Un carruaje pasó por la calle, y el ruido de las herraduras y el crujido de las ruedas fueron los únicos sonidos que se oyeron en la silenciosa estancia. Clarbourne se restregó las manos tras la espalda y después se volvió despacio para mirar a S.T. con sus ojos de pesados párpados.
– Ah -dijo S.T. en voz baja-. Ahora viene lo importante.
– Y tan importante. Lady Sophia está prometida. Los acuerdos entre las familias son de gran importancia. Puede que vos no lo sepáis, pero ha pasado el último año en el extranjero. Quizá durante su juicio haya alguna confusión, y algunas jóvenes en las que ella imprudentemente ha confiado cometan el error de declarar que ha estado en… en otra parte. -Se encogió de hombros-. O puede que no sea así. Pero soy un hombre al que no le gusta la incertidumbre. -El conde tomó otra pizca de rapé-. Prefiero que no se celebre juicio alguno.
S.T. dirigió la mirada a su regazo. Tomó aire una vez, y después otra, y mantuvo la respiración sin alteraciones.
– ¿Podéis guardar un secreto? -preguntó Clarbourne.
S.T. alzó la cabeza y su mirada tropezó con la del hombre.
– Si me dais razones suficientes…
Clarbourne se pasó el dedo índice por el labio superior. Miró a S.T. como un enorme sapo que contempla una mosca. A continuación hurgó en el interior de su chaqueta y sacó un pergamino doblado del que pendían unos sellos. Se dirigió hacia la puerta con pasos decididos, se detuvo y depositó el grueso rollo de vitela sobre una mesita de marfil-. Es el indulto absoluto de su majestad -anunció-. Vos no mancillaréis la reputación de mi hija al no tener que arriesgaros a hablar de ella.
Abrió la puerta, salió con sus pesados pasos, y la cerró tras de sí.
S.T. contempló el documento doblado. Echó la cabeza hacia atrás y se recostó sobre el respaldo de la silla mientras una sonrisa de incredulidad aparecía en su rostro.
Capítulo 26
S.T. llevaba un mes entero en Londres. Un mes durante el que había sabido que podía encontrarla en casa de su prima en Brook Street, pero no había ido. Se levantaba cada mañana, se vestía y llamaba a una silla para que lo llevase hasta allí, y cada mañana encontraba alguna distracción, algún recado sin importancia, algún encuentro casual, alguna razón por la que era mejor esperar.
Quizá se la encontrase en el nuevo Pantheon o en un musicale en un jardín, en un lugar que fuese más romántico que un salón abarrotado de visitantes mañaneros. Puede que se la encontrase en la calle; entonces le tomaría la mano y vería cómo su rostro se iluminaba de placer. Tal vez ella se enterase de su indulto y reconociese su éxito; puede que le escribiese una carta, que le enviase un mensaje, que hiciese algo… oh, Dios.
Durante un mes, S.T. había sido la estrella de la temporada de festejos de Londres, el invitado por el que peleaban las anfitrionas y una auténtica sensación cuando apareció en un baile de máscaras en Vauxhall con su máscara de Arlequín y las manoplas con adornos de plata. El apellido de su familia siempre le había facilitado la entrada a los acontecimientos sociales, y en el pasado lo habían recibido como uno de esos huéspedes que no son del todo respetables pero añaden un toque picante a la lista. Sin embargo ahora, una vez revelado que era el señor de la medianoche, descubrió que causaba furor.
Se pasaba el tiempo libre ensayando las palabras que le diría a Leigh cuando la viese. En todos los actos sociales se movía inquieto entre la multitud, nervioso y melancólico, hasta que se aseguraba de que ella no estaba presente y podía relajarse. Tras la primera quincena empezó a darse cuenta de que no iba a encontrársela, de que nunca se había movido en sociedad. Nadie la conocía, nadie hablaba de ella, y las damas empezaron a meterse con él y a decirle que, después de todo, y para su pesar se había domesticado y se había vuelto accesible.
Incluso aceptó la invitación a un baile en la mansión de los Northumberland.
