– Si ese es el caso, ¿por qué tú llamas brujas a las hermanitas?
– Oh… es que las odio. Eso no tiene nada que ver con lo que somos.
– ¿Les dijo el Nagual eso a todos?
– Claro, por supuesto. Todos lo saben.
– Pero a mí nunca me lo dijo.
– Oh… es que tú eres un hombre muy educado y siempre estás discutiendo cosas estúpidas.
Rió, en un tono forzado y agudo, y me dio unas palmaditas en la espalda.
– ¿Les dijo el Nagual en alguna oportunidad que los toltecas eran un pueblo antiguo que vivió por esta parte de México? -pregunté.
– ¿Ves a dónde vas a parar? Por eso a ti no te dijo nada. Lo más probable es que el viejo cuervo no supiera que se trataba de un pueblo antiguo.
Se mecía en la silla mientras reía. Su risa era muy agradable y contagiosa.
– Somos toltecas, Maestro -dijo-. Ten la seguridad de que lo somos. Eso es todo lo que sé. Pero puedes preguntarle al Testigo. Él sabe. Yo he perdido el interés por la cuestión hace mucho.
Se puso de pie y se dirigió al fogón. Lo seguí. Examinó una olla llena de comida que se cocía a fuego lento. Me preguntó si sabía quién lo había preparado. Estaba casi seguro de que había sido la Gorda, pero le respondí que no sabía. La olió cuatro o cinco veces, en cortas inhalaciones, como un perro. Luego anunció que su nariz le informaba que lo había hecho la Gorda. Me preguntó si yo lo había probado; cuando le hice saber que había acabado de comer exactamente antes de que él llegara, cogió un tazón de un estante y se sirvió una enorme ración. Me recomendó, en términos imperativos, que sólo comiera cosas preparadas por la Gorda y que usara únicamente su tazón, tal como él lo estaba haciendo. Le conté que la Gorda y las hermanitas me habían servido de comer en un tazón oscuro que guardaban en un estante separado de los demás. Me informó que ese tazón pertenecía al Nagual. Regresamos a la mesa. Comió con la mayor lentitud y no pronunció una sola palabra. Su absoluta concentración en el comer me llevó a tomar conciencia de que todos ellos hacían lo mismo: tragaban en completo silencio.
– La Gorda es una gran cocinera -dijo, al terminar-. Solía alimentarme. Hace siglos de ello, antes de odiarme, antes de convertirse en una bruja; quiero decir, en una tolteca.
Me miró con un expresivo destello y me guiñó un ojo.
Sentí la obligación de comentar que la Gorda me había dado la impresión de ser incapaz de odiar a nadie. Le pregunté si sabía que ella había perdido la forma.
– ¡Eso es una sarta de tonterías! -exclamó.
Me observó como si estuviese midiendo la sorpresa de mis ojos, y luego escondió la cara tras un brazo y sofocó una risa tonta al modo de un niño confundido.
– Debo admitir que realmente lo ha hecho -agregó-. Es fantástica.
– Entonces, ¿por qué te desagrada?
– Te diré algo, Maestro, porque confío en ti. No me desagrada en lo más mínimo. Es realmente la mejor. Es la mujer del Nagual. Sólo que procedo así con ella porque me gusta que me mime, y lo hace. Nunca se irrita conmigo. A veces me dejo llevar y me trabo en lucha con ella. Cuando esto sucede, se limita a quitarse de en medio, como hacía el Nagual. Al minuto siguiente ni siquiera recuerda lo que hice. Ahí tienes a un verdadero guerrero sin forma. Hace lo mismo con todos. Pero los demás somos unos despojos lamentables. Somos malos. Esas tres brujas nos odian y nosotros las odiamos.
– Ustedes son brujos, Pablito. ¿No pueden cesar esas riñas?
– Claro que podemos, pero no lo deseamos. ¿Qué esperabas que hiciésemos? ¿Que nos comportáramos como hermanos y hermanas?
No supe qué decir.
– Ellas eran las mujeres del Nagual -prosiguió-. Y, sin embargo, todo el mundo esperaba que me hiciese con ellas. ¡Cómo, en nombre de Dios, voy a hacerlo! Lo intenté con una y, en vez de apoyarme, la bruja estuvo a punto de asesinarme. De modo que ahora cada una de esas mujeres anda tras mi escondite como si hubiese cometido un crimen. Lo único que hice fue seguir las instrucciones del Nagual. Él me ordenó tener relaciones íntimas con todas ellas, una por una, hasta lograr tenerlas con todas a la vez. Pero no lo conseguí con ninguna.
