– ¡Tócale la garganta! -me gritó Rosa.
– ¡No! ¡No! -le respondió Lidia, también en un grito-. Tócale la cabeza. ¡Lo tiene en la cabeza, hombre hueco!
Me cogió la mano, y yo, a regañadientes, le permití ponerla sobre la cabeza de Josefina.
Josefina se estremeció, y poco a poco fue dejando escapar una serie de sonidos débiles. En cierto sentido, resultaban más melodiosos que aquellos ruidos infrahumanos que había emitido poco antes.
También Rosa había reparado en la diferencia.
– ¿Has oído eso? ¿Has oído eso? -me preguntó en un susurro.
No obstante, fuese cual fuere la diferencia, los sonidos que Josefina hizo a continuación fueron más grotescos que nunca. Cuando se tranquilizó, sollozó un momento, y de inmediato entró en otro nivel de euforia. Lidia y Rosa lograron por último serenarla. Se dejó caer pesadamente en el banco, parecía exhausta. Con enorme dificultad, consiguió abrir los ojos y mirarme. Me sonrió en forma sumisa.
– Lo siento, lo siento mucho -dije, y le cogí la mano.
Todo su cuerpo vibró. Bajó la cabeza y volvió a prorrumpir en sollozos. Me sobrevino una oleada de esencial simpatía hacia ella. En ese momento hubiese dado mi vida por auxiliarla.
Lloraba de manera incontrolable, a la vez que trataba de hablarme. Lidia y Rosa parecían tan profundamente inmersas en su drama, que remedaban sus gestos con la boca.
– ¡Por el amor de Dios, haz algo! -exclamó Rosa con voz plañidera.
Experimenté una intolerable ansiedad. Josefina se puso de pie y se me abrazó; mejor dicho, se colgó de mí frenéticamente y me apartó de la mesa a rastras. En ese instante, Lidia y Rosa, con asombrosa agilidad, rapidez y dominio, me cogieron por los hombros con ambas manos, a la vez que con los pies me inmovilizaban los talones. El peso del cuerpo de Josefina, sumado a la velocidad de maniobra de Lidia y Rosa, me dejó indefenso. Todas ellas actuaban simultáneamente, y, antes de que pudiese darme cuenta de lo que ocurría, me encontré tendido en el piso, con Josefina encima de mí. Sentía latir su corazón. Se aferraba a mí con gran fuerza; el ruido de su corazón resonaba en mis oídos, latía en mi pecho. Traté de apartarla, pero se apresuró a asegurarse. Rosa y Lidia me sujetaban contra el suelo, descargando todo su físico sobre mis brazos y piernas. Rosa reía como una loca; comenzó a mordisquearme el costado. Sus pequeños y agudos dientes castañeteaban según sus mandíbulas se abrían y se cerraban en nerviosos espasmos.
Fui presa de un monstruoso dolor, seguido de repugnancia y terror. Perdí el aliento. No podía fijar la vista. Comprendí que estaba perdiendo el conocimiento. Oí el ruido seco, de quebradura de tubo, en la base del cuello y sentí el cosquilleo de la coronilla. Inmediatamente después tuve conciencia de que las estaba observando desde el otro lado de la cocina. Las tres muchachas me miraban, echadas en el suelo.
– ¿Qué están haciendo? -oí que decía alguien en una voz áspera, fuerte, autoritaria.
Entonces tuve una impresión inconcebible: Josefina se dejaba ir de mí y se ponía de pie. Yo yacía en el suelo; no obstante, también me encontraba de pie, a cierta distancia de la escena, mirando a una mujer a la que nunca antes había visto. Estaba junto a la puerta. Anduvo hacia mí y se detuvo a uno o dos metros. Me observó durante un instante. Comprendí de inmediato que era la Gorda. Exigió saber lo que estaba ocurriendo.
– Le estamos gastando una pequeña broma -dijo Josefina, aclarándose la garganta-. Yo fingía ser muda.
Las tres muchachas se reunieron, muy cerca las unas de las otras, y echaron a reír. La Gorda permaneció impasible, contemplándome.
¡Me habían engañado! Encontré tan ultrajantes mi propia estupidez y mi necedad que estallé en una carcajada histérica, casi fuera de control. Mi cuerpo se estremecía.
