– Has estado preguntando por el lugar al que habían ido el Nagual y Genaro -dijo la Gorda -. Soledad fue muy brutal al decirte que se habían ido al otro mundo; Lidia te dijo que habían abandonado estos alrededores; los Genaro, como buenos idiotas, te asustaron. Lo cierto es que se marcharon por esa grieta.
Por alguna razón, inaprehensible para mí, sus palabras me lanzaron al caos. Siempre había estado convencido de que su partida era definitiva. Sabía que no se habían ido en sentido ordinario, pero había dejado el asunto en el reino de la metáfora. Si bien había llegado a decírselo a amigos íntimos, nunca lo había creído realmente. En lo profundo de mí, nunca había dejado de ser un hombre racional. Pero la Gorda y las hermanitas habían convertido mis oscuras metáforas en posibilidades reales. Lo cierto era que la Gorda nos había transportado medio kilómetro valiéndose de la energía de su «soñar»
La Gorda se puso en pie y declaró que yo lo había entendido todo y era hora de comer. Nos sirvió lo que había preparado. Tuve la impresión de no estar comiendo. Una vez que terminamos, se levantó y se acercó a mí.
– Creo que ya ha llegado el momento de que te vayas -me dijo.
La frase parecía ser una indicación para las hermanitas. Éstas dejaron los asientos a su vez.
– Si te quedas, ya nunca podrás partir -prosiguió la Gorda -. El Nagual te ofreció la libertad una vez, pero tú escogiste permanecer con él. Me dijo que si sobrevivíamos al último contacto con los aliados debía darles de comer, hacerlos sentir bien y despedirme de todos. Supongo que ni las hermanitas ni yo tenemos dónde ir, de modo que no hay posible elección. Pero tu caso es diferente.
Las hermanitas me rodearon y se despidieron una a una.
La situación era monstruosamente irónica. Podía irme, pero no tenía a dónde. Tampoco para mí había elección. Años atrás don Juan me había brindado una oportunidad de marchar; ya entonces me había quedado por no tener lugar alguno al cual dirigirme.
– Se escoge sólo una vez -me había dicho don Juan-. Elegimos ser guerreros o ser hombres corrientes. No existe una segunda oportunidad. No sobre esta tierra.
6 LA SEGUNDA ATENCIÓN
– Debes marchar hoy, más tarde -me dijo la Gorda al terminar el desayuno-. Puesto que has decidido seguir con nosotros, has asumido el compromiso de ayudarnos a realizar nuestra tarea. El Nagual me dejó a cargo únicamente hasta tu llegada. Me encargó, como ya sabes, comunicarte ciertas cosas. Te he dicho la mayor parte. Pero aún quedan algunas, que no podía mencionarte hasta que hubieses hecho tu elección. Hoy nos ocuparemos de ellas. Una vez hecho, deberás irte, con la finalidad de darnos tiempo para prepararnos. Necesitamos unos pocos días para solucionarlo todo y disponernos a abandonar estas montañas para siempre. Pasamos aquí muchísimo tiempo. Es duro separarse de ellas. Pero todo ha terminado de pronto. El Nagual nos advirtió del cambio absoluto que tu presencia iba a acarrear, más allá del resultado de tus enfrentamientos; pero creo que nadie le creyó realmente.
– No alcanzo a ver por qué ustedes tienen que cambiar nada -apunté.
– Ya te lo he explicado -protestó-. Hemos perdido nuestro antiguo propósito. Ahora tenemos otro y este requiere que lleguemos a ser tan ligeros como la brisa. La brisa es nuestro nuevo talante. Antes era el viento cálido. Tú has cambiado nuestra dirección.
– Estás dando rodeos, Gorda.
– Sí, pero ello se debe a que estás vacío. No puedo ser más clara. Cuando regreses, los Genaros te enseñarán el arte del acecho y luego partiremos. El Nagual dijo que si decidías quedarte con nosotros, lo primero que debía decirte era que tenías que recordar tus encuentros con Soledad y con las hermanitas y examinar todos y cada uno de los detalles de lo sucedido en relación con ellas, porque todo es un presagio de lo que te ocurrirá en el camino. Si eres cauteloso e impecable, verás que esos hechos eran ofrendas de poder.