La última vez que S.T. fue invitado de Hugh y Elizabeth Percy en Syon, se pasó los días apostando a las cartas y durmiendo hasta tarde, y las noches haciendo el amor bajo un andamio. Percy en aquel entonces no era más que conde; ahora disfrutaba de un ducado. Aquella noche el andamio y el amante ilícito hacía tiempo que eran cosa del pasado, y los interiores de la mansión, restaurados por Robert Adam, brillaban con todo su colorido y esplendor: mármoles veteados en rojo, verde y oro, suelos decorados, estatuas doradas y alfombras tejidas por encargo que reproducían cada detalle de las pinturas y escayolas de los techos en toda su complejidad. Rodeados de todo aquello, circulaban los invitados de los duques, brillantes como pájaros exóticos en una jungla en flor, entre el movimiento de los abanicos y el elegante jugueteo de los puños de encaje, entre los vapores de los perfumes y el vino, y un poco agobiados en aquella cálida noche de junio.
– Me moriré sin más, os prometo que lo haré -le decía lady Blair a S.T. con una sonrisa tonta-, si no me decís qué fue de mi diadema de perlas con sus preciosos colgantes de pequeños diamantes.
S.T. levantó un dedo y jugueteó con la esmeralda que colgaba de la oreja de la dama, mientras ella dejaba que su mano le rozase el cuello.
– Creo que se la regalé a vuestra segunda doncella. -Con una sonrisa, se llevó su propia mano a los labios y la besó allí donde había estado en contacto con ella-. Después de que despidieseis a la pobre muchacha por impertinente. ¿Acaso vuestro marido no os ha comprado algo mejor para reemplazarla, mapauvre?
La dama se estremeció de placer, encogió sus desnudos hombros e hizo un mohín infantil con los labios.
– Ah… pues tal vez haya sido malvada con alguien más, y me robéis también los pendientes.
– Quizá lo haga. -La miró a los ojos-. Y os exija un beso a punta de espada junto a la chimenea.
Ella apoyó el abanico cerrado en la manga del hombre y lo restregó sobre el terciopelo verde.
– Cuánta… cuánta violencia -murmuró, para a continuación añadir-: seguro que me pondré a gritar.
– Pero eso lo hará todavía más interesante. -S.T. volvió la cabeza-. ¿Y qué ocurrirá si vuestro esposo acude al rescate? En este momento lo veo venir hacia aquí a toda prisa, armado con una copa de champán y un vaso de vino tinto.
La dama puso los ojos en blanco con toda intención, pero S.T. se limitó a sonreír e inclinó la cabeza con gesto educado ante el hombre de rostro rubicundo que se acercaba a ellos sorteando a la gente.
– Lord Blair -dijo-, es un placer.
El hombre le respondió con un frío gesto de asentimiento.
– Maitland -respondió, cortante.
Le entregó la copa de champán a su mujer y sacó un pañuelo de seda con el que se enjugó las gotitas de sudor que perlaban el borde de su empolvada peluca.
– Estábamos recordando el pasado -dijo S.T.-. Yo estaba a punto de quejarme ante lady Blair de que desde entonces luzco la cicatriz que vos me hicisteis con la espada.
– ¿Qué? -El ceño de lord Blair se despejó-. Dios mío, eso debió de ser hace ya diez años. -Y escudriñó el rostro de S.T.-. Pensé que tal vez os hubiese tocado, pero no estaba seguro.
– Tuve que guardar cama durante un mes -mintió S.T. con alegría, y a continuación se rebajó a sí mismo cuando añadió-: Tenéis un increíble golpe con la izquierda. Me pilló completamente por sorpresa.
– ¿De verdad? -Lord Blair se sonrojó. Miró a derecha e izquierda y después se inclinó hacia S.T.-. Nunca he dicho nada en público acerca de cruzar espadas con vos -murmuró-. No creí que realmente… es decir… a uno no le gusta darse importancia.
– Claro que no. -S.T. le guiñó un ojo-. Pero no os molestará que yo recomiende que nadie se enfrente a vos en una disputa.
Blair se aclaró la garganta y un intenso rubor cubrió su rostro. Sonrió y dio unas palmaditas a S.T. en el hombro.