– ¿Por qué tuviste que asustarla, estúpido? -susurró-. ¿No sabes que quedó muda y no puede decir nada?
Era evidente que Josefina la había entendido y parecía resuelta a protestar. Mostró a Lidia su puño apretado y dejó escapar otra riada de chillidos, extremadamente altos y horripilantes; entonces se sofocó y tosió. Rosa comenzó a frotarle la espalda. Lidia pretendió hacer lo mismo, pero estuvo a punto de recibir en el rostro un puñetazo de Josefina.
Lidia se sentó a mi lado e hizo un gesto de impotencia. Se encogió de hombros.
– Ella es así -me susurró Lidia.
Josefina se volvió hacia ella. Su rostro se veía trastornado por una espantosa mueca de ira. Abrió la boca y vociferó, con todas sus fuerzas, dando rienda suelta a sonidos guturales, escalofriantes.
Lidia se deslizó del banco y con suma discreción dejó la cocina.
Rosa sostenía a Josefina por el brazo. Josefina parecía ser la representación de la furia. Movía la boca y deformaba el rostro. En cuestión de minutos había perdido toda la belleza y toda la inocencia que me habían encantado. No sabía qué hacer. Traté de disculparme, pero los sonidos infrahumanos de Josefina ahogaban mis palabras. Finalmente, Rosa la llevó al interior de la casa.
Lidia regresó y se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa.
– Algo se descompuso aquí arriba -dijo, tocándose la cabeza.
– ¿Cuándo sucedió? -pregunté.
– Hace mucho. El Nagual debe de haberle hecho algo, porque de pronto perdió el habla.
Lidia se veía triste. Tuve la impresión de que la tristeza se evidenciaba en contra de sus deseos. Hasta me sentí tentado de decirle que no se esforzase tanto por ocultar sus sentimientos.
– ¿Cómo se comunica Josefina con ustedes? -pregunté-. ¿Escribe?
– Vamos, no seas necio. No escribe. No es tú. Se vale de las manos y de los pies para decirnos lo que quiere.
Josefina y Rosa volvieron a la cocina. Se detuvieron a mi lado. Josefina volvía a ser, a mis ojos, la imagen de la inocencia y el candor. Su beatífica expresión no revelaba en lo más mínimo su capacidad para transformarse en un ser tan feo, en tan poco tiempo. Al verla, comprendí que su fabulosa ductilidad gestual estaba, sin duda, íntimamente ligada a su afasia. Razoné que solo una persona que ha perdido la posibilidad de verbalizar puede ser tan versátil para la mímica.
Rosa me dijo que Josefina le había confesado que deseaba poder hablar, porque yo le gustaba mucho.
– Hasta que llegaste, se sentía feliz como era -dijo Lidia con voz áspera.
Josefina sacudió la cabeza afirmativamente, corroborando la declaración de Lidia, y emitió una serie de suaves sonidos.
– Desearía que la Gorda estuviese aquí -dijo Rosa-. Lidia siempre hace enfadar a Josefina.
– ¡No es esa mi intención! -protestó Lidia.
Josefina le sonrió y extendió el brazo para tocarla. Según todas las apariencias, su intención era disculparse. Lidia rechazó su mano.
– ¡Muda imbécil! -murmuró.
Josefina no se irritó. Desvió la vista. Había una enorme tristeza en sus ojos. Me vi obligado a interceder.
– Cree que es la única mujer en el mundo que tiene problemas -me espetó Lidia-. El Nagual nos dijo que la tratásemos con rigor y sin piedad hasta que dejase de sentir lástima por sí misma.
Rosa me miró confirmando la aseveración de Lidia con un movimiento de cabeza.
Lidia se volvió hacia Rosa y le ordenó apartarse de Josefina. Rosa la obedeció, yendo a sentarse en el banco, a mi lado.
– El Nagual dijo que cualquiera de estos días volvería a hablar -me confió Lidia.
– ¡Hey! -dijo Rosa, tirándome de la manga-. Tal vez tú seas quien la haga hablar.
– ¡Sí! -exclamó Lidia, como si hubiese estado pensando lo mismo-. Quizá sea por eso que hayamos debido esperarte.
– ¡Es clarísimo! -agregó Rosa, con la expresión de quien ha tenido una verdadera revelación. Ambas se pusieron de pie de un salto y abrazaron a Josefina.
– ¡Volverás a hablar! -gritaba Rosa mientras sacudía a Josefina, aferrándola por los hombros.