– ¿Qué va a hacer doña Soledad?
– Se va. Las hermanitas le han estado ayudando a desmontar su suelo. Ese suelo la ayudaba a alcanzar la atención del nagual. Las líneas estaban dotadas de poder para hacerlo. Dada una de ellas captaba una parte de su atención. El estar incompleto no representa un inconveniente para que ciertos guerreros alcancen ese nivel. Soledad fue transformada porque llegó a ese grado de atención antes que los demás. Ya no le es necesario mirar su piso para entrar a ese otro mundo y dado que el suelo ya no le hace falta, lo ha devuelto a la tierra de la cual lo había cogido.
– Están de veras decididos a partir, ¿no, Gorda?
– Lo estamos. Es por eso que te pido que te marches por unos días para que tengamos tiempo de deshacernos de todo lo que poseemos.
– ¿Soy yo el encargado de hallar un lugar para todos, Gorda?
– Tal sería tu deber si fueses un guerrero impecable. Pero no lo eres; tampoco lo somos nosotros. Sin embargo, deberemos hacer todo lo posible para hacer frente al nuevo desafío.
Tuve una sensación opresiva de perdición. Nunca me habían agradado las responsabilidades. Pensé que el cometido de guiarles era una carga demasiado pesada para mí.
– Tal vez no tengamos que hacer nada -dije.
– Sí. Eso es cierto -dijo, y rió-. ¿Por qué no te lo repites una y otra vez, hasta que te sientas a salvo? El Nagual se cansó de decirte que la única libertad de que disponen los guerreros consiste en su conducta impecable.
Me contó hasta qué punto había insistido el Nagual en que comprendiesen que la impecabilidad no sólo representaba la libertad, sino que era el único medio para ahuyentar la forma humana.
Yo le narré el modo en que don Juan logró hacerme entender en qué consistía la impecabilidad. Atravesábamos un día un barranco de paredes muy escarpadas; un enorme pedrusco se desprendió de sus sostén rocoso y cayó con fuerza formidable al fondo del cañón, a veinte o treinta metros de nosotros. El tamaño de la piedra hizo que su caída resultara impresionante. Dijo que la fuerza que rige nuestros destinos está fuera de nosotros y nada tiene que ver con nuestros actos ni con nuestra voluntad. En ocasiones, esa fuerza nos lleva a detenernos en el camino para inclinarnos a atar los cordones sueltos de los zapatos, como yo acababa de hacer, y ganar así un momento precioso. De seguir adelante, era indudable que el inmenso trozo de roca nos hubiese aplastado. No obstante, otro día, en otro desfiladero, era posible que la misma decisiva fuerza exterior nos obligara a anudarnos los cordones en el preciso lugar sobre el cual descendiera un canto rodado de iguales dimensiones. En ese casó, nos hubiese hecho perder un momento precioso: de continuar caminando, nos habríamos salvado. Don Juan concluyó que, dada mi total falta de control sobre las fuerzas que decidían mi destino, el único acto de libertad posible consistía en atarme los cordones impecablemente.
La Gorda daba la impresión de estar conmovida por mi relato. Retuvo durante un instante mi rostro entre las manos desde el otro lado de la mesa.
– La impecabilidad es para mí transmitirte, en el momento oportuno, lo que el Nagual me encomendó decirte -precisó-. Pero el poder debe decidir el instante exacto de revelártelo; de lo contrario, no servirá de nada.
Hizo una pausa dramática. Su dilación fue muy estudiada, pero surtió un terrible efecto sobre mí.
– ¿Qué ocurre? -pregunté desesperadamente.
No respondió. Me cogió por el brazo y me condujo hasta la zona inmediata a la puerta de delante. Me hizo sentar en el duro suelo apisonado, con la espalda apoyada en una estaca de más o menos medio metro de altura con el aspecto de un tocón plantado casi contra el muro exterior de la casa. Había una hilera de cinco palos iguales, instalados en tierra a unos sesenta centímetros el uno del otro. Tenía la intención de preguntar a la Gorda qué función cumplían. Mi primera impresión había sido que un anterior propietario los debía haber empleado para atar a ellos animales. Mi conjetura, no obstante, resultaba incongruente, puesto que el lugar era una especie de galería techada.