– No importa lo que nadie diga ni haga -afirmó. Tú debes ser impecable. La lucha se libra en nuestro pecho.
Me dio unos ligeros golpes en el pecho.
– Si tu padre o tu abuelo se hubiesen propuesto ser guerreros impecables -prosiguió don Juan-, no habrían perdido el tiempo en discusiones bizantinas. Hay que dedicar todo el tiempo y toda la energía para poder superar la propia estupidez. Y eso es lo importante. El resto no vale la pena. Nada de lo que tu padre y tu abuelo dijeron acerca de la Iglesia les proporcionó bienestar. En cambio, el ser un guerrero impecable te dará vigor y juventud y poder. De modo que lo que debes hacer es escoger sabiamente.
Mi opción era la impecabilidad y sencillez de una vida de guerrero. Debido a ello me resultaba evidente que debía tomar las palabras de la Gorda con la mayor seriedad, lo cual me parecía aún más amenazador que los actos de don Genaro. Él solía asustarme profundamente. Sus acciones, aunque terroríficas, eran asimiladas, sin embargo, en la continuidad coherente de sus enseñanzas. Tanto las afirmaciones como los hechos de la Gorda significaban una amenaza de diferente clase para mí, en cierto sentido más concreta y real.
La Gorda se estremeció. Un escalofrío recorrió su cuerpo, obligándola a contraer los músculos de hombros y brazos. Se aferró al borde de la mesa, rígida y torpe. Luego se relajó, y volvió a ser la de siempre.
Me sonrió. Sus ojos y su sonrisa eran deslumbradores. Dijo en tono despreocupado que acababa de ver mi dilema.
– Es inútil que cierres los ojos y finjas que no quieres hacer ni saber nada -afirmó-. Podrás hacerlo con los demás, pero no conmigo. Ahora comprendo por qué el Nagual me encargó transmitirte todo esto. Yo no soy nadie. Tú admiras a los grandes personajes; el Nagual y Genaro eran los más grandes de todos.
Calló y me estudió. Parecía esperar mi reacción ante su discurso.
– Luchaste contra todo lo que el Nagual y Genaro te enseñaron, constantemente -prosiguió-. Es por eso que estás retrasado. Y luchaste contra ellos porque eran grandes. Ese es tu modo de ser. Pero no puedes luchar conmigo porque te es imposible levantar la vista hacia mí. Soy tu par; formo parte de tu ciclo. A ti te agrada enfrentar a quienes son mejores que tú. Yo no constituyo un desafío. De modo que aquellos dos demonios acabaron por atraparte a través de mí. Pobre Nagualito, has perdido la batalla.
Se me acercó y me susurró en el oído que el Nagual también le había dicho que nunca debía intentar arrancarme la libreta de las manos porque ello era tan peligroso como quitarle un hueso de la boca a un perro hambriento.
Me rodeó con sus brazos, apoyando la cabeza sobre mi hombro y rió queda y suavemente.
Su «ver» me había dejado entumecido. Sabía que tenía toda la razón. Me había cogido por entero. Permaneció un largo rato con su cabeza junto a la mía. En cierto modo, la proximidad de su cuerpo resultaba tranquilizadora. En eso se parecía a don Juan. Rezumaba fuerza y convicción y firmeza de propósitos. Se había equivocado al decir que no podía admirarla.
– Olvidemos esto -dijo de pronto-. Hablemos acerca de lo que debemos hacer esta noche.
– ¿Qué es exactamente lo que vamos a hacer, Gorda?
– Tenemos una última cita con el poder.
– ¿Se trata de otra espantosa batalla con alguien?
– No. Las hermanitas se limitarían a mostrarte algo que completará tu visita. El Nagual me dijo que después de eso podías marcharte para no retornar jamás, o tomar la decisión de quedarte con nosotros. De todos modos, lo que ellas deben exponerte no es sino su arte, el arte del soñador.
– ¿Y en qué consiste ese arte?
– Genaro me contó que ha intentado innumerables veces darte a conocer el arte del soñador. Exhibió ante ti su otro cuerpo: el del soñar; en una ocasión te hizo estar en dos sitios simultáneamente, pero tu vaciedad no te permitió ver lo que te indicaba. Aparentemente, todos sus esfuerzos escapaban a través del agujero que tienes en tu centro.
