La Gorda me dijo entonces, como si me estuviese revelando un misterio, que el Nagual le había ordenado no comunicar el hecho de que, puesto que todos poseíamos una luminosidad semejante, el contacto de mi nagual con cualquiera de ellos no me debilitaría, como hubiera sucedido en el caso de un hombre corriente.
– Si tu nagual nos toca -comentó, dándome una palmadita cariñosa en la frente-, tu luminosidad permanece en la superficie. Puedes recuperarla sin que nada se pierda.
Le hice saber que me resultaba imposible creer el contenido de su explicación. Se encogió de hombros, como para comunicarme que eso no era de su interés. Le pregunté entonces por el uso de la palabra «nagual». Mencioné el hecho de que don Juan me había expuesto que el nagual era el principio indescriptible, la fuente de todo.
– Claro -dijo sonriendo-. Sé lo que quería decir. El nagual se halla en todo.
Le señalé, en un tono un tanto despectivo, que también se podía aseverar lo contrario: que el tonal está en todo. Me explicó detalladamente que no existía oposición alguna y que mi declaración era correcta; que el tonal también se encuentra en todo. Que el tonal es susceptible de ser fácilmente aprehendido por nuestros sentidos, en tanto el nagual sólo puede ser captado por el ojo del brujo. Agregó que nos podíamos tropezar con las más extravagantes visiones del tonal, y asustarnos o aterrorizarnos ante ellas, o serles indiferentes, puesto que eran accesibles a todos. Una visión del nagual, por otro lado, requería de los sentidos especializados de un brujo para ser contemplada por entero. Y, sin embargo, tanto el tonal como el nagual estaban presentes en todo siempre. Por tanto, correspondía a un brujo decir que «mirar» consistía en contemplar el tonal presente en todas las cosas, mientras que «ver» suponía, por su parte, el percibir el nagual, también presente en todas las cosas. Según ello, si un guerrero contemplaba el mundo como ser humano, estaba mirando; pero si lo hacía como brujo, estaba «viendo», y lo que «veía» debía llamarse con propiedad «nagual».
Reiteró luego las razones, que ya Néstor me había dado poco antes, por las cuales se llamaba a don Juan «el Nagual», y me confirmó que yo también era el Nagual debido a la forma que había surgido de mi cabeza.
Quise averiguar por qué habían denominado «doble» a la forma surgida de mi cabeza. Me dijo que habían creído compartir conmigo un chiste que solían hacer. Ellas siempre habían llamado «doble» a la forma, fundándose en que su tamaño doblaba el de la persona que la poseía.
– Néstor me dijo que no era demasiado conveniente disponer de esa forma -dije.
– No es bueno ni malo -replicó-. La tienes y eso te lleva a ser el Nagual. Eso es todo. Uno de nosotros debe ser el Nagual, y te ha correspondido a ti. Podía haber sido Pablito, o yo, o cualquier otro.
– Explícame ahora en qué consiste el arte del acecho.
– El Nagual era un acechador -comenzó, con los ojos clavados en mí-. Ya debes saberlo. Él te enseñó a acechar desde el comienzo.
Se me ocurrió que se refería a lo que don Juan denominaba «la caza». Era cierto que me había enseñado a ser cazador. Le comenté que me había indicado cómo cazar y tender trampas. El empleo del término «acecho», no obstante, era más apropiado.
– Un cazador se limita a cazar -dijo-. Un acechador lo acecha todo, inclusive a sí mismo.
– ¿Cómo lo hace?
– Un acechador impecable lo convierte todo en presa. El Nagual me dijo que es posible llegar a acechar nuestras propias debilidades.
Dejé de escribir y traté de recordar si en alguna oportunidad don Juan me había expuesto tan insólita probabilidad: la de acechar mis propias debilidades. Nunca le había oído expresarlo en semejantes términos.
– ¿Cómo es posible acechar las propias debilidades, Gorda?
– Del mismo modo en que se acecha una presa. Descifras tus costumbres hasta conocer todas las consecuencias de tu debilidad y te abalanzas sobre ellas y las coges como a conejos en una jaula.
Don Juan me había enseñado lo mismo acerca de los hábitos, pero más como un principio general del cual los cazadores deben ser conscientes. En cambio, la Gor da lo comprendía y aplicaba en una forma más pragmática que la mía.
