Había cambiado su vestimenta occidental, que llevaba la última vez que la había visto, por un vestido largo, similar a los que usaban las mujeres indias de la zona. Cubría sus hombros con un chal e iba descalza. El vestido no la hacía aparecer más vieja ni más pesada sino que le daba un aspecto de niña enfundada en ropas de mujer mayor.
Se acercó a la mesa y saludó a la Gorda con un formal «Buenas noches, Gorda». Se volvió a mí y dijo: «Buenas noches, Nagual».
Su saludo fue tan inesperado y su tono tan serio que estuve al borde de la risa. Capté una advertencia disimulada en la Gorda. Fingía rascarse la cabeza con el dorso de la mano izquierda.
Respondí tal como lo había hecho la Gorda: «Buenas noches, Lidia».
Se sentó en el extremo de la mesa, a mi derecha. No sabía si debía iniciar una conversación. Estaba por decir algo cuando la Gorda me tocó la pierna con la rodilla y, con un sutil movimiento de cejas, me indicó que escuchara. Volví a oír el roce de una tela contra el suelo. Josefina se detuvo un momento en la puerta antes de aproximarse a la mesa. Nos saludó: a Lidia, a la Gorda y a mí, en ese orden. No logré verla de frente. También llevaba un vestido largo y un chal, e iba descalza. Pero en su caso la ropa era tres o cuatro tallas más grande y había metido en ella un espeso relleno. Su aspecto era totalmente estrafalario; su rostro se veía delgado y joven, pero su cuerpo estaba grotescamente inflado.
Cogió un banco, lo llevó hasta la cabecera izquierda de la mesa y se sentó en él. Las tres parecían sumamente serias. Estaban sentadas con las piernas juntas y las espaldas rígidas.
Volví a percibir el rumor de ropas arrastradas y entró Rosa. Su vestimenta era similar a la de las otras y tampoco estaba calzada. Su saludo fue igualmente formal y la lista previa a mí incluyó a Josefina. Todos le respondimos en el mismo tono. Se sentó a la mesa frente a mí. Permanecimos en total silencio por un buen rato.
La Gorda habló, de improviso. El sonido de su voz nos hizo dar un respingo. Dijo, señalándome, que el Nagual iba a mostrarles a sus aliados, y que iba a valerse de su llamada especial para atraerlos a su habitación.
Intenté hacer una broma diciendo que el Nagual no estaba allí, de modo que no podía convocar aliado alguno. Esperaba que rieran. La Gorda se cubrió el rostro y las hermanitas se quedaron mirando. La Gorda me tapó la boca con la mano y me susurró al oído que era imprescindible que me abstuviera de decir idioteces. Me miró a los ojos y me ordenó invocar a los aliados mediante la llamada de las polillas.
Comencé a hacerlo, no sin experimentar cierta resistencia. De inmediato me vi superado por las circunstancias; descubrí en cuestión de segundos, que había dedicado toda mi concentración a producir el sonido. Modulé su formación y controlé la salida de aire de mis pulmones para dar lugar al sonsonete más prolongado posible. Resultó muy melodioso.
Aspiré profundamente para lanzarme a una nueve serie sonora. Me detuve al punto. Algo, fuera de la casa, respondía a mi llamada. Sones igualmente rítmicos llegaban de todas partes de la casa, incluso desde el tejado. Las hermanitas se levantaron de sus asientos para acurrucarse como niñas asustadas en torno de la Gorda y de mí.
– Por favor, Nagual, no dejes entrar nada en la casa -rogó Lidia.
Hasta la Gorda parecía un tanto sobresaltada. Me ordenó que me detuviera con un enérgico gesto. Yo no me proponía en modo alguno insistir. Los aliados, de cualquier manera, fuesen fuerzas informes, o seres que rondaban la casa, no dependían de mi expresión sonora. Volví a experimentar, al igual que dos noches antes en la casa de don Genaro, una presión insoportable, un peso descargado sobre toda la casa. Lo percibía en el ombligo como una comezón, una excitación que de pronto se convirtió en un agudo dolor físico.
Las tres hermanitas estaban presas del terror, especialmente Lidia y Josefina. Ambas gemían como perros heridos. Me rodearon y se prendieron de mí. Rosa pasó por debajo de la mesa a gatas; en cierto momento su cabeza asomó por entre mis piernas. La Gorda estaba de pie a mis espaldas y conservaba la calma en la medida en que le resultaba posible. Al poco rato la histeria y el miedo de las tres muchachas adquirieron proporciones incalculables. La Gorda se inclinó y murmuró en mi oído que debía producir el sonido opuesto, aquel capaz de dispersarlos. Experimenté durante un instante una suprema incertidumbre. A decir verdad, no conocía ningún otro sonido. Pero en ese momento sentí un ligero cosquilleo en la coronilla, un escalofrío recorrió mi cuerpo y mi memoria recuperó de quien sabe dónde un silbido singular que don Juan solía emitir por las noches y se esforzaba por enseñarme. Me había dicho que era un medio válido tanto para mantener el equilibrio durante la marcha como para no extraviar el camino en la oscuridad.
