– ¿Y cuál es ese propósito, Gorda? -pregunté, no muy en serio.
– Entrar en el otro mundo -replicó con una sonrisa, a la vez que fingía golpearme la coronilla con los nudillos, tal como solía hacer don Juan cuando creía que yo sólo estaba satisfaciendo mis deseos.
La luz ya no permitía escribir. La pedí que fuese a buscar una lámpara, pero adujo que se hallaba demasiado cansada y tenía que dormir un poco antes de que llegasen las hermanitas.
Fuimos a la habitación de delante. Me tendió una manta, se envolvió en otra y se durmió instantáneamente. Yo me senté con la espalda apoyada en la pared. La base de ladrillos de la cama resultaba dura a pesar de los cuatro colchones de paja. Era más cómodo estar echado. En el momento en que lo hice, me dormí.
Desperté súbitamente, con una sed insoportable. Deseaba ir a la cocina a buscar agua, pero no lograba orientarme en la oscuridad. Percibía a la Gorda, cubierta por su manta, cerca de mí. La sacudí dos o tres veces, para pedirle que me ayudase a conseguir agua. Gruñó algunas palabras ininteligibles. A juzgar por las apariencias, se encontraba tan profundamente dormida que se resistía a despertar. Volví a agitarla y despertó de pronto; pero no era la Gorda. Fuese quien fuese la persona a la que había importunado, me aulló con una voz masculina, bronca, que callara. ¡Había un hombre en lugar de la Gorda! El miedo hizo presa en mí en forma instantánea e incontrolable. Salté del lecho y me precipité hacia la puerta delantera. Pero mi sentido de la orientación falló y terminé en la cocina. Cogí una lámpara y la encendí tan pronto como me fue posible. La Gorda llegó en ese momento, procedente del cobertizo exterior, y me preguntó qué sucedía. Le conté nerviosamente los hechos. También ella se mostró un tanto sorprendida. Tenía la boca abierta y sus ojos habían perdido el brillo habitual. Sacudió la cabeza vigorosamente, con lo cual, al parecer, se despabiló. Con la lámpara en la mano, fue hacia la habitación de la entrada.
No había nadie en la cama. La Gorda encendió tres lámparas más. Se la veía preocupada. Me ordenó quedarme en donde estaba y abrió la puerta de la habitación de las hermanas. Advertí que en el interior había luz. Cerró y me dijo en un tono que no admitía réplica que no me inquietase, que no era nada y que iba a hacer algo de comer. Con la rapidez y eficiencia de un cocinero de restaurante a la carta, preparó algunos alimentos. También me sirvió una bebida caliente a base de chocolate y harina de maíz. Nos sentamos el uno frente al otro y comimos en absoluto silencio.
La noche era fría. Todo hacía pensar que iba a llover. Las tres lámparas de petróleo que ella había llevado al lugar de la cena arrojaban una luz amarillenta y tranquilizadora. Cogió algunas tablas que se hallaban apiladas contra el muro, y las colocó verticalmente, insertándolas en una profunda acanaladura practicada en el madero de sostén del techo. Había en el piso una larga hendedura paralela a la viga, que contribuía a mantener los tablones en su sitio. De todo lo cual resultaba una pared portátil que cerraba el espacio destinado a comedor.
– ¿Quién había en la cama? -pregunté.
– En la cama, a tu lado, estaba Josefina. ¿Quién iba a ser? -replicó como saboreando las palabras, y luego se echó a reír-. Es maestra en bromas así. Por un momento pensé que podía tratarse de otra cosa, pero en seguida percibí el olor que desprende su cuerpo cuando hace de las suyas.
– ¿Qué pretendía? ¿Matarme de un susto? -quise saber.
– Ya sabes que no eres exactamente su preferido -respondió-. No les agrada verse apartadas del sendero que conocen. Detestan que Soledad se vaya. No quieren comprender que todos nos estamos yendo de aquí. Parece que nos ha llegado la hora. Hoy lo supe. Al salir de la casa me di cuenta de que esas estériles colinas me estaban cansando. Nunca había experimentado nada semejante.
– ¿Dónde van a ir?
– Aún no lo sé. Tengo la impresión de que depende de ti. De tu poder.
– ¿De mí? ¿En qué sentido, Gorda?
