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La Gorda regresó a la cocina. Las hermanitas rieron y se dieron palmaditas en la espalda.

Recordé entonces que, en la casa de doña Soledad, Lidia no sólo había dado a entender que don Juan me había dejado un paquete, sino que me había mostrado un envoltorio muy semejante a la funda en que don Juan guardaba la pipa. Mencioné a Lidia que había afirmado que me lo entregaría cuando la Gorda estuviese presente.

Las hermanitas se miraron antes de volverse hacia la Gorda. Ésta hizo una seña con la cabeza. Josefina se puso en pie y se dirigió a la habitación delantera. Retornó poco más tarde, con el lío que Lidia me había enseñado.

Una punzada de esperanza atravesó mi estómago. Josefina depositó el bulto con delicadeza sobre la mesa, delante de mí. Todos se acercaron. Comenzó a desenvolverlo con la misma ceremonia con que lo había hecho Lidia la primera vez. Cuando hubo terminado de deshacerlo, esparció su contenido sobre la mesa. Eran paños de menstruación.

Quedé aturdido por un momento. Pero el sonido de la risa de la Gorda, mucho más fuerte que el de las demás, era tan agradable que no pude por menos de estallar en carcajadas yo también.

– Este es el paquete personal de Josefina -afirmó la Gorda -. Suya fue la brillante idea de despertar tu codicia anunciándote un regalo del Nagual, para que te quedases.

– Tendrás que admitir que fue una buena idea -me dijo Lidia.

Remedó la expresión avariciosa de mi rostro en el momento en que empezó a abrir el envoltorio y mi aspecto de individuo desilusionado del final.

Hice saber a Josefina que su idea había sido realmente brillante, que había surtido el efecto previsto y que tenía más interés por ese paquete del que me atrevía a reconocer.

– Puedes quedártelo, si lo deseas. -El comentario de Lidia hizo reír a todos.

La Gorda dijo que el Nagual había sabido desde el principio que Josefina no estaba realmente enferma, y que esa era la razón, por la cual le resultaba tan difícil curarla. Las personas verdaderamente dolientes son más dóciles. Josefina era demasiado consciente de todo y muy ingobernable; se vio obligado a fumarla muchas veces.

En una oportunidad, don Juan se había expresado en los mismos términos con respecto a mí: dijo que me había fumado. Yo siempre había creído que se refería al hecho de haber empleado hongos psicotrópicos para tener una visión diferente de mi persona.

– ¿Cómo te fumó? -pregunté a Josefina.

Se encogió de hombros, sin responder.

– Tal como te fumó a ti -dijo Lidia-. Te quitó la luminosidad y la secó con el humo de un fuego que había encendido.

Estaba seguro de que don Juan nunca había mencionado nada semejante. Pedí a Lidia que me explicara lo que sabía sobre el particular. Se volvió hacia la Gorda.

– El humo es muy importante para los brujos -dijo la Gorda -. El humo es como la niebla. Claro que la niebla es mejor, pero es demasiado difícil de manejar. No está tan a mano como el humo. Así que si un brujo quiere ver y conoce a alguien que tiene por costumbre ocultarse, como tú y Josefina, caprichosos y huraños, enciende un fuego y hace que su humo envuelva a la persona. Esconda lo que esconda, surgirá con el humo.

La Gorda aclaró que el Nagual no sólo empleaba el humo para «ver» y conocer a la gente, sino también para curarla. Daba a Josefina baños de humo; la hacía estar de pie o sentada junto al fuego en la dirección hacia la cual soplaba el viento. El humo la envolvía, haciéndola sofocar y llorar, pero la incomodidad era sólo temporal y sin consecuencias graves; los efectos positivos, por otra parte, se traducían en un aumento gradual de la luminosidad.

– El Nagual nos dio baños de humo a todos -agregó la Gorda -. A ti te dio más que a Josefina. Decía que eras insoportable y que ni siquiera fingías como ella.

Lo vi con toda claridad. Tenía razón; don Juan me había hecho sentar frente al fuego cientos de veces. El humo me irritaba la garganta y los ojos hasta el punto de que me aterrorizaba verle coger ramas secas. El afirmaba que debía aprender a controlar la respiración y sentir el humo con los ojos cerrados. Así podría respirar sin sofocarme.

