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La Gorda se sentó frente a mí y las hermanitas lo hicieron a su alrededor. Tenía a las cuatro delante.

– Ahora podemos hablar acerca de lo sucedido esta noche -dijo-. El Nagual me dijo que si sobrevivíamos al último contacto con los aliados ya no volveríamos a ser los mismos. Los aliados nos hicieron algo hoy. Nos han rechazado.

Me tocó con suavidad la mano con que escribía.

– Esta fue una noche especial para ti -prosiguió-. Todos, incluidos los aliados, nos lanzamos en tu ayuda. El Nagual lo hubiese querido. Esta noche viste todo el camino.

– ¿Lo crees? -pregunté.

– Ya estás de nuevo -comentó Lidia. Todas rieron.

– Háblame de mi ver, Gorda -insistí-. Sabes que soy idiota. No debe haber malentendidos entre nosotros.

– De acuerdo -dijo-. Te comprendo. Esta noche vistes a las hermanitas.

Les dije que también había presenciado acciones increíbles realizadas por don Juan y don Genaro. Les había visto con la misma claridad con que acababa de ver a las hermanitas, pero don Juan y don Genaro siempre habían llegado a la conclusión de que no había visto. Me costaba, en consecuencia, precisar en qué sentido eran diferentes los actos de las hermanitas.

– ¿Quieres decir que no las viste colgadas de las líneas del mundo? -inquirió.

– No, no las vi.

– ¿No las viste colarse por la grieta que separa los mundos?

Les conté lo que había observado. Me escucharon en silencio. Cuando finalicé la Gorda parecía estar al borde de las lágrimas.

– ¡Qué lástima! -exclamó.

Se puso de pie, rodeó la mesa y me abrazó. Sus ojos eran claros y serenos. Comprendí que no me guardaba rencor.

– Es parte de nuestro destino el que estés obstruido -dijo-. Pero sigues siendo el Nagual para nosotras. No te molestaré con feos pensamientos. Al menos, de eso puedes estar seguro.

Comprendí que lo decía de verdad. Me hablaba desde un nivel en que yo sólo había visto a don Juan. Había insistido en atribuir su talante a la pérdida de la forma humana; ciertamente, era un guerrero sin forma. Me recorrió una oleada de profundo cariño hacia ella. Estaba a punto de llorar. Fue en ese instante, al percibir que estaba ante un maravilloso guerrero, que me sucedió algo sumamente curioso. Tal vez la mejor forma de describirlo consista en decir que me estallaron los oídos inesperadamente. Salvo por el hecho de que sentí el estallido en medio del cuerpo, exactamente debajo del ombligo, con más intensidad que en los oídos. Una ráfaga caliente recorrió mi cuerpo. Y de pronto recordé algo que jamás había visto. Como si una memoria ajena hubiese tomado posesión de mí.

Recordé a Lidia, aferrada a dos cuerdas rojizas horizontales, andando por la pared. A decir verdad, no caminaba: se deslizaba sobre un denso lío de líneas, sobre las cuales afirmaba los pies. La recordé jadeante y con la boca abierta, debido al esfuerzo que le representaba tirar de las cuerdas rojizas. La razón por la cual había perdido el equilibrio al finalizar su exhibición consistía en que la había visto como una luz que rodeaba el cuarto vertiginosamente; tironeaba de la zona de alrededor de mi ombligo.

También vinieron a mi memoria los actos de Rosa y de Josefina. Rosa realmente había estado allí colgada, asiendo con la mano izquierda largas fibras rojizas verticales pendientes del oscuro techo como hojas de un emparrado. El brazo derecho le servía para mantenerse cogida a otras fibras, también verticales, que parecían ayudarle a conservar la estabilidad. También se sujetaba con los pies. Hacia el final de su demostración semejaba una fosforescencia cerca del techo. El contorno de su cuerpo había desaparecido.

Josefina se había escondido detrás de unas líneas que daban la impresión de surgir del suelo. Lo que había hecho con el brazo alzado había sido reunirlas en un haz del ancho necesario para ocultar su cuerpo. Su vestido, inflado, le había sido de gran ayuda: de algún modo había contraído su luminosidad. Su gran bulto era tan sólo aparente. Al finalizar su acto, Josefina, al igual que Lidia y Rosa, no pasaba de ser una mancha de luz. Logré pasar mentalmente de un recuerdo a otro.

