– Maestro -dijo dulcemente, inclinando la cabeza como si se sometiese a mí.
El que me llamase «maestro» me cogió por sorpresa. Me volví como si buscase a alguien detrás de mí. Exageré mis movimientos para permitirle comprender que estaba perplejo. Sonrió, y lo único que se me ocurrió fue preguntarle cómo sabía que yo estaba allí.
Me dijo que él, Néstor y Benigno se habían visto forzados a volver a causa de un extraño temor, que les hizo correr día y noche, sin detenerse. Néstor se había dirigido a su casa, con el fin de averiguar si había allí algo que justificase el sentimiento que les había guiado. Benigno había ido a la de Soledad y él a la de las muchachas.
– Tú has sacado el gordo, Pablito -dijo la Gorda, y rió.
Pablito no respondió. La miró.
– Apostaría a que estás elaborando un medio para echarme -dijo, con gran enfado.
– No te metas conmigo, Pablito -dijo la Gorda, imperturbable.
Pablito se volvió hacia mí y se disculpó; agregó, en voz bien audible, como si deseara que todo aquel que se encontrase en la casa le oyera, que había traído su propia silla para sentarse, y que podía colocarla donde quisiera.
– No hay aquí nadie más que nosotros -dijo la Gor da con suavidad, y sofocó una risita.
– De todos modos, traeré mi silla -dijo Pablito-. A ti no te importa, Maestro, ¿no?
Miré a la Gorda. Me hizo con el pie una seña casi imperceptible, autorizándome a seguir adelante.
– Tráela. Trae todo lo que quieras -dije.
Pablito salió de la casa.
– Todos ellos son así -dijo la Gorda-, los tres.
Pablito regresó sin tardanza, cargando a hombros una silla de aspecto insólito. La silla estaba trabajada de modo que se adaptase perfectamente al contorno de su espalda; al traerla, con el asiento hacia abajo, daba la impresión de ser una mochila.
– ¿Puedo dejarla en el suelo? -me preguntó.
– Desde luego -repliqué, corriendo el banco para hacer espacio.
Rió, con exagerada soltura.
– ¿No eres el Nagual? -me preguntó; y agregó, tras mirar a la Gorda -: ¿O tienes que esperar órdenes?
– Soy el Nagual -dije, en tono burlón para complacerlo.
Intuí que estaba a punto de iniciar una riña con la Gorda; ella debió presentir lo mismo, porque se excusó y salió por la puerta trasera.
Pablito puso su silla en el piso y, lentamente, dio una vuelta a mi alrededor, como si estuviese inspeccionando mi cuerpo. Luego cogió su silla, estrecha y de respaldo bajo, con una mano, la situó en el sentido opuesto a aquél en que se hallaba y se sentó, dejando que sus brazos, cruzados, descansaran sobre el respaldo, lo cual le proporcionaba la mayor comodidad al ponerse a horcajadas. Me senté frente a él. Su talante había variado por completo al instante de irse la Gorda.
– Debo pedirte que me perdones por actuar del modo en que lo hice -dijo sonriendo-. Pero tenía que deshacerme de esa bruja.
– ¿Tan mala es, Pablito?
– No tengas la menor duda -replicó.
Para cambiar de tema, le dije que se le veía muy elegante y próspero.
– También a ti se te ve muy bien, Maestro -dijo.
– ¿Qué es ese disparate de llamarme Maestro? -pregunté en tono de broma.
– Las cosas ya no son como antes -replicó-. Estamos en un nuevo reino, y el Testigo dice que ahora tú eres un maestro; y el Testigo no puede equivocarse. Pero él mismo te contará toda la historia. Estará aquí dentro de poco, y se alegrará de volver a verte. Supongo que ya ha de haber percibido que estabas aquí. Mientras nos dirigíamos hacia aquí, todos teníamos la convicción de que estabas en camino, pero ninguno supo que ya habías llegado.
Le hice saber entonces que había ido con la única finalidad de verle a él y a Néstor, que eran las únicas personas en el mundo con las cuales podía hablar acerca de nuestro último encuentro con don Juan y don Genaro, y que necesitaba por sobre todo aclarar las incertidumbres que esa reunión final había suscitado en mí.
