Rosa aseveró que yo no le gustaba porque estaba siempre riendo y tratando de ser divertido. Josefina añadió que, puesto que nunca antes me había visto, yo le desagradaba por que sí, sin ningún motivo especial.
– Quiero que sepas que no te acepto como Nagual -me dijo Lidia-. Eres demasiado estúpido. No sabes nada. Yo sé más que tú. ¿Cómo podría respetarte?
Afirmó que, por lo que a ella tocaba, le daba igual que yo regresara al lugar del cual había salido o me arrojase a un lado.
Rosa y Josefina no dijeron palabra. A juzgar por la expresión seria y concentrada de sus rostros, sin embargo, parecían estar de acuerdo con su hermana.
– ¿Cómo puede guiarnos este hombre? -preguntó Lidia a la Gorda -. No es un verdadero Nagual. Es un hombre. Nos va a convertir en idiotas semejantes a él.
Según hablaba, la expresión vil en el gesto de Rosa y Josefina se me iba haciendo más evidente.
Intervino la Gorda para explicarles lo que había «visto» esa tarde acerca de mí. Terminó diciendo que, así como me había recomendado cuidarme de sus redes, similar consejo les daba a ellas: cuidarse de caer en las mías.
Tras la manifestación inicial de animosidad hacia mi persona, realizada por Lidia, auténtica y bien fundamentada, me causó estupor ver con cuanta facilidad se sometía a las observaciones de la Gorda. Me sonrió. Es más, fue a sentarse a mi lado.
– Tú eres como nosotros, ¿no? -preguntó como aturdida.
No sabía qué decir. Temía cometer un error garrafal.
Era evidente que Lidia acaudillaba a las hermanitas. En el momento en que me sonrió, las otras dos parecieron adoptar la misma postura hacia mí.
La Gorda le dijo que no se preocuparan por mi bolígrafo y mi libreta y mis preguntas; que, a cambio, yo no me podría nervioso cuando ellas se dedicasen a hacer lo que más les gustaba: abandonarse a sí mismas.
Las tres fueron a sentarse cerca de mí. La Gorda fue hasta la mesa, cogió los paquetes y los llevó al coche. Pedí a Lidia que me disculpara por mis torpezas pasadas, y a todas ellas que me contasen cómo habían llegado a ser aprendices de don Juan. Para que no se sintieran incómodas yo les conté cómo había conocido a don Juan. Sus relatos no difirieron en nada de los de doña Soledad.
Lidia comentó que todas habían tenido la posibilidad de marcharse del mundo de don Juan, pero habían elegido quedarse. Por lo que hacía a ella, en particular, siendo la primera de las aprendices, había tenido sobradas ocasiones para irse. Una vez el Nagual y Genaro la hubieron curado, el primero le había señalado la puerta, aclarándole que, de no utilizarla en ese preciso momento, se cerraría para no volver a abrirse nunca.
– Mi destino quedó sellado en el instante en que se cerró -me dijo Lidia-. A ti te sucedió algo semejante. El Nagual no me ocultó que, tras ponerte un parche, te fue dada la oportunidad de marchar, pero tú no lo hiciste.
Esa decisión constituía mi recuerdo más vívido. Les conté que don Juan me había engañado, diciéndome que una bruja andaba tras él y me daba a escoger entre irme para no volver y quedarme a ayudarle en la guerra contra su atacante. Resultó que su pretendido agresor no era sino uno de sus cómplices. Al enfrentarle, creyendo hacerlo en nombre de don Juan, le ponía en mi contra; se convirtió en lo que él llamaba mi «digno adversario».
Pregunté a Lidia si ellas también habían tenido un digno adversario.
– No somos tan tontas como tú -dijo-. Nunca necesitamos que nadie nos espoleara.
– Pablito sí es así de estúpido -dijo Rosa-. Soledad es su enemigo. No sé, sin embargo, hasta qué punto ella vale la pena. Pero, como reza el dicho, a falta de pan, buenas son tortas.
Rieron y dieron golpes sobre la mesa.
Inquirí si alguna de ellas conocía a la bruja que don Juan me había opuesto, la Catalina.
Negaron con la cabeza.
– Yo la conozco -dijo la Gorda desde junto al fogón-. Pertenece al ciclo del Nagual, pero en apariencia no tiene más de treinta años.
