– Muy bien, entonces, lo pasado, pasado está, ¿de acuerdo? Reconoceréis que estabais un tanto equivocado cuando nos asaltasteis a lady Blair y a mí, pero no me queda ninguna duda de que la mayoría de vuestras víctimas recibieron su justo castigo.
– Eso es lo que yo quisiera creer -murmuró S.T. en tono amable y aprovechó para alejarse.
La segunda doncella, si no recordaba mal, había sido despedida por cometer la impertinencia de permitir que el heroico lord Blair la violase y la dejase embarazada. S.T. dejó a aquel paladín alardeando ante su mujer sobre un enfrentamiento que jamás había tenido lugar más allá de su imaginación y de una pequeña escaramuza con un estoque. Ningún caballero inglés, excepto Luton, podía presumir de haber herido al SeigneurdeMinuit. Y Luton, por otra parte, no estaba allí para reclamar tal honor, ya que, al parecer, lo habían convencido de que lo mejor para él era hacer un largo viaje por el continente europeo.
Quizá había sido el duque de Clarbourne quien le había pagado el pasaje.
– No tenéis ni pizca de vergüenza -dijo una voz femenina en su oído izquierdo.
S.T. se volvió, se inclinó ante su anfitriona y le tomó la mano para besársela.
– Pero espero no resultar aburrido -dijo-. ¿De qué fechorías me acusáis? Estoy seguro de no haber robado jamás a una duquesa.
– Sí, claro, seguro que sois demasiado tímido para ello. Pero yo no estoy hecha de una pasta tan mezquina como Blair. -La dama alzó la barbilla y lo miró por encima de su patricia nariz.
– Y, apostaría, que sois mucho más hábil con la espada.
La duquesa sacudió sus oscuros rizos.
– ¿Lo veis? Ya os dije que no teníais vergüenza. El pobre Blair está tratando de convencer a todo el que quiere escucharlo de que ha tenido redaños para heriros.
S.T. sonrió.
– ¿Es eso cierto? -preguntó la dama enarcando las cejas.
– No puedo decíroslo, madame.
– Lo que significa que no lo hizo -concluyó ella con voz satisfecha-. Es lo que yo pensaba, y lo que le responderé a todo aquel que me pregunte. Esbozaré una leve sonrisa, igual que habéis hecho vos, y diré entre susurros: «Él me dijo que no puede confirmarlo». Blair se subirá por las paredes, ¿no creéis?
– Qué idea más divertida. ¿Cómo está vuestra encantadora sobrina?
La duquesa agitó el abanico.
– Pues, cena a las ocho, se acuesta a las tres de la mañana, se queda en la cama hasta las cuatro de la tarde; se baña, sale a montar a caballo, baila… podréis verlo vos mismo si conseguís abriros paso entre ese tropel de lánguidos caballeros que la rodea.
S.T. no tenía necesidad de verlo para imaginar a la joven dama en cuestión rodeada de un círculo de admiradores entusiastas.
– Creo que reservaré mis fuerzas.
– Os ha reservado la primera polonesa, si sois capaz de resistirla, mi pobre enclenque.
S.T. inclinó la cabeza ante ella.
– Pero, tal vez vos tengáis este baile libre, duquesa. Todavía me queda algo de vigor, ¿me concedéis el honor?
La dama le sonrió y levantó la mano. S.T. la condujo al otro lado de las columnas estriadas hasta el salón de baile, decorado en blancos y dorados. Los invitados formaron un elegante grupo cuando sonaron los primeros acordes de la majestuosa música.
Al iniciarse el baile, él hizo una inclinación y su acompañante una reverencia. Mientras trazaba los familiares pasos, mantenía el tipo de conversación intrascendente que había aprendido en las rodillas de su madre. Por algo la señora Maitland había sido en su época la reina de los salones de Londres, París y Roma. S.T. pensaba que aquella charla ociosa tan propia de las fiestas era algo que llevaba en la sangre.
Solo necesitaba prestar atención de vez en cuando para mostrarse agradable y ejecutar los distintos pasos a los acordes de la flauta, los oboes y el clavicémbalo. Cuando cogía la mano de la duquesa para hacer un giro, miró al grupo que danzaba a su alrededor.
Vio a Leigh.
