Выбрать главу

– El Nagual nos enseñó a todos lo relativo a la sensación en la coronilla -dijo-. Pero no todos alcanzamos a tenerla. En cuanto al sonido en la base del cuello, es aún menos corriente. Ninguno de nosotros lo oyó. Es raro que lo hayas percibido tú, cuando todavía estás vacío.

– ¿Qué efecto produce ese sonido? -pregunté-. Y, ¿qué es?

– Lo sabes mejor que yo. ¿Qué más puedo decirte? -replicó en tono áspero.

Su propia impaciencia pareció sorprenderla. Sonrió tímidamente y bajó la cabeza.

– Me siento una idiota al decirte cosas que ya sabes -dijo-. ¿Me haces esa clase de preguntas para comprobar si he perdido la forma?

Le hice saber que estaba confundido por cuanto tenía la impresión de saber qué era ese sonido y, sin embargo, ignorarlo todo acerca de él, debido a que para mí conocer algo suponía ser capaz de verbalizarlo. En ese caso, no sabía siquiera por dónde empezar. Por lo tanto, lo único que me cabía hacer era formularle preguntas, en la esperanza de que sus respuestas me ayudasen.

– Por lo que hace a ese sonido, no puedo ayudarte -dijo.

Experimenté una súbita y tremenda incomodidad. Le expliqué que estaba habituado a tratar con don Juan y que en ese momento le necesitaba más que nunca para que me aclarase todo.

– ¿Extrañas al Nagual? -quiso saber.

Le confié que sí, y que no me había percatado de lo mucho que le echaba de menos hasta regresar a su tierra.

– Sientes su falta porque sigues aferrado a tu forma humana -dijo, y rió tontamente, como si le complaciera mi tristeza.

– ¿Y tú no lo extrañas, Gorda?

– No. Yo no. Yo soy él. Toda mi luminosidad ha sido cambiada. ¿Cómo podría echar de menos una cosa que forma parte de mí misma?

– ¿En qué ha variado tu luminosidad?

– Un ser humano, al igual que cualquier otra criatura viviente, emite un resplandor de un amarillo desvaído. En los animales tiende al amarillo, en las personas, al blanco. Pero en los brujos es ambarino, de un color similar al de la miel clara a la luz del sol. En algunas brujas es verdoso. El Nagual decía que ésas eran las más poderosas y difíciles.

– ¿De qué color eres tú, Gorda?

– Ambar, como tú y nosotros. Eso es lo que el Nagual y Genaro me dijeron. Yo nunca me vi. Pero vi a todos los demás. Somos todos ámbar. Y todos, menos tú, semejamos una lápida. Los seres humanos corrientes tienen el aspecto de huevos; por eso el Nagual se refería a ellos como «huevos luminosos». Los brujos cambian no sólo el color de su luminosidad, sino también su forma. Somos como lápidas; sólo que redondeados en ambos extremos.

– ¿Conservo la forma de un huevo, Gorda?

– No. Tienes la forma de una lápida, pero con un feo, sombrío remiendo en el centro. Mientras lo lleves no podrás volar como lo hacen los brujos, como yo lo hice anoche ante ti. Ni siquiera podrás deshacerte de tu forma humana.

Me enzarcé en una apasionada discusión, no tanto con ella como conmigo mismo. Insistí en que su declaración acerca de cómo recobrar la supuesta plenitud era sencillamente ridícula. Le dije que no debía dar la espalda a los propios hijos para tratar de alcanzar la más remota de las metas: entrar en el mundo del Nagual. Estaba tan convencido de tener la razón que me dejé llevar y le grité, enfadado. Mi estallido no la conmovió en lo más mínimo.

– No todo el mundo está obligado a hacerlo -dijo-. Sólo los brujos que desean entrar en otro mundo. Hay buen número de otros brujos que ven y están incompletos. El estar completo es cuestión exclusivamente nuestra, de los toltecas.

