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La expresión traviesa desapareció del rostro de la dama, que echó la cabeza hacia atrás y lo miró con renovado interés.

– ¡Qué hombre tan fuera de lo corriente sois! De verdad.

S.T. se movió inquieto y se sintió un tanto incómodo ante aquella mirada femenina tan inteligente.

– ¿Creéis que seguirá el buen tiempo? -preguntó livianamente.

– No tengo ni la más remota idea -respondió ella mientras lo acercaba al círculo-. Venid y tomad un refrigerio. Señora Cholmondelay, ¿me permitís presentaros al señor Maitland, nuestro temible bandolero? Entretenedlo un rato mientras subo a ver qué retiene a lady Leigh.

S.T. se tomó un té, que fue todo lo que le ofrecieron, y se esforzó por mantener una agradable conversación y mostrarse de lo más inofensivo ante aquellas respetables damas. El recelo inicial con el que lo recibieron empezó a evaporarse y, cuando regresó la señora Patton, ya se las habían arreglado para sacarle la información de que residía con la familia Child en Osterley Park, y se dedicaban a interrogarlo sobre la nueva sillería de la señora Child, cuyos respaldos estaban inspirados en las formas de las antiguas liras.

La señora Patton se acercó a él.

– Debo presentaros mis disculpas, señor Maitland. Lady Leigh se encuentra indispuesta y hoy no se reunirá con nosotros.

S.T. bajó los ojos ante la mirada inquisitiva de la dama. Claro que Leigh se negaba a verlo, maldita sea, ¿qué otra cosa esperaba? Sintió que el rubor se extendía por su rostro. Todas las damas lo miraban.

– Lamento mucho oírlo -dijo sin dejar que su voz reflejase ninguna emoción.

La señora Patton le tomó la mano cuando él se inclinó para despedirse.

– Tal vez otro día -dijo.

S.T. sintió que depositaba en su mano un trocito de papel doblado y cerró los dedos a su alrededor.

«Está paseando por el jardín -decía de manera sucinta-. Jason os indicará el camino.»

Al pie de la escalera estaba el mayordomo con rostro expectante. S.T. respiró hondo, apretó el papel en su mano y descendió.

Leigh se había acostumbrado a aceptar aquel modo que tenía su mente de jugarle malas pasadas. La forma en que un ruido la hacía volverse y esperar encontrarse a su padre tras ella, o cómo al ver una gasa bonita pensaba: «A Anna le gustará». Al principio esos momentos habían sido frecuentes, al igual que los sueños, pero poco a poco se habían desvanecido y se habían vuelto más raros. Sin embargo, cuando le alcanzó el sonido de los pasos y el olor -el fuerte e inconfundible aroma a lavanda recién cortada-, alzó el rostro del libro sin pensar. Después se dio cuenta de que aquella premonición no era sino una fragancia y un recuerdo, y no una persona real ni un lugar donde ella había estado, donde el polvo y la luz del sol se mezclaban en un patio en ruinas.

Por mucho que se volviese, no iba a encontrarse en aquel lugar ni iba a ver al Seigneur entre la maleza y la lavanda silvestre.

Cerró el pequeño volumen, el octavo de Elsueñodeunanochedeverano, y apoyó la cabeza en la mano, a la espera de la cariñosa insistencia de su prima. Clara quería ayudarla, Leigh lo sabía, pero, aun así, las presiones para que retomase su vida, para que saliese al mundo, solo hacían que se sintiera más triste y más enfadada. Ella no tenía nada; no contaba con nadie ni con nada. Todo se había vuelto en su contra; hasta su venganza, que le había hecho perder Silvering y que lo único que le había procurado era amargura.

Y lo que era peor… que continuase el sufrimiento. No solo añoraba a la familia que había perdido sino también a un hombre que lo único que conocía del amor era el flirteo y la lujuria. Que podía mirar a través de ella como si no existiese y, a continuación, con toda crueldad, invitarla a bailar.

Había tratado de endurecer su corazón, pero el fracaso había sido estrepitoso.