Entendí que Josefina no había estado jugando, como acababa de afirmar. Las tres habían actuado en serio. A decir verdad, había sentido el cuerpo de Josefina como una fuerza que en realidad se estaba introduciendo en mi propio cuerpo. El roer de Rosa en mi costado, indudablemente una estratagema para distraer mi atención, coincidió con la impresión de que el corazón de Josefina latía dentro de mi pecho.
Oí a la Gorda pedirme que me calmara.
Una conmoción nerviosa tuvo lugar dentro de mí, y luego una cólera lenta, sorda, me invadió. Las aborrecí. Había tenido bastante de ellas. Habría cogido mi chaqueta y mi libreta de notas y abandonado la casa, de no ser porque todavía no me había recuperado por completo. Estaba un tanto aturdido y mis sentimientos decididamente se hallaban embotados. Había tenido la sensación, al mirar por primera vez a las muchachas desde el otro lado de la cocina, de estar haciéndolo en realidad desde un lugar situado por encima de mi plano visual, cercano al techo. Pero sucedía algo aún más desconcertante: había percibido a ciencia cierta que el cosquilleo de la coronilla me liberaba del abrazo de Josefina. No era una sensación vaga; verdaderamente algo había surgido de la cima de mi cabeza.
Pocos años antes, don Juan y don Genaro habían manipulado mi capacidad perceptiva y yo había experimentado una imposible doble impresión: sentí a don Juan caer encima mío, apretándome contra el piso, en tanto, a la vez, seguía encontrándome de pie. Lo cierto es que me hallaba en ambas situaciones simultáneamente. En términos de brujería, podría decir que mi cuerpo había conservado el recuerdo de aquella doble percepción y, a juzgar por las apariencias, la había repetido. En esa oportunidad, sin embargo, había dos nuevos elementos para sumar a mi memoria corporal. Uno era el cosquilleo del que tan consciente venía siendo en el curso de mis enfrentamientos con aquellas mujeres: ese era el vehículo mediante el cual arribaba a la doble percepción; el otro era aquel sonido en la base del cuello, que me permitía liberar algo de mí, capaz de surgir de la coronilla.
Al cabo de uno o dos minutos me sentí bajar del techo hasta encontrarme parado en el suelo. Me costó cierto tiempo readaptar los ojos al nivel de visión normal.
Al mirar a las cuatro mujeres me sentí desnudo y vulnerable. Viví un instante de disociación, o una solución en la continuidad perceptual. Fue como si hubiese cerrado los ojos y una fuerza desconocida me hubiese hecho girar sobre mí mismo un par de veces. Cuando abrí los ojos, las muchachas me observaban con la boca abierta. Pero, de un modo u otro, volvía a ser yo mismo.
3 LA GORDA
Lo primero que me llamó la atención en la Gorda fueron sus ojos: muy oscuros y serenos. Era evidente que me estaba examinando de pies a cabeza. Escudriñó mi cuerpo con la mirada, tal como solía hacerlo don Juan. A decir verdad, sus ojos revelaban una calma y una energía semejantes a las de él. Comprendí por qué era la mejor. Se me ocurrió que don Juan le había legado los ojos.
Era ligeramente más alta que las otras tres muchachas. Tenía un cuerpo magro y oscuro y un soberbio trasero. Reparé en la gracia de la línea de sus anchos hombros en el momento en que volvió a medias el torso para encararse con las muchachas.
Les dio una orden ininteligible y las tres se sentaron en un banco, exactamente tras ella. En realidad, las protegía de mí con su cuerpo.
Me enfrentó de nuevo. Su expresión era de suprema seriedad, pero sin la menor traza de tenebrosidad ni de gravedad. No sonreía, pero se la veía amistosa. Sus rasgos eran muy agradables: un rostro finamente formado, ni redondo ni anguloso, boca pequeña, de labios finos, nariz ancha, pómulos altos, y cabello largo, negro como el azabache.
Era imposible pasar por alto sus fuertes y hermosas manos, que mantenía apretadas ante sí, sobre la región umbilical. Los dorsos de las mismas se hallaban vueltos hacia mí. Distinguía sus músculos según los contraía.
Llevaba un vestido de algodón de color naranja desteñido, de mangas largas, y un chal marrón. Había en ella algo de terriblemente sosegado y terminante. Sentí la presencia de don Juan. Mi cuerpo se relajó.
– Siéntate, siéntate -me dijo en tono mimoso.