Me hizo sentar sobre el cojín y colocar la espalda contra uno de los tocones. Me advirtió que iba a orientarme en la observación de un lugar de poder que el Nagual había hallado en las colinas erosionadas del otro lado del valle. Confiaba en que por ese medio lograría la energía necesaria para cambiar la dirección de mi segunda atención.
Se sentó muy cerca de mí, a mi izquierda, y comenzó a darme instrucciones. Casi en un susurro me ordenó tener los párpados entornados y mirar el punto en que convergían dos grandes colinas. Había allí una caída de agua. Dijo que esta observación en particular constaba de cuatro acciones separadas. La primera consistía en emplear el ala de mi sombrero como visera para evitar el excesivo resplandor solar y permitir que llegase a mis ojos tan sólo una pequeña cantidad de luz; luego, había que entrecerrar los ojos, el tercer paso requería mantener constante el ángulo de apertura de los mismos con la finalidad de que el flujo de luz fuese uniforme; el cuarto suponía distinguir al fondo la caída de agua, a través de la malla de fibras luminosas de las pestañas.
Al principio no me vi capaz de seguir sus instrucciones. El sol estaba alto y me veía forzado a ladear la cabeza. Incliné el sombrero hasta cubrir con el ala lo más violento de la luz. Eso parecía bastar. Tan pronto como entorné los ojos, un destello, que parecía provenir del ala, explotó, literalmente, sobre mis pestañas, que hacían las veces de filtro, creando una telaraña al paso de los rayos. Mantuve los párpados entrecerrados y jugué con la imagen hasta que el trazado oscuro, vertical, del hilo del agua destacó con claridad del conjunto.
La Gorda me indicó entonces que observase la parte media del declive hasta divisar una mancha de color castaño muy oscuro. Me hizo saber que se trataba de un agujero, inexistente, para el ojo que miraba, pero real para aquel que «veía». Me advirtió sobre la necesidad de controlarme a partir del momento en que aislase la mancha para que ésta no me atrajera. Me propuso que, llegado ese instante, se lo hiciese saber con una presión de mis hombros sobre los suyos. Se deslizó hasta ponerse en contacto conmigo.
Luché durante un momento por coordinar y estabilizar los cuatro movimientos; de pronto, en el medio del salto, surgió un punto oscuro. Advertí sin tardanza que no lo veía en el sentido corriente del término. Se trataba fundamentalmente de una impresión, una distorsión óptica. En cuanto mi control disminuía, desaparecía. Entraba en mi campo de percepción únicamente en tanto conservaba bajo control los cuatro aspectos del esfuerzo. Recordé entonces que don Juan me había inducido innumerables veces a realizar tareas similares. Acostumbraba a colgar un trozo de tela de reducido tamaño en una rama baja de un arbusto, escogido estratégicamente para que se hallase en línea con formaciones geológicas específicas en las montañas que les servían de fondo. El sentarme a aproximadamente metro y medio de aquella pieza de paño y contemplarla en relación con las ramas de las cuales pendía, solía suscitar en mí un efecto perceptual especial. El trapo, siempre algo más oscuro que el accidente geológico al cual dirigía la vista, daba la impresión de ser, en principio, un detalle del mismo. Todo consistía en dejar que la percepción actuara libremente, prescindiendo de todo análisis. Todos mis intentos estaban condenados al fracaso porque yo era incapaz de no llevar a cabo un juicio; mi mente terminaba siempre por lanzarse a alguna especulación racional referida a la mecánica de mi percepción fantasma.
Esta vez no sentí necesidad de realizar especulación alguna. La Gorda no me resultaba una figura imponente con la cual necesitase inconscientemente enfrentarme, como en el caso de don Juan.
El punto oscuro en mi campo de percepción, pasó a ser casi negro. Me recliné sobre el hombro de la Gorda para hacérselo saber. Me susurró al oído que debía esforzarme por no variar la posición de mis párpados y respirar con tranquilidad con el abdomen. No tenía que permitir que la mancha me atrajera, sino dejarme ir gradualmente hacia ella. Lo que debía evitar era que el agujero creciese y de improviso me engullera. Si tal cosa sucedía, debía abrir los ojos de inmediato.