Solo el instinto lo mantuvo en movimiento. Terminó el giro y fue hacia el final de la fila de forma mecánica, siguiendo los pasos de la duquesa, sin oír la música, sin ver al resto de los que danzaban, consciente únicamente del monumental desastre que iba a situarlo justo enfrente de la joven en el siguiente paso.
No podía asegurar que ella lo hubiese visto. No apreció ninguna expresión de sorpresa en su rostro. Estaba bellísima, llevaba el pelo empolvado y peinado sobre la cabeza y tenía aquella manchita negra diminuta junto a las comisuras de los labios. A S.T. le pareció que era incapaz de respirar. Cuando llegó al extremo donde ella se encontraba y ocupó el lugar de enfrente para el paso siguiente, su cuerpo cobró vida propia, independientemente de la mente. Ni siquiera la miró; se limitó a tomarle la mano, hacer un giro y a pasar al siguiente movimiento.
Tras hacerlo, empezó a respirar demasiado aprisa. ¡Menudo idiota!
¡Maldita bestia! Con todas las cosas que había querido hacer cuando la viese, con todo lo que había planeado decirle y con todas aquellas frases que había compuesto en su mente y que había repetido una y otra vez hasta saberlas de memoria. Dios mío, Jesús, qué diablos había hecho… no podía creer lo que acababa de hacer.
La había tratado como si no existiese. Quizá ella no se había dado cuenta, puede que estuviese haciendo lo mismo con él. Es posible que de alguna manera, en un mundo perfecto, aquel ex forajido de casi dos metros de estatura le hubiese pasado desapercibido y que, al finalizar aquel baile interminable, pudiese ir tras ella, soltarle su discurso y que ella lo entendiera.
Pero al mirarla se le heló el corazón en el pecho, y todas aquellas palabras bonitas se evaporaron.
La música se elevó y llegó a su fin. S.T. ofreció el brazo a la duquesa. Durante un horrible instante, pareció que ella quería dirigirse hacia otro extremo del grupo, pero alguien la llamó desde el salón de las damas. S.T. aprovechó la oportunidad, le apretó el brazo y la condujo en la dirección segura.
Leigh apretó la mejilla contra el trabajado panel de madera de roble que cubría el pasillo donde había ido a esconderse después del baile. Era imposible quedarse rodeada de música y risas, impensable verlo otro vez y que mirase a través de ella, como si no se encontrase allí.
No sabía muy bien qué es lo que había esperado. ¿Una declaración de amor? ¿El Seigneur de rodillas a sus pies? ¿La oportunidad de decirle qué pensaba de él?
¡Embustero! ¡Hipócrita! ¡Traidor! Gallito presumido, elegantemente vestido de verde y oro, con su cabello tan especial atado sobre la nuca, que ni siquiera tenía la decencia de empolvarse y relucía a la luz de las velas.
Después de todas aquellas noches que había pasado tumbada en la cama, temiendo por él, preguntándose dónde se encontraría en ese momento y si estaría a salvo. De todas aquellas mañanas en las que tenía el corazón en un puño mientras trataba de hablar tranquilamente con su prima Clara de las noticias que traían los periódicos. ¿Decían algo importante? ¿Había anuncios de bodas, nacimientos, compromisos rotos? ¿Venía la captura de algún bandolero? Oh, sí, qué aburrimiento. No, gracias, no se sentía con ánimos para ir al teatro aquella noche.
Y después, el mismo día, el anuncio de la captura de S.T., del indulto y de su llegada a Londres.
Y ella había esperado.
¿Por qué? ¿Por qué permitía que le doliese tanto?
No había esperado su amor, claro que no; no había confiado en él ni por un instante. Siempre había sabido qué tipo de hombre era. Y, pese a todo, mientras Silvering y todo lo que quedaba de su vida era pasto de las llamas ante sus propios ojos, ella se había vuelto de espaldas y le había entregado su corazón y su ser.
¿Por qué no había ido a verla?
Lo odiaba con toda su alma. El odio parecía ser el motor de su vida; seguía odiando a Jamie Chilton en su tumba, y a Paloma de la Paz, y a todas aquellas tontas jovencitas que habían acudido a Leigh y le habían dicho que el señor Maitland las había enviado porque ella sabría lo que había que hacer.