»Mira a Soledad, por no ir más lejos. Es la mejor bruja que puedas encontrar y está incompleta. Vivo dos hijos; uno de ellos fue niña. Afortunadamente para Soledad, su hija murió. El Nagual decía que la fuerza del espíritu de la persona que muere regresa a sus dadores, refiriéndose con ello a los padres. Si los dadores ya no viven y el individuo tiene hijos, la fuerza va a parar a manos de aquel de entre ellos que esté completo. Si todos ellos están completos, la fuerza corresponderá a quien tenga poder, que no necesariamente es el mejor ni el más diligente. Te diré a guisa de ejemplo que Josefina, al morir su madre recibió su fuerza, a pesar de ser la más loca de todas. Debería haber ido a parar a su hermano, un hombre trabajador y responsable, pero Josefina tiene más poder que él. La hija de Soledad murió sin descendencia, lo cual le permitió a la madre cerrar parcialmente su agujero. La única posibilidad que tiene de acabar de taparlo reside en la muerte de Pablito. Y de igual forma, la única esperanza que tiene Pablito de tapar su propio agujero depende de la muerte de Soledad.

Le espeté, en términos muy violentos, que sus palabras me parecían repugnantes y horribles. Me dio la razón. Aseveró que en una época ella misma había considerado la posición de los brujos como la cosa más fea posible. Me miraba con ojos fulgurantes. Había algo malévolo en su sonrisa.

– El Nagual me dijo que tú lo entendías todo, pero te negabas a hacer nada al respecto -afirmó en voz muy queda.

Volví a lanzarme a la discusión. Le hice saber que lo que el Nagual le hubiese dicho de mí nada tenía que ver con el asco que experimentaba frente al tema que estábamos tocando. Le expliqué que amaba a los niños y sentía el más profundo respeto por ellos, así como también una gran simpatía por su desamparo en el espantoso mundo que les rodeaba. No concebía la posibilidad de hacer daño a un pequeño, por razón alguna.

– El Nagual no estableció las reglas -dijo-. Las reglas fueron establecidas en alguna parte, allí fuera; no por un hombre.

Me defendí arguyendo que no estaba enfadado con ella ni con el Nagual, sino que hablaba en abstracto, puesto que no alcanzaba a percibir la importancia de todo aquello.

– La importancia viene dada por el hecho de que necesitamos de toda nuestra fuerza; hemos de estar completos para entrar en ese otro mundo -respondió-. Yo era una mujer religiosa. Puedo decirte lo que solía repetir sin conocer el significado de las palabras. Deseaba que mi alma entrase en el reino de los cielos. Es lo que sigo buscando, aunque ahora lo haga por un camino diferente. El mundo del Nagual es el reino de los cielos.

Protesté por principio ante la connotación religiosa que pretendía atribuir a la cuestión. Don Juan me había acostumbrado a no explayarme nunca sobre el tema. Con mucha serenidad me expuso que ella no veía diferencia alguna en cuanto al tipo de vida, entre nosotros y los verdaderos sacerdotes. Destacó que no sólo los auténticos sacerdotes eran completos por norma, sino que ni siquiera se debilitaban con actos sexuales.

– El Nagual decía que esa es la razón por la cual nunca serían exterminados, no importa quién trate de hacerlo -dijo-. Sus seguidores siempre están vacíos; carecen del vigor de los pastores. Me gustó que el Nagual dijera eso. Siempre le tuve cariño. Nosotros somos como ellos. Hemos dejado el mundo y, sin embargo, nos mantenemos en medio de él. Los sacerdotes serían grandes brujos voladores si alguien les dijera que pueden serlo.

Recordé la admiración de mi padre y abuelo hacia la Revolución mexicana. Lo que más les entusiasmaba de ella era el intento por exterminar al clero. Ese entusiasmo, transmitido de padres a hijos, llegó hasta mí. Todos coincidíamos de alguna manera en ello. Tales convicciones formaban parte de las primeras cosas que don Juan había desterrado de mi personalidad.

En una ocasión le dije, como si estuviera expresando una opinión propia, algo que había estado oyendo durante toda mi vida: que la estratagema clásica de la Iglesia consistía en mantenernos en la ignorancia. Don Juan se puso muy serio. Parecía que mis palabras habían tocado una fibra muy profunda dentro de él. Pensé inmediatamente en los siglos que había durado la explotación de los indios.

– Esos sucios bastardos -dijo don Juan-. Me han mantenido en la ignorancia, y a ti también.

Capté su ironía de inmediato y ambos reímos. Nunca me había detenido a examinar esa conversación. Yo no pensaba como él, pero tampoco me oponía a su concepción. Le hablé de mi padre y de mi abuelo y de sus puntos de vista frente a la religión, como hombres de talante liberal.