– ¿A qué se debía el que fuese tan importante superarme?
Se detuvo y me estudió detenidamente. Se aclaró la garganta y se puso rígida. Alzó la vista hacia el bajo techo de la cueva y exhaló el aire ruidosamente por la nariz.
– Soledad es mujer, como yo -dijo-. Te diré algo referente a mi propia vida y tal vez llegues a comprenderla.
»Una vez tuve a un hombre. Me dejó embarazada cuando yo era muy joven y tuve dos hijas de él. Una tras otra. Mi vida era un infierno. Se emborrachaba y me pegaba día y noche. Y lo odiaba y me odiaba. Y me puse gorda como un cerdo. Un día llegó otro hombre y me dijo que yo le gustaba y que deseaba que me fuese con él a trabajar como criada en la ciudad. Era consciente de mi capacidad de trabajo y lo único que pretendía era explotarme. Pero mi vida era tan miserable que me dejé engañar y me marché con él. Era peor que el primero, mezquino y temible. Al cabo de una semana, más o menos, no podía soportarme. Y solía darme las peores palizas que puedas imaginar. Pensé que me iba a matar, sin estar siquiera borracho; todo ello porque yo no había encontrado trabajo. Entonces me envió a pedir a las calles con un niño enfermo. Él pagaba a la madre con una parte del dinero que yo recaudaba. Y luego me pegaba por no haber reunido lo suficiente. El niño se ponía cada vez más enfermo; yo sabía que si moría mientras yo estuviese pidiendo, él me asesinaría. De modo que un día, sabiendo que él no estaría, fue a la casa de la madre del niño y se lo entregué, junto con algo del dinero hecho ese día. Había sido una jornada afortunada para mí; una amable extranjera me había dado cincuenta pesos para medicinas para el crío.
»Había pasado con ese hombre horrible tres meses, y tenía la impresión de que habían sido veinte años. Empleé el dinero que había conservado para regresar a casa. Estaba nuevamente embarazada. El pretendía que tuviese el hijo como soltera; de modo de no responsabilizarse de él. Al volver a mi pueblo, intenté ver a mis hijas, pero se las había llevado la familia de su padre. Ésta se reunió conmigo, alegando que deseaban hablarme; en cambio, me llevaron a un lugar desierto y me pegaron con palos y piedras y me dejaron por muerta.
La Gorda me mostró las numerosas cicatrices que llevaba en el cuero cabelludo.
– Hasta este día ignoro cómo regresé al poblado. Incluso, perdí el hijo que llevaba en el vientre. Fui a casa de una tía que aún vivía; mis padres ya habían muerto. Me dio un lugar en el cual descansar y me atendió. La pobre me alimentó durante dos meses, hasta que estuve en condiciones de levantarme.
»Llegó el día en que mi tía me dijo que aquel hombre estaba en el pueblo, buscándome. Había dicho a la policía que me había dado dinero por adelantado y yo había huido llevándomelo, tras asesinar a un niño. Comprendí que ese era el fin para mí. Empero, el destino me favoreció una vez más y conseguí marcharme en el camión de un norteamericano. Lo vi venir por el camino y alcé la mano desesperadamente; el hombre se detuvo y me dejó subir. Me trajo hasta esta región de México. Me dejó en la ciudad. Yo no conocía a nadie. Vagué durante días, como un perro loco, comiendo desperdicios en las calles. Fue entonces que mi suerte cambió por última vez.
»Conocí a Pablito, con quien tengo una deuda que jamás podré pagar. Me llevó a su carpintería y me permitió dormir en un rincón. Lo hizo porque le di pena. Me encontró en el mercado: tropezó y cayó encima de mí. Yo estaba sentada, pidiendo. Una polilla, o una abeja, no sé bien qué, le entró en un ojo. Giró sobre sus talones y perdió el equilibrio y cayó exactamente sobre mí. Imaginé que estaría fuera de sí, que me golpearía; en cambio, me dio dinero. Le pregunté si me podría proporcionar trabajo. Fue entonces cuando me llevó a su tienda y me proveyó de una plancha y una mesa para planchar, de manera que me fuera posible ganarme la vida como lavandera.
