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Me azoraba decir a la Gorda que yo no era un guerrero digno de poseer la clase de poder que debía necesitarse para ejecutar un acto de esa naturaleza: partir para siempre y saber hacia dónde y qué hacer.

– Somos criaturas humanas -dijo-. ¿Quién sabe qué nos espera o qué clase de poder merecemos?

Le confesé que me entristecía demasiado la idea de irse así. Los cambios sufridos por los brujos eran excesivamente drásticos y definitivos. Le referí la insoportable tristeza de Pablito ante la pérdida de su madre.

– La forma humana se alimenta de esos sentimientos -respondió secamente-. Me compadecí de mí misma y de mis pequeños durante años. No comprendía cómo el Nagual podía ser tan cruel como para pedirme que hiciera lo que hice: abandonarlos, destruirlos y olvidarlos.

Afirmó que le había llevado muchísimo tiempo entender que el Nagual también había tenido que abandonar la forma humana. No era cruel. Sencillamente, ya no experimentaba sentimientos humanos. Todo era igual para él. Había aceptado su destino. El problema de Pablito, y el mío propio, consistía en que ninguno de los dos había aceptado su destino. Agregó con desdén que Pablito lloraba al recordar a su madre, su Manuelita, especialmente cuando tenía que prepararse él mismo la comida. Me instó a rememorar a la madre de Pablito tal como era: una vieja estúpida que no sabía hacer otra cosa que servir a su hijo. Sostuvo que la razón por la cual todos ellos consideraban a Pablito un cobarde era su incapacidad para ser feliz al pensar que su sirvienta Manuelita se había convertido en la bruja Soledad, que podía matarlo como si aplastara un bicho.

La Gorda se puso en pie en actitud dramática y se inclinó sobre la mesa hasta que su frente estuvo a punto de rozar la mía.

– El Nagual decía que la buena suerte de Pablito era extraordinaria -dijo-. Madre e hijo luchan por lo mismo. Si no fuera tan cobarde, habría aceptado su destino y enfrentado a Soledad como un guerrero, sin miedo y sin odio. Al final, habría triunfado el mejor, alzándose con todo. Si Soledad hubiera sido la vencedora, Pablito habría debido sentirse feliz y desear su bien. Pero sólo un auténtico guerrero puede sentir ese tipo de felicidad.

– ¿Y qué siente doña Soledad al respecto?

– No se abandona a sus sentimientos -replicó la Gorda, sentándose nuevamente-. Ha aceptado su destino con más prontitud que cualquiera de nosotros. Antes de recibir la ayuda del Nagual, se encontraba peor que yo. Yo, al menos, era joven; ella era una vaca vieja, gorda y cansada, que sólo pedía morir. Ahora la muerte tendrá que dar batalla para llevársela.

El elemento temporal era un factor confuso para mí en relación con la transformación de doña Soledad. Expliqué a la Gorda que no hacía más de dos años que la había visto y seguía siendo la misma anciana que conocía desde un principio. La Gorda me aclaró entonces que la última vez que yo había estado en casa de Soledad, convencido de que aún era la madre de Pablito, el Nagual los había instado a actuar como si nada hubiese ocurrido. Doña Soledad me saludó, como siempre desde la cocina, pero en realidad no llegué a verla. Lidia, Rosa, Pablito y Néstor representaron sus papeles a la perfección para evitar que me diese cuenta de cuáles eran sus verdaderas actividades.

– ¿Por qué el Nagual se dio todo ese trabajo, Gorda?

– Te protegía de algo que aún no estaba claro. Te apartaba de nosotros de una manera deliberada. Tanto él como Genaro me ordenaron no mostrar mi rostro mientras estuvieses cerca.

– ¿Le dieron la misma orden a Josefina?

– Sí. Ella está loca y no puede contenerse. Pretendía hacerte una broma. Solía seguirte sin que tú te enterases. Una noche en que el Nagual te llevó a las montañas estuvo a punto de empujarte a un barranco. El Nagual la descubrió en el momento crítico. No hace esas cosas por maldad, sino porque le divierte ser así. Esa es su forma humana. No cambiará hasta que la pierda. Te he dicho que los seis están un poco idos. Debes ser consciente de ello si no quieres caer en su telaraña. Si te atrapan, no los culpes. No pueden evitarlo.

Guardó silencio por un rato. Capté un signo casi imperceptible de alteración en su cuerpo. Su mirada pareció desenfocarse y su mandíbula cayó como si los músculos de sostén hubiesen cedido. Quedé absorto contemplándola. Sacudió la cabeza dos o tres veces.

– Acabo de ver algo -dijo-. Eres idéntico a las hermanitas y a los Genaros.

Se echó a reír en silencio. No dije nada. Deseaba que se explicara sin mi intromisión.

– Todos se enfadan contigo porque aún no han caído en la cuenta de que no eres distinto de ellos -prosiguió-. Te consideran el Nagual y no comprenden que te complaces en ti mismo al igual que ellos.

Me comunicó que Pablito gimoteaba y se quejaba y representaba el papel de cobarde. Benigno se fingía tímido, incapaz de abrir los ojos. Néstor jugaba el rol del sabio, el que lo sabe todo. Lidia hacía las veces de la mujer dura, capaz de aplastar a cualquiera con una mirada. Josefina era la loca en quien no se podía confiar. Rosa era la muchacha de mal carácter que se comía a los mosquitos que la mordían. Y yo era el loco que venía de Los Angeles con una libreta y un montón de preguntas desatinadas. Y a todos nos gustaba ser como éramos.

– En una época yo era una mujer gorda y maloliente -siguió tras una pausa-. No me importaba que me patearan como a un perro, con tal de no encontrarme sola. Esa era mi forma.

»Tendré que contar a todos lo que he visto acerca de ti, para que nadie se sienta ofendido por tus actos.

No sabía que decir. Comprendía que tenía toda la razón. Lo más importante para mí era -más que la exactitud de su observación- el haber sido testigo de su arribo a tan incuestionable conclusión.

– ¿Cómo viste todo eso? -pregunté.

– Llegó a mí -replicó.

– ¿Cómo llegó a ti?

– Tuve la sensación de que el ver llegaba a mi coronilla, y entonces supe lo que acabo de decirte.

Insistí en que me describiera detalladamente la sensación del ver a la cual acababa de aludir. Accedió a ello tras un momento de vacilación y pasó a definir una impresión similar a aquella de cosquilleo de la que yo había sido tan consciente en el curso de mis enfrentamientos con doña Soledad y las hermanitas. Me explicó que las sensación se iniciaba en la coronilla, bajaba por la espalda y rodeaba la cintura en dirección al útero. Sentía un intenso cosquilleo interior que se convertía en el conocimiento de que yo me estaba aferrando a mi forma humana, como todos los demás, sólo que el modo como yo lo hacía resultaba incomprensible para ellos.

– ¿Oíste alguna voz que te lo dijera? -pregunté.

– No. Sólo vi todo lo que te he dicho acerca de ti mismo.

Deseaba preguntarle si me había visto aferrado a algo, pero desistí de hacerlo. No quería caer en mis pautas habituales de conducta. Además, sabía lo que quería decir al emplear la palabra «ver». Lo mismo que había ocurrido con Rosa y Lidia. «Supe» súbitamente dónde vivían; no había tenido una visión de la casa. Pero sentí que la conocía.

Le pregunté si también había oído un sonido seco en la base del cuello, semejante al de la quebradura de un tubo de madera.