Y claro que lo sabía. Fue muy fácil intimidar a Paloma y que confesase su verdadero nombre, muy fácil predecir que el poderoso Clarbourne recibiría de vuelta a una importante heredera como lady Sophia sin que importase adónde había huido. Dulce Armonía tenía también una familia ansiosa por tenerla de vuelta en casa, dispuesta a todo con tal de ocultar el escándalo. Leigh se había ocupado del bienestar de Castidad; se había asegurado de que todas las jóvenes que se habían quedado sin hogar tras vengarse ella de Chilton tuviesen a donde ir, pero no las había perdonado. Las odiaba a todas ellas.
Sobre todo odiaba a S.T. Maitland. Y también a sí misma, por ser tan imbécil y sufrir, sufrir y sufrir.
No debería haber asistido a aquella fiesta porque, ¿cómo no iba a estar él allí regodeándose de su leyenda? Estaba enterada de lo sucedido en Vauxhall, de que había aparecido con la máscara puesta, el muy arrogante y presumido, y de que incluso se había llevado a Nemo y había aterrorizado a todas las damas. No importa que el lobo estuviera más asustado que cualquiera de las cortesanas que daban gritos. S.T. sabía cómo reaccionaba Nemo en compañía de mujeres. Leigh debería haberse quedado en casa de su prima como lo había hecho durante meses, paciente, esperanzada y llena de odio.
Y además tenía miedo, le asustaba ver en qué se estaba convirtiendo. Sentía que se transformaba en una especie de malvada araña negra que, acurrucada en su grieta, contempla el mundo y desprecia todo y a todos por tener lo que ella no tiene.
Alguien entró en el pasillo; oyó cómo se abría una puerta y subía de volumen la música que sonaba lejana. Durante un momento estuvo a punto de darse la vuelta y huir, incapaz de hacer frente a preguntas cariñosas de si se encontraba bien, pero aquella solución solo serviría para despertar todavía más curiosidad. Así que se quedó donde estaba, rígida y arrogante, de cara a la puerta que conducía al salón.
– ¿Leigh? -dijo él con voz suave. Al oírlo, la joven alzó la barbilla y tensó aún más la espalda mientras apretaba con los dedos el borde de una mesa.
El Seigneur salió de entre las sombras y apareció en los bordes del pálido círculo de luz. Leigh lo miró y sus ojos lo atravesaron como puñales; deseó poder matar con tan solo una mirada. Pero él siguió allí, rebosante de vida, iluminado por el suave resplandor del candelabro que había sobre la cabeza de la joven.
– Quería verte -dijo él en voz baja.
La joven mantuvo la barbilla tiesa.
– ¿Perdón? -Su voz era fría como el hielo.
– Quería verte -repitió él-. No… no sé por qué no fui a tu lado.
Leigh se limitó a mirarlo fijamente, deseosa de que desapareciese aquella mancha que le empañaba la vista. Cuando esta amenazó con convertirse en lágrimas, volvió el rostro con brusquedad.
– ¿Te has enterado de que me han concedido el indulto? -preguntó S.T.
– Creo que lo sabe todo el mundo -respondió Leigh, tensa.
S.T. se quedó en silencio. Leigh clavó la mirada en la esquina de la mesa y observó que las velas en lo alto proyectaban el reflejo suave de su rostro sobre la pulida madera.
– Leigh -dijo él con voz extraña-. Me concederías el honor de…
El resto de las palabras se perdió. Leigh levantó los ojos. S.T. la miraba como si esperase que dijese algo. Cuando sus miradas se cruzaron, él apartó la suya, como si estuviese avergonzado, e inclinó la cabeza con gesto torpe.
– No voy a bailar más esta noche, gracias -respondió con rigidez-. Me ha dado dolor de cabeza.
Él bajó la vista hasta las borlas que adornaban la empuñadura de su espada de gala y palpó los cordones de seda trenzada.
– Ya veo -dijo-, lo siento.
Le dedicó una breve inclinación, se volvió y desapareció entre las sombras del pasillo.
Leigh tragó saliva. Ahora ya no le serviría de nada llorar. Las lágrimas ya no eran suficientes.
S.T. apareció al día siguiente al mediodía en Brook Street. Tenía que hacerlo. No le quedaba más remedio. Esperó en el vestíbulo mientras entregaban su tarjeta de visita a Leigh. Con los labios apretados y los ojos fijos delante de él en el quinto escalón repetía para sí una y otra vez lo que iba a decirle.