Cuando les hablé de todo lo que había acudido a mi memoria, las hermanitas me miraron, desconcertadas. La Gorda era la única que parecía al corriente de lo que me estaba ocurriendo. Rió verdaderamente complacida y comentó que el Nagual tenía razón al afirmar que yo era demasiado perezoso para recordar lo que «veía»; en consecuencia, sólo me preocupaba por lo que miraba.

¿Es posible -pensé- que haya seleccionado inconscientemente mis recuerdos? ¿O todo esto es obra de la Gorda? De ser cierto que al principio había limitado las posibilidades de mi memoria, para terminar luego aceptando las porciones censuradas, también debía ser verdad que había percibido mucho más respecto a las acciones de don Genaro y don Juan; no obstante, sólo retenía una parte del conjunto de percepciones de aquellos sucesos.

– Es difícil creer -dije a la Gorda – que puedo recordar en cierto momento algo que no había recordado un momento antes.

– El Nagual decía que todos podíamos ver, y escoger, y sin embargo, no tener memoria de lo visto -respondió-. Ahora comprendo cuánta razón tenía. Todos somos capaces de ver; unos más que otros.

Informé a la Gorda que era consciente de que acababa de dar con una clave. Ellas me habían devuelto una pieza extraviada. Pero no era fácil especificar de qué se trataba.

Anunció que terminaba de «ver» que yo había practicado mucho el «soñar» y ello había contribuido a desarrollar mi atención; no obstante, me dejaba engañar por mi propia apariencia de no saber nada.

– Quería hablarte de la atención -continuó-, pero tú sabes tanto como yo sobre el tema.

Le aseguré que mis conocimientos eran intrínsecamente diferentes de los suyos, que resultaban infinitamente más espectaculares que los míos. En consecuencia, todo lo que me pudiera decir acerca de sus prácticas sería de valor para mí.

– El Nagual nos encomendó demostrarte que, merced a la atención, podemos retener las imágenes de un sueño tal como retenemos las del mundo -dijo la Gor da-. El arte del soñador es el arte de la atención.

Los pensamientos se precipitaban sobre mí como si hubiera sobrevenido un corrimiento de tierras. Tuve que ponerme en pie y andar un poco por la cocina. Volví a sentarme. Pasamos un rato en silencio. Sabía perfectamente qué había querido decir al afirmar que el arte del soñador era el arte de la atención. Comprendí entonces que don Juan me había dicho y mostrado todo lo posible. Sin embargo, yo no había sido capaz de captar las premisas de su conocimiento con mi cuerpo mientras le tuve cerca. Él sostenía que la razón era el demonio que me tenía encadenado y que debía derrotarlo si quería llegar a captar sus enseñanzas. Todo, por lo tanto, consistía en dar con el medio idóneo para vencer mi razón. Nunca se me había ocurrido forzarle a que me diera una definición de lo que entendía por razón. Siempre había supuesto que con esa palabra aludía a la capacidad de entender, inferir o pensar de un modo racional, ordenado. Al escuchar a la Gorda, me di cuenta de que, para él, «razón» era sinónimo de «atención».

Don Juan aseveraba que el núcleo de nuestro ser era el acto de percibir, y lo mágico de nuestro ser era la toma de conciencia. Para él la percepción y la conciencia constituían una sola, inseparable, unidad funcional, una unidad con dos esferas. La primera de ellas correspondía a la «atención del tonal», es decir, a la capacidad de la gente corriente de percibir y situar su conciencia en el mundo ordinario, el de la vida diaria. Don Juan también llamaba a esa forma de atención «primer anillo de poder», y la describía como nuestra terrible pero indiscutible facultad de poner orden en nuestra percepción del mundo.

La segunda esfera abarcaba la «atención del nagual», esto es, la capacidad de los brujos de situar su conciencia en el mundo no ordinario. El denominaba a este ámbito «segundo anillo de poder»: la facultad completamente tormentosa, que todos teníamos, pero sólo los brujos usaban, de poner orden en ese otro mundo.