Comencé a respirar según sus recomendaciones; merced a ello, me era posible mantener los ojos indefinidamente abiertos en la medida adecuada.
Permanecí en esa posición durante bastante tiempo. Entonces reparé en que había vuelto a respirar como de costumbre sin que ello hubiese apartado mi percepción de la mancha oscura. Pero de repente la mancha comenzó a moverse, a latir y, antes de que me fuera posible retornar al ritmo respiratorio aconsejable, la oscuridad se cercó y me envolvió. Me sentí al borde de la locura y abrí los ojos.
La Gorda dijo que como lo que estaba haciendo era observar a distancia, se hacía necesario que respirara de acuerdo con sus instrucciones. Me instó a comenzarlo todo nuevamente. Dijo que el Nagual les hacía sentar durante días enteros acorralando la segunda atención mediante la observación de aquel punto. Les había hablado repetidas veces acerca del peligro de ser devorados, a causa de la sacudida que experimentaba el cuerpo.
Me llevó casi una hora de observación llegar a hacer lo que ella había indicado. Elevarse sobre la mancha marrón y observar su interior implicaba la iluminación por entero imprevista del objeto de mi percepción. A medida que se hacía más claro, iba comprendiendo que en mi interior tenía lugar un imposible, a cargo de un algo desconocido. Sentía que avanzaba realmente hasta observado, por eso tenía la impresión de que era más preciso. Llegué a encontrarme tan cerca de él que me era posible distinguir sus características, como, por ejemplo, las rocas y la vegetación. La cercanía alcanzó a ser tal que logré discernir una formación peculiar sobre una piedra. Tenía el aspecto de una silla toscamente tallada. Me gustaba mucho; comparadas con ella, las rocas de alrededor resultaban insignificantes y sin brillo.
No se cuanto tiempo pasé observándola. Alcanzaba a precisar todos y cada uno de sus detalles. Comprendí que no debía intentar agotarlos, porque nunca lo conseguiría. Pero algo disipó mi atención; una nueva y desconocida imagen se superpuso a la anterior en la roca, y luego otra y otra más. Me irritaba la interferencia. Entonces, me di cuenta de que la Gorda, situada a mis espaldas, me hacía mover la cabeza de un lado hacia otro. En cuestión de segundos, toda mi concentración se había desvanecido.
La Gorda se echó a reír y me dijo que comprendía por qué había causado en el Nagual tanta preocupación. Había visto por si misma mi tendencia a trasponer los límites. Se sentó junto al palo más próximo al mío y me comunicó que ella y las hermanitas iban a observar el lugar de poder del Nagual. Emitió un reclamo agudo. Al momento, las hermanitas salieron de la casa y se sentaron a observar junto a ella.
Su maestría en la observación era evidente. Sus cuerpos adquirieron una extraña rigidez. No daban muestra alguna de estar respirando. Su quietud era tan contagiosa que me hallé inesperadamente con los ojos entornados contemplando las colinas.
El observar había constituido una verdadera revelación para mí. Al practicarla había corroborado muchos aspectos importantes de las enseñanzas de don Juan. La Gorda había descrito la tarea de un modo muy vago: «lanzarse» constituía más una orden que la explicación de un proceso, y no obstante, no dejaba de ser esto último en tanto se hubiese satisfecho un requisito previo, al que don Juan llamaba detención del diálogo interno. La gorda se había referido a ello al decir «silenciar los pensamientos». Si bien me había guiado por el sendero opuesto, don Juan no había dejado de enseñármelo; en vez de adiestrarme para concentrar mi visual, como los observadores, me preparó para abrirla, para anegar mi conciencia mediante el expediente de no centrar la atención en nada singular. Mi obligación consistía, en cierto modo, en poner los ojos sobre todo aquello que fuera visible para mí en un radio de 180 grados, en tanto dirigía la atención a un punto impreciso, inmediatamente por encima de la línea del horizonte.