Josefina abrió los ojos y los hizo girar en sus órbitas. Empezó a suspirar, débil y entrecortadamente, como si sollozara, y terminó por echar a correr de un lado a otro, gritando como un animal. Su excitación era tal, que se la veía incapaz de cerrar la boca. Francamente, la creía al borde de un colapso nervioso. Lidia y Rosa corrieron a su lado y la ayudaron a cerrar la boca. Pero no intentaron serenarla.
– ¡Volverás a hablar! ¡Volverás a hablar! -gritaban.
Josefina sollozaba y aullaba de tal manera que yo sentía un escalofrío que me recorría la columna vertebral.
Estaba absolutamente desconcertado. Traté de decir algo razonable. Apelé a su sentido común, pero no tardé en comprender que, según mis cánones, tenían muy poco. Comencé a andar de un lado para otro, delante de ellas, intentando tomar una decisión.
– Vas a ayudarla, ¿no? -me apremiaba Lidia.
– Por favor, señor, por favor -me suplicaba Rosa.
Les dije que estaban locas, que no tenía la menor idea de qué se podía hacer. Y, sin embargo, según hablaba, una feliz sensación de optimismo y seguridad se iba adueñando de mi mente. En un principio, traté de ignorarla, pero finalmente hube de ceder a ella. En una oportunidad anterior había experimentado lo mismo, en relación con una amiga muy querida que se hallaba mortalmente enferma. Pensé que podía sanarla y hacerla abandonar el hospital en que se hallaba ingresada. Fui a consultar con don Juan.
– Claro. Puedes curarla y hacerla salir de esa trampa mortal -me dijo.
– ¿Cómo? -le pregunté.
– El procedimiento es muy simple -dijo-. Todo lo que debes hacer es recordarle que se trata de una paciente incurable. Puesto que es un caso terminal, tiene poder. No tiene nada más que perder. Ya lo ha perdido todo. Cuando no se tiene nada que perder, se adquiere coraje. Somos temerosos únicamente en la medida que tengamos algo a que aferrarnos.
– ¿Pero acaso basta con recordárselo?
– No. Eso le dará el estímulo que necesita. Entonces tiene que deshacerse de la enfermedad, empujándola con la mano izquierda. Debe empujar hacia afuera con el brazo, el puño cerrado como si estuviese asiendo el tirador de una puerta. Debe empujar más y más, y, a la vez repetir: «fuera, fuera, fuera». Dile que, puesto que ya no le queda nada por hacer, debe dedicar cada segundo del tiempo que le quede de vida a realizar esa actividad. Te aseguro que podrá levantarse e irse por su propio pie, si es que lo desea.
– Parece tan sencillo… -dije.
Don Juan rió entre dientes.
– Parece sencillo -dijo-, pero no lo es. Para hacerlo, tu amiga necesita un espíritu impecable.
Se quedó mirándome por un largo rato. En apariencia, estaba midiendo el grado de preocupación y de tristeza que experimentaba por mi amiga.
– Desde luego -agregó-, si tu amiga poseyese un espíritu impecable, no estaría allí.
Conté a mi amiga lo que don Juan me había dicho. Pero ya se encontraba demasiado débil para intentar siquiera mover el brazo.
En el caso de Josefina, la razón fundamental de mi secreta confianza radicaba en el hecho de que ella era un guerrero con un espíritu impecable. ¿Sería posible, me pregunté en silencio, llevarla a valerse del mismo movimiento de mano?
Dije a Josefina que su incapacidad para hablar era debida a una especie de bloqueo.
– Sí, sí, es un bloqueo -repitieron Lidia y Rosa en cuanto lo oyeron.
Enseñé a Josefina el modo de mover el brazo y le dije que tenía que deshacerse del bloqueo empujando así.
Los ojos de Josefina estaban completamente fijos. Parecía hallarse en trance. Movía la boca, emitiendo sonidos escasamente audibles. Trató de mover el brazo, pero se sentía tan excitada que lo hizo sin coordinación alguna. Intenté ordenar sus actos, pero daba la impresión de estar aturdida al punto de no oír lo que yo le decía. Su mirada estaba desenfocada y comprendí que se iba a desmayar. En apariencia, Rosa se dio cuenta de lo que estaba sucediendo; saltó de su asiento, cogió una taza de agua y se la echó sobre el rostro. Los ojos de Josefina quedaron en blanco. Parpadeó repetidas veces, hasta recuperar la visión normal. Movía la boca, pero sin producir sonido alguno.