– Entonces, cuéntame, Gorda, cómo haces para dejarte llevar por las líneas.
– Volvemos a lo mismo. No lo sé. El Nagual me lo advirtió respecto de ti. Quieres saber cosas que no se pueden saber.
Me esforcé por aclararle que lo que me interesaba eran los procedimientos. En realidad, había renunciado a dar con una explicación de los mismos, porque sus aclaraciones no me decían nada. La descripción de los pasos a seguir era algo completamente diferente.
– ¿Cómo aprendiste a librar tu cuerpo a las líneas del mundo? -pregunté.
– Lo aprendí en el soñar -dijo-, pero, sinceramente, no sé cómo. Para una mujer guerrero, todo nace en el soñar. El Nagual me dijo, tal como a ti, que lo primero que debía buscar en mis sueños eran mis manos. Pasé años tratando de encontrarlas. Cada noche solía ordenarme a mí misma hallar mis manos, pero era inútil. Jamás di con nada en mis sueños. El Nagual era despiadado conmigo. Aseveraba que debía hallarlas o perecer. De modo que le mentí, contándole que había encontrado mis manos en sueños. El Nagual no dijo una palabra, pero Genaro arrojó el sombrero al piso y bailó sobre él. Me dio unas palmaditas en la cabeza y afirmó que yo era realmente un gran guerrero. Cuanto más me alababa, peor me sentía. Estaba a punto de comunicar la verdad al Nagual cuando el loco de Genaro me dio la espalda y soltó el pedo más largo y sonoro que yo haya oído. Ciertamente, me hizo retroceder. Era como un viento caliente, viciado, repugnante y maloliente, exactamente como yo. El Nagual se ahogaba de risa.
»Corrí hacia la casa y me escondí allí. Por entonces era muy gorda. Comía mucho y tenía muchos gases. De modo que decidí no comer durante un tiempo. Lidia y Josefina me ayudaron. Ayuné durante veintitrés días, y entonces, una noche, encontré mis manos en sueños. Eran viejas, y feas, y verdes, pero eran mías. Ese fue el comienzo. El resto fue fácil.
– ¿Y qué fue el resto, Gorda?
– Lo siguiente que el Nagual me encomendó fue buscar casas o edificios en mis sueños y observarlos, tratando de retener la imagen. Decía que el arte del soñador consiste en conservar la imagen de su sueño. Porque eso es lo que hacemos, de un modo u otro, durante toda nuestra vida.
– ¿Qué quería decir con eso?
– Nuestro arte como personas corrientes consiste en saber cómo retener la imagen de lo que vemos. El Nagual decía que lo hacemos, pero sin saber cómo. Nos limitamos a hacerlo; mejor dicho, nuestros cuerpos lo hacen. Al soñar debemos hacer lo mismo, con la diferencia de que en el soñar hace falta aprender cómo hacerlo. Tenemos que luchar por no mirar, sino sólo dar un vistazo, y, no obstante, conservar la imagen.
»El Nagual me encargó que buscara en mis sueños un refuerzo para mi ombligo. Tardé muchísimo porque no comprendía el significado de sus palabras. Decía que, en el soñar, prestamos atención con el ombligo, por consiguiente, debemos protegerlo bien. Necesitamos cierto calorcillo, o la sensación de que algo nos presiona el ombligo para retener las imágenes en nuestros sueños.
»Hallé en mis sueños un guijarro que encajaba perfectamente en mi ombligo, y el Nagual me obligó a buscarlo día tras día, por charcas y cañones, hasta dar con él. Le hice un cinturón y aún lo llevo conmigo día y noche. Al hacerlo así, me resulta más fácil conservar imágenes en mis sueños.