Oyó que los pasos se detenían sobre el sendero de gravilla frente a ella, pero no quiso ni levantar la cabeza ni abrir los ojos. Quería sentir el vacío. No quería pensar ni sufrir, ni siquiera quería existir.

– Por favor -susurró-, por favor, Clara, déjame.

Se oyó el crujido de la seda. Unas manos cálidas le cogieron el rostro, pero no de la forma delicada en que lo haría una mujer, sino con unos dedos firmes y suaves. Aquellas manos trajeron con ellas el intenso perfume de la flor de la lavanda deshecha con los dedos, la suave caricia de sus aromáticas hojas sobre la piel. Abrió los ojos y allí estaba él, de rodillas, real y concreto, delante de ella.

– Sunshine -dijo con dulzura, y la atrajo hacia sí mientras apoyaba la cabeza de ella sobre su hombro.

Durante un instante aquello lo fue todo: el consuelo, la unión y el amor que ella deseaba con tanta desesperación, el amor tal como lo había conocido toda su vida, firme e inquebrantable. Leigh hundió el rostro en la chaqueta de él y sintió que el dolor se apoderaba de su garganta.

– Qué habilidad tienes para estas maniobras, ¿verdad? -susurró-. Maldito embaucador.

S.T. no habló ni movió la cabeza. No lo negó. Leigh apoyó las manos en los hombros de él y se enderezó hasta quedarse erguida. El polvo perfumado de sus cabellos salpicaba la seda de color vino de la chaqueta de él y se mezclaba con el olor a lavanda de los tallos que sujetaba entre las manos.

Con cuidado, depositó el aplastado ramillete sobre el banco de mármol al lado de la joven.

– Descubrí la planta junto a los escalones -dijo sin levantar la vista. Palpó una de las aplastadas flores y a continuación preguntó con suavidad-: ¿Vas a mandarme al infierno?

Leigh contempló aquella cabeza inclinada. Él levantó el rostro y la miró con gesto serio, con sus ojos verdes y sus pícaras cejas inmóviles, con una ligera expresión de incertidumbre, como un sátiro al acecho entre las sombras de un frondoso bosque.

– Estoy segura de que a mi prima no le importará que cojas sus flores -respondió, y fingió deliberadamente no haberlo entendido.

Él exhaló el aliento despacio y se levantó. Leigh contempló los botones de acero que adornaban su chaqueta y mantuvo las manos unidas sobre el regazo.

S.T. se volvió ligeramente hacia un lado y rozó con los nudillos la flor abierta de un rosal.

– Leigh, yo… -Y arrancó uno de los pétalos-. Sé que estás ofendida. Siento no haber venido antes. Lo lamento.

– Estás muy equivocado -respondió ella-. Nunca esperé que vinieses a verme.

S.T. arrancó otro de los pétalos. Lo cogió con dos dedos, lo partió por la mitad, lo dobló y volvió a partirlo.

– ¿No?

Leigh lo miró.

– ¿Por qué iba a hacerlo?

Los trocitos de pétalo cayeron suavemente hasta el suelo.

– Claro -dijo con voz baja y apagada-, ¿por qué ibas a hacerlo?

Leigh lo observó mientras cogía otros dos pétalos y los restregaba entre el pulgar y el índice. No dejaba de arrancar pétalos uno a uno.

– He venido porque quería verte -dijo de pronto él al tiempo que miraba con el ceño fruncido la rosa medio destruida-. Quiero hablar contigo. -Y arrancó un nuevo pétalo-. Te necesito.

Leigh se agarró las manos en el regazo.

– No encuentro divertida esta conversación.

– Leigh -dijo él con expresión compungida.

«Déjame en paz -pensó ella-. Vete. No empieces de nuevo con esta farsa. Te ruego que no lo hagas.»

S.T. palpó la estropeada flor.

– Sigues enfadada.

– No estoy enfadada. He hecho lo que me proponía hacer. Lo único que habría deseado es que mi casa no se hubiese quemado.

Él cerró los ojos.

– No tenía que haberte dejado allí sola. No quería hacerlo. -Los pétalos de la rosa cayeron en cascada y dejaron la flor desnuda-. Fui un auténtico estúpido.

– Estabas en peligro, ¿qué razón había para que te quedases?