborrecible en aquella zona, y Josefina había sido el golpe de gracia. Además de tener un cuerpo feo, viejo y maloliente, y carecer de dientes, daba la impresión de padecer una suerte de parálisis facial. Los músculos del lado izquierdo de su cara estaban evidentemente afectados, condición que daba lugar a una distorsión del ojo y el lado izquierdo de la boca extraordinariamente desagradable. Mi depresión anímica se trocó en absoluta angustia. Durante un instante consideré la posibilidad, ya tan familiar, de correr hacia mi coche y marcharme.
Me lamenté ante Lidia, diciéndole que no me encontraba bien. Rió y aseguró que Josefina me había asustado.
– Surte ese efecto sobre la gente -dijo-. Todo el mundo la odia. Es más fea que una cucaracha.
– Recuerdo haberla visto una vez -dije-, pero era joven.
– Las cosas cambian -comentó Lidia, filosófica-, en un sentido o en otro. Mira a Soledad. Qué cambio, ¿eh? Y tú también has cambiado. Se te ve más sólido que en mis recuerdos. Te pareces cada vez más al Nagual.
Quise señalar que el cambio de Josefina era abominable, pero temí que mis palabras pudiesen llegar a sus oídos.
Miré las chatas colinas del otro lado del valle y sentí deseos de huir de ellas.
– El Nagual nos dio esta casa -dijo-, pero no es una casa para el descanso. Antes teníamos otra que era francamente hermosa. Este lugar embota. Esas montañas de allí arriba acaban por volverle a uno loco.
El descaro con que leía mis pensamientos me desconcertó. No supe qué decir.
– Somos indolentes por naturaleza -prosiguió-. No nos gusta esforzarnos. El Nagual lo sabía, así que debe haber supuesto que este sitio nos llevaría a subirnos por las paredes.
Se interrumpió bruscamente y dijo que quería algo de comer. Fuimos a la cocina, un área semicerrada, con sólo dos muros. Del lado abierto, a la derecha de la entrada, había un horno de barro; del opuesto, en el punto en que las dos paredes se unían, había un sitio amplio para comer, con una mesa y tres bancos. El piso estaba pavimentado con piedras del río pulidas. Un techo plano, situado a unos tres metros de altura descansaba sobre las paredes y sobre vigas en los lados abiertos.
Lidia me sirvió un tazón de frijoles con carne de una olla expuesta a fuego muy lento, y calentó unas tortillas directamente sobre las brasas. Rosa entró, se sentó junto a mí y pidió a Lidia que le diese algo de comer.
Me concentré en observar cómo Lidia servía frijoles y carne con un cucharón. Daba la impresión de tener noción precisa de la cantidad exacta. Debe de haber tomado conciencia de que yo admiraba sus maniobras. Quitó dos o tres frijoles del tazón de Rosa y los devolvió a la olla.
Por el rabillo del ojo, vi a Josefina entrar a la cocina. No obstante, no la miré. Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa. Experimenté una sensación de rechazo en el estómago. Me di cuenta de que no podría comer mientras esa mujer me estuviese contemplando. Para aliviar mi tensión bromeé con Lidia a propósito de dos frijoles de más, en el tazón de Rosa, que había pasado por alto. Los retiró con el cucharón con una precisión que me sobresaltó. Reí nerviosamente, sabiendo que, una vez que Lidia se hubiese sentado, me vería obligado a apartar mis ojos del fogón y hacerme cargo de la presencia de Josefina.
Finalmente, de mala gana, tuve que mirar al otro lado de la mesa. Hubo un silencio mortal. La contemplé, incrédulo. Abrí la boca, asombrado. Oí las carcajadas de Lidia y de Rosa. Me llevó una eternidad poner en cierto orden mis pensamientos y sensaciones. Fuese quien fuese la persona que tenía delante, no era la Jo sefina que había visto un rato antes, sino una muchacha muy bonita. No tenía los rasgos indios de Lidia y de Rosa. Su tipo era más bien latino. Tenía una tez ligeramente olivácea, una boca muy pequeña y una nariz finamente proporcionada, dientes cortos y blancos y cabello negro, breve y ensortijado. Un hoyuelo en el lado izquierdo del rostro completaba el encanto de su sonrisa.
Era la misma muchacha que había conocido superficialmente hacía años. Sostuvo mi mirada mientras la estudiaba. Sus ojos evidenciaban cordialidad. Me fui sintiendo poco a poco presa de un nerviosismo incontrolable. Terminé por decir chistes desesperados acerca de mi auténtica perplejidad.
Ellas reían como niños. Una vez que sus risas se hubieron acallado, quise saber cuál era la finalidad del despliegue histriónico de Josefina.
– Practica el arte del acecho -dijo Lidia-. El Nagual nos enseñó a confundir a la gente para pasar, desapercibidas. Josefina es muy bonita; si anda sola de noche, nadie la molestará en tanto se la vea fea y maloliente, pero si sale tal como es… bueno… ya te imaginas lo que podría suceder.
Josefina asintió con un gesto y luego deformó el rostro, en la más desagradable de las muecas posibles.
– Puede mantener la cara así todo el día.
Sostuve que, si viviera en esos parajes, seguramente Josefina llamaría más fácilmente mi atención con su disfraz que sin él.
– Ese disfraz era sólo para ti -dijo Lidia, y las tres rieron-. Y mira hasta qué punto te desconcertó. Te llamó más la atención el niño que ella.
Lidia fue a la habitación y regresó con un atado de trapos que tenía toda la apariencia de un niño envuelto en sus ropas; lo arrojó sobre la mesa, delante de mí. Sumé mis carcajadas a las suyas.
– ¿Todas tienen disfraces? -pregunté.
– No. Solamente Josefina. Nadie en los alrededores la conoce tal cómo es -replicó Lidia.
Josefina asintió y sonrió, pero permaneció en silencio. Me gustaba muchísimo. Había algo inmensamente inocente y dulce en ella.
– Di algo, Josefina -dije, aferrándola por los antebrazos.
Me miró desconcertada y retrocedió. Supuse que, dejándome llevar por mi alegría, le había hecho daño al cogerla con demasiada fuerza. La dejé ir. Se sentó muy erguida. Contrajo su pequeña boca y sus labios finos y produjo una grotesca avalancha de gruñidos y chillidos.
Todo su rostro se alteró de pronto. Una serie de espasmos feos e involuntarios echaron a perder su serena expresión de un momento antes.
La miré horrorizado. Lidia me tiró de la manga.