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Me indicó con un gesto que entrara. Yo siempre había permitido que don Juan me antecediese en señal de respeto. Quería hacer lo mismo con ella, pero se negó. Dijo que yo era el Nagual. Penetré en la cueva tal como ella lo había hecho en el coche. Reí ante mi inconsecuencia. No había llegado jamás a considerar mi automóvil como una cueva.

La Gorda procuró que me relajara y me pusiera cómodo.

– El Nagual no podía revelarte todos sus designios en razón de que estabas incompleto -dijo de repente-. Aún lo estás, pero ahora, tras tus encuentros con Soledad y las muchachas, eres más fuerte que antes.

– ¿Qué significa estar incompleto? Todos me han dicho que eras la única persona capaz de explicármelo -dije.

– Es muy sencillo -replicó-. Una persona completa es aquella que nunca ha tenido niños.

Hizo una pausa, como si aguardase a que terminara de apuntar lo que había dicho. Alcé la vista de mi libreta. Me observaba, midiendo el efecto de sus palabras.

– Sé que el Nagual te dijo exactamente lo mismo que acaba de decirte -prosiguió-. No le prestaste atención, y lo más probable es que no me hayas prestado atención tampoco a mí.

Leí mis notas en voz alta, de modo de repetir sus palabras. Sofocó una risilla.

– El Nagual decía que una persona incompleta es aquella que ha tenido niños -dijo, como si me lo estuviese dictando.

Me examinó atentamente, esperando, a juzgar por las apariencias, una pregunta o un comentario. No tuve que hacer ninguna de las dos cosas.

– Ya te he dicho todo lo que hay que saber acerca del hecho de hallarse completo o incompleto -declaró-. Te he dicho exactamente lo mismo que el Nagual me dijo a mí. Entonces, no significó nada para mí; tal como no significa nada ahora para ti.

Me vi obligado a reír ante el modo en que se amoldaba a las enseñanzas de don Juan.

– Una persona incompleta tiene un agujero en el estómago -prosiguió-. Un brujo lo ve con la misma claridad con que tú ves mi cabeza. Cuando el agujero se encuentra a la izquierda del estómago, el niño que lo ha creado es del mismo sexo. Si se encuentra a la derecha, es del sexo opuesto. El agujero de la izquierda es negro; el de la derecha es castaño oscuro.

– ¿Eres capaz de ver el agujero en todo aquel que haya tenido un niño?

– Claro. Hay dos modos de verlo. Un brujo puede verlo tanto en sueños como mirando directamente a una persona. Un brujo que ve no tiene reparos en observar el ser luminoso con la finalidad de comprobar si hay un agujero en la luminiscencia del cuerpo. No obstante, aun cuanto el brujo no sepa ver, es capaz de distinguir lo oscuro del boquete a través de la ropa.

Calló. La insté a continuar.

– El Nagual me dijo que escribías, y que luego no recordabas lo escrito -me dijo, en tono acusatorio.

Me vi enredado en mis propias palabras, tratando de defenderme. No obstante, ella había dicho la verdad. Las palabras de don Juan siempre habían surtido un doble efecto sobre mí: el uno, al oír sus aseveraciones por primera vez; el otro, al leer a solas lo escrito y olvidado.

La conversación con la Gorda, sin embargo, era esencialmente diferente. Los aprendices de don Juan no se hallaban en ningún sentido tan inmersos en lo suyo como él. Sus revelaciones, si bien extraordinarias, no eran sino piezas sueltas de un rompecabezas. El carácter insólito de aquellas piezas consistía en que no servían para clarificar la imagen, sino para hacerla cada vez más compleja.

– Tenías un agujero marrón en el lado derecho del estómago -continuó-. Ello significa que quien te había vaciado era una hembra. Has hecho una niña.

»El Nagual decía que yo tenía un enorme agujero negro, que revelaba el haber hecho dos mujeres. Nunca lo vi, pero vi a otra gente con agujeros semejantes al mío.

– Dijiste que yo tenía un agujero. ¿Significa eso que ya no lo tengo?

– No. Ha sido remendado. El Nagual te ayudó a remendarlo. Sin su apoyo estarías aun más vacío de lo que estás.

– ¿Qué clase de remiendo se le ha aplicado?