»Ahora parece que es diferente. Genaro hizo de las hermanitas las extraordinarias soñadoras que son; esta noche te revelarán el arte de Genaro. En ese aspecto, son sus verdaderas hijas.
Ello me recordó lo que Pablito había dicho poco antes: que éramos hijos de los dos, y que éramos toltecas. Le pregunté qué había querido decir con eso.
– El Nagual me dijo que los brujos solían ser llamados toltecas en el lenguaje de su benefactor -respondió.
– ¿Y cuál era ese lenguaje, Gorda?
– Nunca me lo dijo. Pero Genaro y él hablaban en un idioma que ninguno de nosotros entendía. Y conocemos cuatro lenguas indígenas.
– ¿También decía don Genaro que él era tolteca?
– Su benefactor había sido el mismo hombre, de modo que ambos decían lo mismo.
Cabía suponer, dadas sus respuestas, que o la Gor da no sabía gran cosa sobre el tema, o no quería comunicármelo. Le expuse esa conclusión. Me confesó que nunca había prestado gran atención al asunto y se preguntaba por qué yo le atribuía tanto valor. Prácticamente le di una conferencia sobre la etnografía de México Central.
– Un brujo es un tolteca cuando ha sido iniciado en los misterios del acechar y el soñar -dijo con mucha tranquilidad-. El Nagual y Genaro fueron iniciados por su benefactor y retuvieron esos misterios en sus cuerpos. Nosotros hacemos lo mismo, y por eso somos toltecas, como el Nagual y Genaro.
»El Nagual nos enseñó, a ti y a mí, a ser desapasionados. Yo soy más desapasionada que tú por cuanto carezco de forma. Tú aún la conservas y estás vacío. Es decir, que tienes toda clase de problemas. Algún día, sin embargo, volverás a estar completo y te darás cuenta de que el Nagual tenía razón. Afirmaba que el mundo de las gentes sube y baja y las gentes suben y bajan con su mundo; como brujos, no tenemos por qué seguirlas en sus subidas y bajadas.
»El arte de los brujos consiste en estar fuera de todo y pasar desapercibido. Y, sobre todo, en no malgastar el poder. El Nagual me informó de que tu problema es que siempre te enredas en idioteces, como ahora. Estoy segura de que nos preguntarás a todos por los toltecas, pero no harás lo propio respecto de nuestra atención.
Su risa era clara y contagiosa. Hube de reconocerle que tenía razón. Los pequeños problemas siempre me habían fascinado. No le oculté que el empleo que hacía del término «atención» me desconcertaba.
– Ya te he hecho saber lo que el Nagual me transmitió acerca de la atención -dijo-. Captamos las imágenes del mundo mediante nuestra atención. Es muy difícil enseñar a un varón el arte de los brujos porque su atención siempre está bloqueada, dirigida hacia algo. Una hembra, por el contrario, se halla siempre abierta, puesto que durante la mayor parte del tiempo no concentra su atención sobre nada específico. En especial cuando tiene la regla. El Nagual insistía en ello; además, me demostró que en ese período mi atención escapaba de las imágenes del mundo. Si no lo atiendo, el mundo se desploma.
– ¿Cómo es eso, Gorda?
– Es muy sencillo. Mientras una mujer menstrúa, le es imposible concentrar su atención en nada. Esa es la fractura a la cual se refería el Nagual. En vez de luchar por focalizarla, la mujer debe dejarse ir de las imágenes fijando la vista en las colinas distantes, o en el agua de los ríos, o en las nubes.
»Si miras con los ojos abiertos, te confundes y la vista se te nubla; pero si los entornas y parpadeas constantemente y observas las cimas de una en una, o las nubes de una en una, puedes pasar horas haciéndolo, o días, si es necesario.
»El Nagual tenía por costumbre hacernos sentar ante la puerta y contemplar las colinas redondeadas del otro lado del valle. A veces se sentaba a nuestro lado durante días enteros, hasta que la fractura se producía.
Me hubiera gustado que siguiera hablando, pero calló y se apresuró a sentarse muy cerca de mí. Me indicó con un gesto que escuchase. Oí un crujido y, de pronto, Lidia entró en la cocina. Supuse que había estado durmiendo en su habitación y que el rumor de nuestras voces la había despertado.