»Luego el Nagual me asignó la tarea de dirigirme a lugares específicos en mi soñar. Lo estaba haciendo realmente bien, pero fue por entonces que perdí la forma y comencé a ver el ojo frente a mí. El Nagual afirmó que el ojo lo había cambiado todo, y me dio instrucciones para que empezara a valerme del ojo para ponerme en movimiento. Dijo que no tenía tiempo de llegar a mi doble en el soñar, pero que el ojo era aún mejor. Me sentí defraudada. Ahora me tiene sin cuidado. He utilizado ese ojo lo mejor que me fue posible. Le permito llevarme al soñar. Cierro los párpados y quedo dormida como si nada, inclusive a la luz del día y en cualquier parte. El ojo me atrae y entro en otro mundo. La mayor parte del tiempo no hago más que deambular por él. El Nagual nos dijo, a mí y a las hermanitas, que durante el período menstrual el soñar se convierte en poder. Hay algo en ello que me desequilibra. Me vuelvo más osada. Y, tal como el Nagual nos enseñara, se abre una grieta ante nosotras en esos días. Tú no eres mujer, así que esto no debe tener mucho sentido para ti, pero dos días antes de la regla una mujer puede abrir esa grieta y pasar por ella a otro mundo.
Extendió el brazo izquierdo y siguió con la mano el contorno de una línea invisible que, al parecer, corría verticalmente ante ella.
– Durante ese tiempo una mujer, si lo desea, puede alejarse de las imágenes del mundo -continuó la Gor da-. Esa es la grieta entre los mundos y, como decía el Nagual, está precisamente enfrente e todas nosotras. La razón por la cual el Nagual juraba que las mujeres son mejores brujas que los hombres es que siempre tienen la grieta delante, en tanto que un hombre debe hacerla. Te diré que soñando durante mis menstruaciones aprendí a volar con las líneas del mundo. Aprendí a echar chispas con el cuerpo para atraer las líneas, y luego aprendí a asirme a ellas. Y eso es todo lo que he aprendido hasta ahora en el soñar.
Reí y le comenté que yo nada tenía que mostrar al cabo de años de «soñar».
– Has aprendido a convocar a los aliados en el soñar -dijo, con gran seguridad.
Le conté que don Juan me había enseñado a hacer aquellos sonidos. No pareció creerme.
– Entonces los aliados deben venir a ti en busca de su luminosidad -dijo, la luminosidad que él dejó en ti. Él me dijo que todo brujo tenía una cantidad limitada de luminosidad para regalar. De modo que la repartía entre sus hijos de acuerdo con órdenes recibidas de alguna parte, allí fuera, en esa inmensidad. En tu caso te ha legado incluso su propia llamada.
Hizo chascas la lengua y me guiñó un ojo.
– Si no me crees -prosiguió-, ¿por qué no haces el sonido que el Nagual te enseñó y compruebas si los aliados vienen a ti?
No me sentía dispuesto a hacerlo. No porque creyese que mi sonido fuera a atraer nada, sino porque no quería complacerla.
Aguardó un momento, y, cuando estuvo convencida de que yo no lo iba a intentar, se puso la mano sobre la boca e imitó mi sonido intermitente a la perfección. Lo hizo durante cinco o seis minutos, deteniéndose tan sólo para respirar.
– ¿Ves lo que quiero decir? -preguntó sonriendo-. A los aliados no les importa un rábano mi llamada, por muy parecido que sea a la tuya. Ahora prueba tú.
Probé. A los pocos segundos se hizo oír la respuesta. La Gorda se puso de pie de un salto. Tuve la clara impresión de que se hallaba más sorprendida que yo. Se precipitó a hacerme callar, apagó la lámpara y recogió mis notas.
Estaba a punto de abrir la puerta, pero se detuvo repentinamente; un sonido aterrador no llegó de fuera. Me pareció un gruñido. Era tan horrendo y amenazador que nos hizo dar un salto atrás para alejarnos de la puerta. Mi temor físico era tan intenso que habría huido, de haber tenido adónde ir.
Algo pesado estaba apoyado en la puerta; la hacía crujir. Miré a la Gorda. Daba la impresión de estar aún más asustada que yo. Seguía con el brazo extendido como si fuese a abrir la puerta. Tenía la boca abierta. Parecía haber quedado paralizada en medio de un movimiento.