– ¿Qué es un ciclo, Gorda? -pregunté.
Se acercó a la mesa, puso un pie sobre el banco y apoyó la barbilla en la mano, descansando sobre el brazo y la rodilla.
– Los brujos como el Nagual y Genaro tienen dos ciclos -explicó-. Durante el primero son humanos, como nosotros. Nos encontramos en nuestro primer ciclo. A cada uno nos ha sido asignada una tarea; el llevarla a cabo nos hará perder la forma humana. Eligio, los cinco aquí presentes y los Genaros pertenecemos a un mismo ciclo.
»El segundo ciclo es aquel en que el brujo ya no es humano: tal el caso del Nagual y de Genaro. Vinieron a educarnos y hecho eso, partieron. Nosotros somos para ellos su segundo ciclo.
»El Nagual y la Catalina son como tú y Lidia. Se encuentran en idénticas posiciones. Ella es una bruja asustadiza, como Lidia.
La Gorda regresó a su lugar junto a las hornallas. Las hermanitas se veían inquietas.
– Esa debe ser la mujer que conoce las plantas de poder -dijo Lidia a la Gorda.
Ésta confirmó su suposición. Las interrogué acerca de si el Nagual les había dado alguna vez plantas de poder.
– No, a nosotras no -replicó Lidia-. Las plantas de poder sólo se dan a gente vacía. Como tú y la Gorda.
– ¿Te dio a ti plantas de poder el Nagual, Gorda? -pregunté en voz bien audible.
La Gorda mostró dos dedos, alzándolos hasta por sobre su cabeza.
– El Nagual le ofreció su pipa dos veces -dijo Lidia-. Y en ambos casos perdió la razón.
– ¿Qué fue lo que sucedió, Gorda? -quise saber.
– Salí de mis cabales -dijo acercándose a la mesa-. El Nagual nos dio plantas de poder porque nos estaba poniendo un parche en el cuerpo. El mío no tardó en adherirse. Contigo la cosa fue más difícil. El Nagual decía que estabas más loco que Josefina y eras tan insoportable como Lidia; tuvo que darte gran cantidad de plantas.
La Gorda explicó que las plantas de poder sólo eran empleadas por los brujos que dominaban enteramente su arte. Eran tan poderosas y su manipulación tan delicada que requerían la más impecable de las atenciones por parte del brujo. Llevaba toda una vida ejercitar la atención en el nivel necesario. Agregó que a la gente completa no le hacía falta las plantas de poder, y que ni las hermanitas ni los Genaros las habían tomado nunca; no obstante, algún día, cuando hubieran perfeccionado su arte como soñadores, se valdrían de ellas para lograr el impuso final y total, un impulso cuya magnitud no nos era posible concebir.
– ¿También nosotros las tomaremos? -pregunté a la Gorda.
– Todos nosotros -respondió-. El Nagual aseguraba que tú entenderías esto con más facilidad que los demás.
Consideré la cuestión. A decir verdad, el efecto de las plantas psicotrópicas sobre mí había sido espantoso. Parecían penetrar en un vasto depósito que hubiese en mi interior, para extraer de él todo un mundo. Sus mayores desventajas consistían en su acción devastadora para mi bienestar físico y la imposibilidad de controlar sus consecuencias. El universo en que me sumergían era indomable y caótico. Perdía el dominio, el poder, por decirlo en los términos de don Juan, de utilizar ese mundo. Pero si alcanzara ese control, las posibilidades que se abrirían ante la mente serían pasmosas.
– Yo también las tomé -dijo de pronto Josefina-. Cuando estaba loca el Nagual me hizo fumar su pipa, para curarme o acabar conmigo. ¡Y me curó!
– Es cierto que el Nagual dio a Josefina su humo -dijo la Gorda desde junto al fogón. Volvió a acercarse a la mesa-. Sabía que ella fingía estar más loca de lo que en realidad estaba. Siempre había estado un poco ida y era muy atrevida y se abandonaba a sí misma más que nadie. Pretendía vivir donde nadie la molestara y pudiera hacer todo lo que le viniera en gana. De modo que el Nagual le dio su humo y la llevó a vivir a un mundo de su gusto durante catorce días; al cabo, se aburrió tanto de estar allí que se curó. Dejó de darse lujos. Esa fue su cura.