Había afirmado que todo hábito era, en esencia, un «hacer»; y un hacer requería todas sus partes para funcionar. Si una de ellas faltaba, el hacer resultaba imposible. Para él, cualquier serie coherente y significativa de acciones era un hacer. Dicho en otros términos, una costumbre requería, para constituir una actividad vital, todas sus acciones componentes.
La Gorda narró entonces el acecho que ella misma había realizado a su costumbre de comer en exceso. El Nagual le había sugerido comenzar el ataque a la parte más importante de tal hábito, relacionado con su trabajo de lavandera, pues ingería todo aquello que le ofrecían los clientes al hacer su recorrido, casa por casa, recogiendo la ropa sucia. Confiaba en que el Nagual le dijese qué hacer; pero él se limitó a reír y hacerle burla, afirmando que tan pronto como él le propusiera hacer algo, ella se esforzaría por no hacerlo. Insistió en que así eran los seres humanos: les encanta que se les diga lo que deben hacer, pero les gusta mucho más resistirse a hacerlo, de modo que llegan a aborrecer a quien los ha aconsejado.
Tardó años en dar con una manera de acechar su debilidad. Cierto día, no obstante, se sintió tan harta y asqueada de verse gorda que se negó a comer durante veintitrés días. Tal fue la acción inicial conducente a romper con su fijación. Luego se le ocurrió la idea de llenarse la boca con una esponja para que sus clientes creyeran que tenía una muela infectada y no podía comer. El subterfugio resultó, no sólo con los clientes, que dejaron de darle comida, sino también con ella misma, por cuanto el mordisquear la esponja le proporcionaba la impresión de comer. La Gorda no podía dejar de reír al contarme cómo, para quitarse la costumbre de comer en exceso, había pasado años con una esponja metida en la boca.
– ¿Fue eso todo lo que necesitaste para dejarlo? -pregunté.
– No. También tuve que aprender a comer como un guerrero.
– ¿Y cómo come un guerrero?
– Un guerrero come en silencio, y lentamente, y muy poco cada vez. Yo solía hablar mientras comía, y comía muy rápido, y devoraba montones y montones de alimentos en una sentada. El Nagual me explicó que un guerrero ingería cuatro bocados seguidos; recién pasado un rato tragaba otros cuatro, y así.
«Por otra parte, un guerrero camina kilómetros y kilómetros cada día. Mi afición a comer me impedía caminar. Acabé con ella ingiriendo cuatro bocados por hora y andando. A veces lo hacía durante todo el día y toda la noche. Así me deshice de la gordura de mis nalgas.
Se echó a reír al recordar el mote que le había puesto don Juan.
– Pero acechar las propias debilidades no implica estrictamente el deshacerse de ellas -dijo-. Puedes estar acechándolas desde ahora hasta el día del juicio final sin que nada varíe un ápice. Por eso el Nagual se negaba a precisar lo que se debía hacer. En realidad, lo que un guerrero necesita para ser un acechador impecable es tener un propósito.
La Gorda me contó cómo, antes de conocer al Nagual, vivía de día en día sin aspirar a nada. No tenía esperanzas, ni sueños, ni deseo de cosa alguna. La oportunidad de comer, en cambio estaba siempre a su alcance. Por alguna razón misteriosa que le era imposible desentrañar, siempre, en todos y cada uno de los momentos de su existencia, había dispuesto de buena cantidad de alimentos. Tantos, a decir verdad, que llegó a pesar ciento veinte kilos.
– Comer era la única alegría de mi vida -comentó-. Además, nunca me veía gorda. Me creía más bien bonita y pensaba que la gente gustaba de mí tal como era. Todo el mundo decía que mi aspecto era saludable.
»El Nagual me dijo algo muy extraño: Afirmó que yo poseía un enorme poder personal y, debido a ello, siempre me las había arreglado para que los amigos me proveyeran de comida mientras mi propia familia pasaba hambre. Todos disponemos de poder personal para algo. En mi caso, el problema radicaba en desviar ese poder, dedicado a la obtención de alimentos, de modo de emplearlo para mi propósito de guerrero.