– Estamos unidos -dijo-. Haré todo lo que pueda por ti. Lo sabes. Pero debo advertirte que no soy tan fuerte como tú querrías. Tal vez fuese mejor que no conversáramos. No obstante, si no conversamos nunca entenderemos nada.
De modo cuidadoso y lento, formulé mi interrogatorio. Expliqué que había un solo punto en el centro de la cuestión que intrigaba mi razón.
– Dime, Pablito -pregunté-, ¿saltamos realmente, con nuestros cuerpos, al abismo?
– No lo se -respondió-. Francamente, no lo sé.
– Pero estuviste allí conmigo.
– Ese es el asunto. ¿Estuve realmente allí?
Su enigmática réplica me fastidió. Tuve la sensación de que, si lo sacudía o lo apretaba, algo de él se liberaría. Me resultaba evidente que ocultaba algo de gran valor. Afirmé enérgicamente que me guardaba secretos cuando había una absoluta confianza entre nosotros.
Pablito sacudió la cabeza como si, en silencio, se opusiese a mi acusación.
Le pedí que me narrara toda su experiencia, comenzando por el período anterior a nuestro salto, cuando don Juan y don Genaro nos prepararon para la embestida definitiva.
El relato de Pablito fue desordenado e inconsistente. Todo lo que recordaba acerca de los últimos momentos, previos a nuestro arrojarnos al abismo, era que, una vez que don Juan y don Genaro se hubieron despedido de nosotros para perderse en la oscuridad, le faltaron fuerzas, estuvo a punto de caer de bruces, yo le sostuve por el brazo y le llevé hasta el borde de la sima y allí perdió el conocimiento.
– ¿Y qué sucedió luego, Pablito?
– No lo sé.
– ¿Tuviste sueños, o visiones? ¿Qué viste?
– Por lo que sé, no tuve visiones o, si las tuve, no les presté atención. Mi falta de impecabilidad me impide recordarlas.
– ¿Y entonces qué ocurrió?
– Desperté en la que había sido casa de Genaro. No sé cómo llegué allí.
Permaneció inmóvil, en tanto yo hurgaba frenéticamente en mi mente en busca de una pregunta, un comentario, una observación crítica o cualquier cosa que agregara cierta amplitud a sus declaraciones. En realidad, nada en el relato de Pablito servía para confirmar lo que me había sucedido. Me sentía decepcionado. Casi enfadado con él. En mí se mezclaban la piedad por Pablito y por mí mismo y una profundísima desilusión.
– Lamento resultarte un chasco -dijo Pablito.
Mi inmediata reacción ante sus palabras consistió en disimular mis sentimientos; le aseguré que no me sentía defraudado.
– Soy un brujo -dijo riendo-; un brujo no muy lúcido, pero sí lo bastante como para interpretar los mensajes de mi propio cuerpo. Y ahora me dice que estás enfadado conmigo.
– ¡No estoy enfadado, Pablito! -exclamé.
– Eso es lo que indica tu razón, pero no tu cuerpo -dijo-. Tu cuerpo está enojado conmigo, pero tu razón no halla motivo alguno para ello; de modo que te hallas en medio de un fuego cruzado. Lo menos que puedo hacer por ti es aclararlo. Tu cuerpo está enfadado porque sabe que yo no soy impecable y que sólo un guerrero impecable puede prestarte ayuda. Está enfadado además porque siente que me estoy desperdiciando. Lo comprendió todo en el momento en que traspuse esa puerta.
No sabía qué decir. El recuerdo de algunos hechos me invadió como un torrente y entendí muchas de las cosas que habían tenido lugar. Posiblemente él tuviese razón al sostener que mi cuerpo ya lo sabía. En alguna medida, su franqueza al colocarme frente a mis propios sentimientos había embotado el filo de mi frustración. Empecé a preguntarme si Pablito no estaría jugando conmigo. Le dije que el ser tan directo y atrevido no era fácilmente conciliable con la imagen de debilidad que había dado de sí mismo.
– Mi debilidad consiste en que estoy hecho para el anhelo -dijo, casi en un susurro. Soy así hasta el punto en que suspiro por la vida que hacía cuando era un hombre ordinario. ¿Lo puedes creer?