La Gorda aseveró que el humo había ayudado a Josefina a ser etérea y esquiva en sumo grado, y que no tenía la menor duda de que también había contribuido a aliviar mi enfermedad mental, cualquiera que ésta fuese.

– El Nagual afirmaba que el humo lo quita todo -prosiguió la Gorda -. Le hace a uno claro y franco.

Le pregunté si sabía cómo había que proceder para que el humo pusiera en evidencia lo que una persona ocultaba. Me respondió que era muy fácil para ella, porque había perdido la forma, pero que ni las hermanitas ni los Genaros eran capaces de hacerlo, a pesar de haber presenciado el procedimiento, realizado por el Nagual o por Genaro, cientos de veces.

Me interesaba conocer la razón por la cual don Juan nunca me había mencionado el tema, a pesar de haberme ahumado como un pescado seco en buen número de ocasiones.

– Lo hizo -dijo la Gorda con su acostumbrada seguridad-. Es más: te enseñó a escrutar la niebla. Nos contó que en cierta oportunidad habían ahumado un lugar de las montañas y visto aquello que se escondía tras el paisaje. Estaba embelesado.

Recordé una exquisita distorsión visual, una alucinación pasada, que consideraba producto de la acción cruzada de una muy densa niebla y una tormenta eléctrica que habían tenido lugar simultáneamente. Les narré el episodio y agregué que don Juan jamás me había enseñado nada, al menos directamente, acerca de la niebla ni el humo. Se había limitado a encender fuegos o guiarme hacia los bancos de niebla.

La Gorda no dijo nada. Se puso de pie y volvió a la cocina. Lidia sacudió la cabeza e hizo un chasquido con la lengua.

– Eres completamente idiota -dijo-. El Nagual te lo enseñó todo. ¿Cómo crees posible, en caso contrario, haber llegado a ver lo que nos acabas de contar?

Un abismo separaba nuestros distintos modos de entender la enseñanza. Les dije que si yo les enseñase algo que supiera, como conducir un coche, lo haría paso a paso, asegurándome de que comprendiesen todas y cada una de las facetas del procedimiento global.

La Gorda retornó a la mesa.

– Eso sólo se puede hacer cuando el brujo enseña algo relativo al tonal -afirmó-. Cuando se trata del nagual, debe dar la instrucción, es decir, mostrar el misterio al guerrero. Y nada más. El guerrero que recibe los misterios debe ganar su derecho al conocimiento como instrumento de poder haciendo aquello que le ha sido descubierto.

»El Nagual te reveló más misterios que a todos nosotros. Pero eres muy perezoso, como Pablito, y prefieres seguir sumido en la confusión. El tonal y el nagual son dos mundos diferentes. En uno se habla, en el otro se actúa.

Cuando terminó de hablar sus palabras cobraron sentido para mí. Comprendí lo que quería decir. Regresó a la cocina. Revolvió algo en una olla y se acercó nuevamente.

– ¿Por qué eres tan imbécil? -me preguntó Lidia directamente.

– Está vacío -replicó Rosa.

Me hicieron poner de pie y exploraron mi cuerpo con los ojos hasta bizquear. Me palparon la región umbilical.

– Pero, ¿por qué sigues estando vacío? -preguntó Lidia.

– Sabes lo que debes hacer, ¿no? -agregó Rosa.

– Estuvo loco -les dijo Josefina-. Debe estarlo todavía.

La Gorda vino en mi ayuda, explicándoles que yo aún estaba vacío por la misma razón por la cual ellas no habían perdido la forma. En el fondo, aunque no lo reconociéramos, ninguno de nosotros deseaba el mundo del Nagual. Teníamos miedo y estábamos llenos de segundos pensamientos. En síntesis, no éramos mejores que Pablito.

No dijeron palabra. Las tres parecían estar muy turbadas.

– Pobre Nagualito -me dijo Lidia en un tono que revelaba auténtico interés-. Estás tan asustado como nosotras. Yo finjo ser dura, Josefina finge estar loca, Rosa finge tener mal genio y tú finges ser estúpido.

Rieron y, por primera vez desde mi llegada, tuvieron un gesto de camaradería para conmigo. Me abrazaron, descansando la cabeza en mi cuerpo.