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La Gorda me ordenó con un gesto que prosiguiera. Repetí la serie por tres veces. La última fue totalmente magnética. No necesité tomar aire para soltarlo en pequeñas dosis, como había estado haciendo hasta entonces. El sonido salió de mi boca sin el menor esfuerzo. Ni siquiera hube de usar el canto de la mano para ayudarme.

De pronto, la Gorda se precipitó hacia mí, me alzó por las axilas y me llevó al centro de la habitación. Ello dio al traste con mi concentración. Advertí que Lidia estaba asida a mi brazo derecho, Josefina al izquierdo y Rosa había retrocedido hasta encontrarse de espaldas ante mí, y me aferraba por la cintura extendiendo los brazos hacia atrás. La Gorda se hallaba detrás de mí. Me hizo alargar las manos hacia ella y apoderarme de los extremos de su chal, con el cual se había envuelto cuello y hombros al modo de un arreo.

En ese momento me di cuenta de que en el recinto había algo además de nosotros, pero no alcanzaba a determinar de qué se trataba. Las hermanitas temblaban. Comprendí que ellas tenían conciencia de una presencia que yo no era capaz de distinguir. Entendía asimismo que la Gorda iba a intentar hacer lo mismo que había hecho en la casa de don Genaro. Súbitamente, sentí que el viento que penetraba por el ojo de la puerta nos empujaba. Me sujeté con todas mis fuerzas al chal de la Gor da, en tanto las muchachas hacían lo propio conmigo. Girábamos, caíamos y oscilábamos como una gigantesca hoja carente de peso.

Abrí los ojos y comprobé que teníamos el aspecto de un bulto. Tanto podíamos estar en posición vertical como yacer horizontalmente en el aire. Era imposible precisarlo, pues no tenía puntos de referencia sensorial. Entonces, tan de improviso como habíamos sido alzados, se nos dejó caer. Todo el peso del descenso se hizo sentir en la línea media de mi cuerpo. Aullé de dolor y mis alaridos se sumaron al de las hermanitas. Me dolía la parte posterior de las rodillas. Una presión insoportable se ejercía sobre mis piernas de forma que pensé que se me habían fracturado.

Mi siguiente impresión fue la de que algo me entraba en la nariz. Todo estaba muy oscuro y me encontraba tumbado boca arriba. Me senté. Descubrí que la Gorda me hacía cosquillas con una ramita en las fosas nasales.

No me sentía agotado; ni siquiera ligeramente cansado. Me puse de pie de un salto; sólo entonces advertí que no estábamos en la casa. Nos encontrábamos en una colina rocosa y árida. Di un paso y estuve a punto de caer. Había tropezado con un cuerpo. Era Josefina. Al tocarla, reparé que se hallaba muy caliente. Parecía tener fiebre. Traté de hacerla sentar, pero estaba desmayada. Rosa estaba a su lado. Por contraste, estaba fría como el hielo. Coloqué a la una sobre la otra y las mecí. Ese movimiento les hizo recobrar el conocimiento.

La Gorda había dado con Lidia y la estaba haciendo andar. A los pocos minutos, todos estábamos de pie, a un kilómetro aproximadamente al este de la casa.

Años antes, don Juan me había hecho vivir una experiencia similar, aunque con la ayuda de una planta psicotrópica. Aparentemente, yo había volado para aterrizar a cierta distancia de su casa. Aquella vez había buscado una explicación racional del suceso. No había lugar para tal cosa, y al no aceptar que había volado, tuve que recurrir a una de las dos salidas posibles: don Juan me había transportado hasta aquel lugar mientras me hallaba inconsciente, bajo los efectos de los alcaloides del vegetal, o bien, como resultado de la droga, había creído aquello que don Juan me ordenaba creer: esto es, que volaba.

Ahora no me quedaba otro recurso que disponer mi ánimo para aceptar, en sentido literal, que había volado. No obstante, deseaba permitirme algunas dudas: comencé a considerar la posibilidad de que las cuatro muchachas me hubiesen llevado hasta aquella colina. Rompí a reír, incapaz de reprimir un oscuro deleite. Una recaída en mi vieja enfermedad. La razón que había mantenido temporalmente bloqueada, volvía a enseñorearse de mí. La defendía. Tal vez fuese más apropiado decir, a la luz de las cosas extravagantes que había presenciado, o de las cuales había participado desde mi llegada, que mi razón se defendía por sí sola, en independencia del todo más complejo que parecía ser el «yo» que no conocía. Me encontraba casi en situación de observador atento, ante la lucha de mi razón por dar con fundamentos lógicos adecuados a los hechos; por otra parte, una porción mucho mayor de mi persona carecía por completo del menor interés por explicarse nada.