– Un remiendo en tu luminosidad. No hay otra forma de decirlo. El Nagual explicaba que un brujo como él era capaz de rellenar el agujero en cualquier momento. Pero ese relleno no dejaba de ser una mancha sin luminosidad. Cualquiera que vea o sueñe puede afirmar que luce como un parche de plomo sobre la luminosidad amarilla del resto del cuerpo. El Nagual te remendó a ti y a mí y a Soledad. Pero dejó a nuestro cargo el recobrar la luminosidad, el brillo.

– ¿Cómo nos remendó?

– Es un brujo; puso cosas en nuestros cuerpos. Hizo sustituciones. Ya no somos enteramente los mismos. El remiendo es lo que puso de sí mismo.

– Pero, ¿por qué puso esas cosas y qué eran?

– Puso en nuestros cuerpos su propia luminosidad; se valió de las manos para ello. Se limitó a entrar en nosotros y dejar allí sus fibras. Hizo lo mismo con sus seis niños y con Soledad. Todos ellos son lo mismo, salvo Soledad; ella es otra cosa.

La Gorda parecía poco dispuesta a continuar. Titubeó y la vi al borde del tartamudeo.

– ¿Qué es doña Soledad?

– Es muy difícil decirlo -dijo, tras unos momentos de resistencia-. Es lo mismo que tú y que yo, y, sin embargo, es diferente. Posee idéntica luminosidad, pero no está junto a nosotros. Marcha en dirección opuesta. En este momento se te asemeja más. Ambos llevan remiendos que parecen de plomo. El mío ha desaparecido y he vuelto a ser un huevo completo, luminoso. Esa es la razón por la que te dije que tú y yo llegaríamos a ser lo mismo algún día, cuando estuvieses de nuevo completo. Actualmente, lo que nos hace ser casi lo mismo es la luminosidad del Nagual, y la realidad de que ambos marchamos en igual dirección y ambos estamos vacíos.

– ¿Cómo ve un brujo a una persona completa? -pregunté.

– Como un huevo luminoso hecho de fibras -replicó-. Todas las fibras están enteras; lucen como cuerdas, como cuerdas tensas. La impresión que da el conjunto de las cuerdas es la de haber sido estirado como el parche de un tambor. Por otra parte, te diré que en una persona vacía las cuerdas se ven arrugadas en los bordes del agujero. Cuando se han tenido muchos niños, las fibras ya no se ven como tales. En esos casos, se observa algo así como dos trozos de luminosidad, separados por negrura. Es una visión horrenda. El Nagual me lo hizo ver en cierta ocasión, en un parque de la ciudad.

– ¿A qué atribuyes el que el Nagual nunca me haya hablado de ello?

– El Nagual te lo ha dicho todo, pero nunca le entendiste cabalmente. Tan pronto como se daba cuenta de que tú no le comprendías, se veía obligado a cambiar de tema. Tu vaciedad te impedía entender. El Nagual decía que era perfectamente natural que no entendieras. Una vez que una persona queda incompleta, se vacía realmente, como una calabaza ahuecada. No te importó el número de veces en que él te dijo que estabas vacío; ni siquiera te importó el que te lo explicase. Nunca supiste lo que quería decir o, lo que es peor, nunca quisiste saberlo.

La Gorda pisaba terreno peligroso. Intenté hacerla variar de rumbo, pero me rechazó.

– Tú quieres a un pequeño y no te interesa conocer el sentido de las palabras del Nagual -dijo, acusadora-. El Nagual me dijo que tenías una hija a la que nunca habías visto, y que querías a ese niño. La una te quitó fuerza, el otro te obligó a concretar. Les has unido.

No tuve otro remedio que dejar de escribir. Salí a gatas de la cueva y me puse de pie. Comencé a descender la empinada cuesta que llevaba al fondo del barranco. La Gorda me siguió. Me preguntó si me encontraba molesto por su franqueza. No quise mentir.

– ¿Qué crees? -pregunté.

– ¡Estás furioso! -exclamó, y soltó una risilla tonta con un desenfado que sólo había visto en don Juan y en don Genaro.

A juzgar por las apariencias, estuvo a punto de perder el equilibrio y se aferró a mi brazo izquierdo. Para ayudarla a bajar al fondo del barranco, la alcé por el talle. Creí que no podía pesar más de cincuenta kilos. Frunció los labios al modo de don Genaro y dijo que pesaba cincuenta y seis. Los dos nos echamos a reír a la vez. Ello supuso un instante de comunicación directa, espontánea.