Comencé a silbar y la presión que sentía sobre mi zona umbilical cesó. La Gorda sonrió y suspiró aliviada y las hermanitas se apartaron de mí, sofocando risillas como si todo lo sucedido no hubiese pasado de ser una broma. Me hubiera gustado lanzarme a la reflexión espiritualista acerca de la brutal transición del agradable diálogo sostenido con la Gorda a esa situación sobrenatural. Consideré por un momento la posibilidad de que todo aquello no fuese más que una treta de las muchachas. Pero estaba demasiado débil. Me sentí al borde del desvanecimiento. Me zumbaban los oídos. La tensión en torno a mi estómago era tan violenta que creí enfermar. Apoyé la cabeza contra el canto de la mesa. No obstante, pasados unos pocos minutos, me encontré en condiciones de sentarme erguido.
Las tres muchachas parecían haber olvidado el susto. De hecho, reían y jugaban entre ellas, empujándose unas a otras y rodeándose las caderas con sus chales. La Gorda no se veía nerviosa; tampoco se la veía relajada.
En cierto momento, Rosa fue empujada por las otras dos y cayó del banco en que se hallaban sentadas las tres. Pensé que se iba a enfadar pero, en cambio, rió como una tonta. Miré a la Gorda, pidiéndole instrucciones. Estaba sobre su asiento, muy tiesa. Unía los ojos entornados, fijos en Rosa. Las hermanitas reñían estridentemente, como colegialas nerviosas. Lidia empujó a Josefina y la hizo rodar por el banco hasta que cayó al suelo, junto a Rosa. En el instante en que Josefina dio contra el piso, cesaron sus risas. Rosa y Josefina menearon el cuerpo, haciendo un movimiento incomprensible con las nalgas, las sacudían de un lado a otro, como si estuvieran aplastando algo contra el suelo. Luego se pusieron de pie y cogieron a Lidia por los brazos. Las tres, sin hacer el más ligero sonido, dieron un par de vueltas. Rosa y Josefina alzaron a Lidia, aferrándola por las axilas y la sostuvieron así mientras, de puntillas, rodeaban la mesa dos o tres veces. Entonces las tres se desplomaron como si tuviesen en las rodillas resortes que hubieran cedido a la vez. Sus largos vestidos se llenaron de aire, adquiriendo el aspecto de enormes balones.
En el suelo, su silencio fue aún mayor. No hubo otro sonido que el suave crujir de sus ropas al arrugarse y arrastrarse. Tuve la impresión de estar viendo un filme tridimensional sin sonido.
La Gorda, que se había mantenido sentada a mi lado observándolas en silencio, se puso en pie de repente y, con la agilidad de un acróbata, corrió hacia la puerta de su habitación, situada en un rincón del comedor. Antes de llegar a ella, se dejó caer sobre el lado derecho; ayudándose con el hombro dio una vuelta sobre sí misma, se levantó empujada por el impulso de la rodada y abrió la puerta de golpe. Todos sus movimientos fueron realizados en absoluto silencio.
Las tres muchachas rodaron a su vez y entraron a la habitación arrastrándose como gigantescos insectos. La Gorda me hizo señas para que me acercase a ella; entramos a la habitación y me hizo sentar en el suelo, con la espalda apoyada en el marco de la puerta. Ella hizo lo mismo, situándose a mi derecha. Me ordenó entrecruzar los dedos y llevar las manos a la región umbilical, sobre el ombligo.
Al principio me vi obligado a dividir mi atención entre la Gorda, las hermanitas y la habitación. Pero una vez que la Gorda hubo dispuesto mi posición, fue el lugar lo que atrajo mi curiosidad. Las tres hermanas yacían en el centro de un cuarto amplio, blanco, cuadrado, con pisó de ladrillo. Había allí cuatro lámparas de petróleo, una en cada pared, colocadas sobre repisas empotradas a unos dos metros del suelo. No había cielorraso. Las vigas de sostén del techo habían sido oscurecidas y el efecto era el de un lugar enorme, sin cobertura. Las dos puertas estaban situadas, la una frente a la otra, en rincones opuestos por la diagonal. Al mirar la puerta que tenía delante, advertí que las paredes se correspondían en su orientación con los puntos cardinales. Nos encontrábamos en el ángulo noroeste.