La Gorda hizo poner en fila a las tres jóvenes. Luego me atrajo a su lado. Todas ellas cruzaron los brazos tras la espalda. Hube de imitarlas. Me estiró los brazos hacia atrás todo lo que fue posible, para que me cogiera cada antebrazo con la mano del lado opuesto fuertemente y muy cerca de los codos. Ello produjo una gran presión muscular en las articulaciones de mis hombros. Me obligó a echar el torso hacia adelante, inclinándome. Entonces remedó el peculiar reclamo de un ave. Era una señal. Lidia echó a andar. En la oscuridad, sus movimientos me recordaron los de una patinadora. Caminaba veloz y silenciosamente y en pocos minutos desapareció de mi vista.

La Gorda repitió la llamada por dos veces: Rosa y Josefina se marcharon tal como lo había hecho Lidia. Me dijo que no me apartase de ella. Reprodujo el sonido una vez más y ambos nos pusimos en camino.

Me sorprendía la suavidad de mi propia marcha. Todo mi equilibrio estaba centrado en mis piernas. El llevar los brazos detrás, en vez de estorbar mis movimientos, me ayudaba a conservar una curiosa estabilidad. Pero lo que más me asombraba era el silencio de mis pasos.

Cuando llegamos a la carretera comenzamos a andar normalmente. Nos cruzamos con dos hombres que iban en dirección opuesta. La Gorda los saludó y ellos respondieron. Al llegar a la casa encontramos a las hermanitas junto a la puerta: no se atrevían a entrar. La Gorda les hizo saber que, si bien yo no era capaz de controlar a los aliados, podía llamarlos u ordenarles partir y que ya no nos molestarían. Las muchachas le creyeron, cosa que a mí no me era posible hacer en ese caso.

Entramos. Silenciosas y eficientes, se desnudaron, se echaron agua fría en todo el cuerpo y se pusieron ropa limpia. Hice lo mismo. Me vestí con las prendas que solía dejar en la casa de don Juan, que la Gorda me entregó en una caja.

Todos estábamos alegres. Le pedí a la Gorda que me explicara lo que habíamos hecho.

– Más tarde hablaremos de eso -dijo en tono firme.

Recordé entonces que los paquetes que había llevado para ellas seguían en el coche. Pensé que el momento en que la Gorda estuviese preparando algo de comer sería el adecuado para distribuirlos. Fui a buscarlos. Lidia me preguntó si ya los había asignado, según su sugerencia. Le respondí que prefería que ellas mismas escogieran el que les gustase. Se negó. Sostuvo que no le cabía la menor duda de que había algo especial para Pablito y Néstor y un montón de chucherías para ellas, que yo arrojaba sobre la mesa para que se pelearan por ellas.

– Además, no has traído nada para Benigno -dijo, acercándose a mí y observándome con disimulada seriedad-. No puedes herir los sentimientos de los Genaros dándoles dos regalos para tres.

Rieron. Me sentí turbado. Tenía toda la razón en sus afirmaciones.

– Eres descuidado; es por eso que nunca me gustaste -prosiguió Lidia, trocando la sonrisa por el ceño-. Nunca me saludaste con cariño ni con respeto. Cada vez que nos encontrábamos, te limitabas a fingir que te hacía feliz verme.

Hizo una parodia de mi saludo, de una efusividad evidentemente artificial; un saludo que debía haber empleado con ella incontables veces en el pasado.

– ¿Por qué nunca me preguntaste qué hacía aquí?

Dejé de escribir para considerar el punto. Nunca se me había ocurrido preguntarle nada. Le dije que no tenía justificación.

La Gorda intercedió, alegando que la razón por la cual jamás había dirigido más de dos palabras a Lidia ni a Rosa era que estaba acostumbrado a hablar únicamente con mujeres de las que estuviese enamorado, en uno u otro sentido. Agregó que el Nagual le había dicho que debían responderme en caso de que yo les preguntara algo directamente, pero que en tanto no lo hiciera no tenían por qué decirme nada.