Deseaba preguntarle por su madre, doña Soledad, pero no se me ocurrió ningún modo de traerla a la conversación. Callamos por un momento.
– ¿Las odias por lo que trataron de hacerte? -preguntó de pronto.
Vi mi oportunidad.
– No, en absoluto -dije-. La Gorda me explicó sus razones. Pero el ataque de doña Soledad fue aterrador. ¿La ves a menudo?
No respondió. Miró al techo. Repetí mi pregunta. Advertí que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Su cuerpo tembló, convulsionado por silentes sollozos.
Declaró que una vez había tenido una hermosa madre, a la cual, sin duda, yo recordaría. Su nombre era Manuelita, una santa mujer que crió dos niños, trabajando como una mula para mantenerlos. Sentía la más profunda veneración por aquella mujer, que les había alimentado y amado. Pero un horrible día su destino se había cumplido y se había encontrado con Genaro y el Nagual, y, entre los dos, habían destruido su vida. Con tono muy emotivo, Pablito aseveró que los dos demonios se habían llevado su alma y el alma de su madre. Asesinaron a Manuelita y dejaron en su lugar a Soledad, esa horrenda hechicera. Me clavó los ojos bañados en lágrimas y sostuvo que esa espantosa mujer no era su madre. No era posible que fuese su Manuelita.
Sollozaba de una manera incontrolable. Yo no sabía qué decir. Su estallido emocional era a tal punto auténtico, y sus argumentos tan verosímiles, que me vi dominado por una oleada de sentimentalismo. Pensando como lo haría la mayoría de los hombres civilizados, tuve que estar de acuerdo con él. A juzgar por la apariencia, era una verdadera desgracia para Pablito haberse cruzado en el camino de don Juan y de don Genaro.
Pasé el brazo por sobre sus hombros y estuve a punto de echarme a llorar. Tras un largo silencio, se puso de pie y salió por la puerta trasera. Le oí sonarse la nariz y lavarse la cara en un cubo de agua. Volvió más sereno. Hasta sonreía.
– No me interpretes mal, Maestro -dijo-. No culpo a nadie de lo que me ha sucedido. Fue mi destino. Genaro y el Nagual actuaron como impecables guerreros que eran. Soy débil; eso es todo. Y fracasé en mi misión. El Nagual decía que la única posibilidad que tenía de evitar el ataque de esa horrible bruja consistía en acorralar a los cuatro vientos, y hacerlos soplar desde mis cuatro lados. Pero no lo conseguí. Esas mujeres estaban de acuerdo con la hechicera, Soledad, y no me prestaron ayuda. Buscaban mi muerte.
»El Nagual me dijo también que si yo fallaba, tú tampoco tendrías posibilidad alguna. Aseguró que, si ella te mataba, yo debía huir y tratar de salvar la vida. Dudaba de que consiguiera siquiera alcanzar el camino. Sostenía que tu poder más lo que la bruja ya sabía, la harían insuperable. De modo que, cuando comprendí que no lograría acorralar a los cuatro vientos, me consideré muerto. Y, como era de esperar, odié a esas mujeres. Pero hoy, Maestro, me has llenado de nuevas esperanzas.
Le dije que sus sentimientos hacia su madre me habían llegado muy profundamente. Me encontraba en realidad horrorizado por todo lo sucedido, pero dudaba intensamente de mi capacidad para traerle esperanzas de ninguna clase.
– ¡Lo has hecho! -exclamó con gran certidumbre-. Me sentí terriblemente mal todo este tiempo. Ver a la propia madre corriendo tras uno con un hacha es algo que no puede hacer feliz a nadie. Pero ahora ella está fuera de la cuestión, merced a ti y a todo lo que has hecho.
»Esas mujeres me odian porque están convencidas de que soy un cobarde. No hay lugar en sus endurecidas mentes para comprender que somos diferentes. Tú y esas cuatro mujeres son diferentes de mí y del Testigo y de Benigno en muy amplio grado. Ustedes cinco estaban considerablemente más cerca de la puerta antes de que el Nagual los hallara. Él nos contó que en una oportunidad habías llegado a tratar de suicidarte. Nosotros no éramos así. Estábamos bien, vivos y felices. Éramos todo lo contrario de ti. Ustedes eran personas desesperadas; nosotros no. Si Genaro no se hubiese cruzado en mi camino, yo sería un carpintero satisfecho. O estaría muerto. Eso no importa. Habría dado lo mejor de mí y me encontraría a gusto.