– Déjame explicártelo. El día anterior al de tu llegada, las hermanitas y yo fuimos a la ciudad. Quería dar contigo allí porque había tenido una visión muy extraña en mi soñar. En ella, me encontraba en la ciudad contigo. Te veía con la misma claridad con que lo hago en este momento. Tú ignorabas quién era yo, pero me hablabas. Yo no alcanzaba a oír tus palabras. Regresé a la misma visión por tres veces, pero en mi soñar no había fuerza bastante para permitirme captar lo que me decías. Supuse que lo que se buscaba darme a entender con todo ello era que debía ir a la ciudad y confiar en mi poder para hallarte en ella. Estaba segura de que estabas en camino.
– ¿Sabían las hermanitas por qué las llevabas a la ciudad? -pregunté.
– No les dije nada -respondió-. Me limité a llevarlas. Anduvimos por las calles durante toda la mañana.
Sus declaraciones me llevaron a un estado de ánimo singular. Espasmos nerviosos recorrieron mi cuerpo. Tuve que ponerme de pie y andar un poco. Volví a sentarme y le hice saber que había estado en la ciudad aquel mismo día y que había caminado durante toda la tarde por la plaza del mercado buscando a don Juan. Se me quedó mirando con la boca abierta.
– Debimos cruzarnos -dijo con un suspiro-. Nosotras estuvimos en el mercado y en la plaza. Pasamos la mayor parte de la tarde sentadas en la escalinata de la iglesia para no llamar la atención.
El hotel en que me había alojado era un edificio prácticamente contiguo al de la iglesia. Recordé que había pasado un rato observando a la gente que se encontraba en las escalinatas. Algo me llevaba a examinarlas. Unía la impresión absurda de que don Juan y don Genaro se hallaban allí, mezclados con aquellas personas, haciéndose pasar por mendigos para darme una sorpresa.
– ¿Cuándo abandonaron la ciudad? -inquirí.
– Alrededor de las cinco, marchamos hacia el lugar que tiene el Nagual en las montañas -respondió.
También había tenido la certeza de que don Juan había partido al caer el día. Los sentimientos experimentados durante aquella búsqueda de don Juan se me aclaraban por completo. Debía revisar mis ideas sobre esa jornada a la luz de sus palabras. Ya me había explicado la certidumbre de que don Juan estaba en las calles de la ciudad como una expectación irracional de mi parte, consecuencia de mi costumbre de hallarle allí en otros tiempos. Ello me había librado de toda preocupación al respecto. Pero la Gorda había estado en la ciudad, tratando de dar conmigo, y se trataba del ser más próximo a don Juan en cuanto a temperamento. Lo que había percibido era su presencia. Su narración no hacía más que confirmar algo que mi cuerpo sabía más allá de toda duda.
Advertí una agitación nerviosa en su cuerpo, mientras le refería mi disposición de ánimo de aquel día.
– ¿Qué hubiese ocurrido en el caso de que dieras conmigo? -pregunté.
– Todo habría cambiado -replicó-. Localizarte habría significado para mí que contaba con el poder necesario para seguir adelante. Ese es el motivo por el cual me hice acompañar por las hermanitas. Tú, yo y ellas, juntos, habríamos partido ese día.
– ¿Hacia dónde, Gorda?
– ¿Quién sabe? Si mi poder hubiese bastado para encontrarte, también habría bastado para saberlo. Ahora te toca a ti. Quizás tengas el poder necesario para determinar a dónde debemos ir. ¿Me entiendes?
Me invadió entonces una profunda tristeza. Se me hizo presente, de modo más agudo que nunca, lo desesperado de mi fragilidad y mi temporalidad humanas. Don Juan había sostenido siempre que lo único que ponía límite a la desesperación era la conciencia de muerte, clave del esquema de las cosas propio de los brujos. Estaba convencido de que la conciencia de muerte podía dotarnos de las fuerzas necesarias para resistir la presión y el dolor de la vida y el temor a lo desconocido. No obstante, nunca había sido capaz de decirme cuál era el modo de hacer pasar a primer plano esa conciencia. Había insistido, cada vez que le interrogaba sobre el particular, en que mi voluntad era el solo factor determinante; en otros términos, debía disponer mi mente para que fuese testigo de tales actos de conciencia. Creía haberlo hecho. Pero, enfrentado a la decisión de la Gorda de dar conmigo para marchar juntos, comprendí que si ella lo hubiese logrado aquel día, yo jamás habría regresado a mi hogar, ni vuelto a ver a aquellos a quienes afirmaba querer. No estaba preparado para ello. Me había adaptado a la idea de la muerte, pero no a la de mi propia desaparición por el resto de la existencia en plena lucidez, sin ira ni desilusión, dejando a un lado lo mejor de mis afectos.