Durante la espera descubrió hasta dónde llegaba su valentía; fue humillante.
El mayordomo lo acompañó al piso superior, y mientras el criado anunciaba, «el señor Maitland», S.T. permaneció junto a la puerta de la sala y buscó con la mirada entre los visitantes que estaban sentados en círculo, pero quien se levantó y se acercó hasta él fue una mujer gordezuela, de pequeña estatura, que no había visto en su vida.
– Soy la señora Patton -dijo entre murmullos, mientras la conversación general se reanudaba tras una pausa muy significativa-. Mi prima todavía no ha bajado.
S.T. se inclinó sobre la mano de la dama y el encaje del puño de su camisa se derramó cual pálida espuma.
– Es un honor presentaros mis respetos -dijo. Mantuvo una actitud formal y neutra al no saber cómo sería recibido; quizá su mala reputación podría suponer su rechazo en una casa tan respetable como aquella-. Me temo que sea un desconocido para usted.
Pero la prima de Leigh, la señora Patton, se limitó a examinarlo con curiosidad durante un instante.
– En tal caso, venid y daos a conocer -susurró la dama. En su rostro redondo se dibujó un provocativo hoyuelo-. Pero debéis saber que vuestra interesante reputación ya os ha precedido y estamos todos muertos de curiosidad por conocer al señor Maitland. Estoy segura de que se me había olvidado que lady Leigh lo conociese, señor, de lo contrario habría insistido para que nos lo presentase.
– El único que ha salido perdiendo soy yo -dijo S.T. con elegancia.
La dama sonrió con gratitud.
– Se habrán conocido en Francia, no lo dudo. La pobre criatura apenas nos escribió ni nos contó nada mientras estuvo lejos. -La señora Patton se inclinó hacia él-. Esto ha sido tan difícil para ella… -dijo en voz baja-. Y fue muy de agradecer que la amiga de su madre, la señora Lewis-Hearst, ¿no era así como se llamaba?, se la llevase para que cambiara de aires después de tantas tragedias. Me duele no haberlo hecho yo, pero estaba a punto de tener a mi pequeño Charles. Pero sí, lo que sucedió fue terrible; fue demasiado para que una muchacha que era casi una niña lo soportase. Pobrecita mía, lo que he llorado por ella. ¡Cuánto tiempo estuvo lejos! ¡Más de un año! Recibimos solo una carta desde Aviñón. Supongo que no tenía fuerzas para escribir. Y luego, el incendio… es más de lo que nadie puede soportar. -La señora Patton apoyó la mano en el brazo de S.T.-. Si queréis que os diga la verdad, no creo que esté mejor. Anoche, por fin, la convencí para que saliese por primera vez desde que está con nosotros, y hoy… -Sacudió la cabeza con tristeza-. Me alegra que hayáis venido a visitarla, caballero.
– Es usted muy generosa al recibirme -dijo él-. No me lo esperaba.
– Creo que lo que Leigh necesita es distraerse. -La señora Patton frunció el ceño-. Desde su regreso, se niega a ver a sus amigas de la infancia, y nadie más ha venido a verla. -Tras esas palabras, asió impulsivamente la mano de S.T.-. Señor Maitland, os aseguro que habría recibido hasta al mismísimo deshollinador si él fuese capaz de hacerla sonreír por una vez como hacía antes. Vos no lo sabréis porque la conocisteis después… -Se ruborizó ligeramente y se mordió el labio-. ¡Pero qué cosas se me ocurren! El deshollinador, ¡menuda comparación! Estoy segura de que vos no tenéis el alma tan negra como él. Lo pasado, pasado está, por supuesto, y no seré tan malvada como para echarle en cara lo que hasta ni el mismo rey le tiene en cuenta, ¿verdad que no? -Y lo escudriñó con expresión traviesa-. Además, sois un auténtico trofeo para cualquier salón que se precie, ¿sabéis? Y voy a contarle a todo el mundo que el famoso salteador de caminos vino de repente de visita.
– Gracias. -S.T. trató de encontrar las palabras adecuadas, y tras mirar aquel rostro regordete y tierno añadió-: Por tener un corazón tan bondadoso.