»Me fue muy bien. Aparte de que engordé, ya que toda la gente a la que servía me daba sus sobras. A veces llegaba a comer dieciséis veces por día. No hacía sino comer. Los chicos de la calle se burlaban de mí, y se me acercaban a hurtadillas y me pisaban los talones y algunos llegaban a hacerme caer. Me hacían llorar con sus bromas crueles, especialmente cuando me echaban a perder el trabajo adrede, ensuciando la ropa que tenía preparada.
»Un día, muy entrada la noche, llegó un viejo misterioso a ver a Pablito. Nunca lo había visto. No sabía que Pablito tuviese relación con hombre alguno tan intimidante, tan imponente. Le di la espalda y seguí trabajando. Estaba sola. De pronto, sentí sus manos en el cuello. Mi corazón de detuvo. No podía gritar; no podía siquiera respirar. Caí de rodillas y ese hombre horrible me sujetó la cabeza, tal vez durante una hora. Luego se marchó. Estaba tan aterrorizada que no me moví del lugar en que me había dejado caer hasta la mañana siguiente. Pablito me encontró allí; rió y dijo que debía sentirme muy orgullosa y feliz porque el viejo era un poderoso brujo y uno de sus maestros. Estaba desconcertada; no podía creer que Pablito fuese un brujo. Me dijo que su maestro había visto volar polillas en un círculo perfecto en torno de mi cabeza. También había visto a la muerte rondándome. Esa era la razón por la cual había actuado con la velocidad del relámpago, cambiando la dirección de mis ojos. También me explicó que el Nagual me había impuesto las manos y había entrado en mi cuerpo, y que yo no tardaría en ser diferente. Yo no tenía idea de aquello a lo que se refería. Tampoco tenía idea de lo que había hecho el viejo loco. Pero no me importaba. Yo era como un perro al que todos apartan a puntapiés. Pablito había sido la única persona amable conmigo. Al principio creí que me quería por mujer. Pero era demasiado fea y gorda y maloliente. Lo único que pretendía era ser amable conmigo.
»El viejo loco volvió una noche y, nuevamente, me cogió por el cuello desde atrás. Me lastimó en forma terrible. Grité y aullé. No sabía qué era lo que estaba haciendo. Nunca me decía una palabra. Le temía mortalmente. Más tarde comenzó a hablarme y a decirme qué hacer de mi vida. Me gustaba lo que decía. Me llevaba a todas partes con él. Pero mi vaciedad era mi peor enemigo. No podía aceptar sus costumbres, de modo que un día se hartó de mimarme y envió al viento en mi busca. Estaba sola en los fondos de la casa de Soledad ese día, y sentí que el viento cobraba una gran fuerza. Soplaba a través de la cerca. Penetraba en mis ojos. Quise entrar en la casa, pero mi cuerpo estaba asustado y, en vez de trasponer la puerta de la casa, me dirigí hacia la cerca. El viento me empujaba y me hacía girar sobre mí misma. Intenté regresar, pero fue inútil. No podía superar la violencia del viento. Me arrastró por sobre las colinas y me apartó de los caminos y terminé dando con mis huesos en un profundo agujero, semejante a una tumba. El viento me retuvo allí días y días, hasta que hube decidido cambiar y aceptar mi destino sin resistencia alguna. Entonces el viento cesó, y el Nagual me encontró y me llevó de vuelta a la casa. Me dijo que mi misión consistía en dar aquello de lo que carecía, amor y afecto, y en cuidar de las hermanas, Lidia y Josefina, más que de mí misma. Comprendí entonces que el Nagual había pasado años diciéndomelo. Mi vida había concluido largo tiempo atrás.