Se unieron al grupo de bailarines. Cuando ocuparon sus posiciones, él estuvo a punto de perder el equilibrio y se ayudó del brazo de Leigh para ponerse derecho. Leigh lo miró con las pestañas entornadas. Quizá había bebido demasiado para aventurarse en una vigorosa danza folclórica como aquella.
Pero los bailarines ya estaban alineados y se saludaban con inclinaciones y reverencias. El Seigneur se limitó a hacer una leve inclinación. La miraba a la cara fijamente, con el ceño fruncido; sus cejas le conferían un aire de malvada intensidad. Un hilillo de sudor se deslizaba por su sien empolvada. Leigh sintió una oleada de amor y cercanía; le resultaba tan familiar, era una parte tan importante de su pasado y de su presente que los meses de oscuro dolor y de desesperación parecieron ir perdiendo intensidad hasta desvanecerse en la distancia.
Al ritmo de la música, las parejas unieron las manos y se aproximaron entre sí. S.T. se movió al tiempo que el resto, avanzó un paso y apretó de súbito la mano sobre la de ella. Durante un instante, ella soportó todo el peso del movimiento de él sobre su brazo levantado, después él se apartó de golpe. Al ir hacia atrás se tambaleó un poco, y no apartó los ojos del rostro de Leigh. La pareja que encabezaba el grupo bajó hacia el centro y se situó entre ellos, las filas se abrieron y le agarró las manos con fuerza al iniciarse el círculo.
Leigh lo mantenía recto con su fuerza; trazaron la circunferencia juntos, pero cuando las parejas se separaron y empezaron a girar en dos círculos enfrentados y tuvieron que coger la mano del que aparecía ante ellos e ir cambiando, S.T. perdió el control. Hizo que la primera dama que le tocó perdiese el equilibrio al balancearse demasiado y chocó contra su acompañante, al que dio un buen golpe en el hombro.
El grupo del que formaban parte se deshizo presa de la confusión. El Seigneur se quedó quieto con las piernas separadas; en su rostro había un gesto de auténtica desesperación mientras a sus espaldas el resto del baile seguía adelante.
Leigh vio la angustia en su rostro, y de repente lo entendió.
Se soltó de quienquiera que fuese que le cogía la mano y se dirigió a él con paso rápido mientras dirigía una sonrisa contrita a las otras parejas de su grupo.
– Se ha perdido sin remedio -dijo sacudiendo la cabeza.
S.T. tenía la vista clavada en ella y respiraba entrecortadamente. Cuando lo asió del brazo, se resistió a girar y Leigh vio el pánico en sus ojos.
– Señor Maitland -dijo con voz tranquilizadora-, vamos a tomar un poco de aire fresco y a dejar que sigan con el baile.
Los dedos de él se asieron a la parte superior de su brazo como a una tabla de salvación.
– Despacio -susurró por debajo de la música-. Por lo que más quieras, no dejes que me caiga, aquí no.
– No, no te preocupes. Solo piensan que estás borracho como una cuba.
Tras ellos, el grupo se rehízo tras algunas bromas y la rápida incorporación de una nueva pareja. La gente que se agrupaba en torno a la pista de baile les abrió paso amablemente. La presión de la mano del Seigneur se aflojó un poco; pareció recobrar algo de estabilidad cuando se dirigieron en línea recta hacia la puerta que comunicaba con el gran vestíbulo de entrada.
En la súbita penumbra se encontraron casi solos. Solo unas pocas parejas atravesaban la estancia en dirección a la sala donde se ofrecía la cena. Las pilastras de pálido estuco, las urnas romanas y las estatuas resplandecían suavemente sobre un fondo gris ceniza, lo que contrastaba con el color que marcaba la decoración de los demás aposentos. Leigh se detuvo allí, pero el Seigneur siguió adelante.
– Fuera -la urgió-. Quiero ir ahí fuera.
Un lacayo les abrió la puerta principal. El aire nocturno la envolvió. El patio porticado no estaba iluminado, lo rodeaban el vestíbulo en penumbra y dos alas del edificio con las cortinas cerradas tras las ventanas. En el lado más distante se alzaban entre las sombras las columnas griegas del pórtico exterior. S.T. continuó adelante.
Alcanzaron la primera hilera de columnas, pero él no se detuvo; llegaron a la segunda fila y allí se paró. Leigh notó que daba unos pasos convulsos para enderezarse. Justo enfrente tenían la gran escalinata que subía desde la explanada de entrada al patio porticado. Leigh apenas era capaz de distinguir la pálida silueta del mármol, pero sabía que estaba allí. La había visto a la luz del día. Si la invitación hubiese sido a una mansión de Londres, no habrían llegado hasta las once, pero todo el mundo había llegado a la campiña de Middlesex, en las proximidades de Hounslow Heath, bastante antes de que oscureciera. Más tarde habría todo un convoy de carruajes de regreso a Londres, al que acompañaría una escolta armada que el generoso anfitrión les proporcionaba. Nadie volvía a casa temprano ni por su cuenta.
Había demasiados salteadores de caminos.
S.T. la soltó y apoyó todo el peso en uno de los pilares.
– ¡Maldita sea! -susurró con rabia-. Maldita, maldita sea.
– ¿Cuándo empezó? -le preguntó Leigh, que no necesitó explicación alguna para saber qué le ocurría.
– Esta mañana. -Su voz sonó lúgubre-. Desperté y, al mover la cabeza, la habitación empezó a dar vueltas. -Emitió un sonido de enfado-. No podía creerlo. Creí que desaparecería. Pensé que si volvía, sería capaz de controlarlo. Pero había olvidado cómo era esto. Dios, qué poco cuesta olvidar. Pensé que podría bailar. -Resopló con burla-. ¡Bailar!
Leigh estaba callada. Lo observó sin apartar los ojos de su oscura silueta sobre la pálida columna.
– ¿Crees que alguien se ha dado cuenta? -preguntó.
– No -respondió ella.
– Borracho -murmuró S.T.-, ¡qué encantador y qué vulgar! El celebrado señor de la medianoche se convierte en un borracho y desaparece del mapa.
– ¿Has estado bebiendo? -preguntó Leigh-. Quizá…
– ¡Ojala fuese así! Sí, he bebido un poco de brandy. Ojalá estuviese como una auténtica cuba -añadió con rabia-, puede que así me importase todo un comino.
Leigh bajó unos escalones y tomó asiento en la losa de mármol inclinada que flanqueaba la escalera. Bajo sus manos, la ancha pieza estaba dura y fría.
– No podré volver a montar -dijo S.T. con un deje de asombro en la voz.
– Buscaremos un médico. -Leigh mantuvo la voz firme y tranquila-. Te curaremos.
Si tenía algo que decir a aquello, se lo guardó para sí. La ligera brisa 'es trajo música. Allá en la distancia, un corderillo balaba por su madre, en ansioso contrapunto a la alegre música.
– ¿Dónde está Nemo? -preguntó la joven.
– Lleva encerrado en el establo todo el día. Child ha sido muy comprensivo con él, pero no me atrevo a permitirle que corra solo por el parque.
– ¿Quieres que vayamos y lo saquemos un rato?
– ¿Ahora? -Y soltó una risa burlona-. No, a no ser que te sientas capaz de seguir el paso de un lobo con ese vestido de baile que tan bien te sienta. Te aseguro que yo soy incapaz, mi amor.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Leigh pudo distinguir las siluetas de unos árboles en el horizonte, y el refulgir de las estrellas que se reflejaban en el pequeño lago que había al otro lado del parque.
– ¿Soy tu amor? -preguntó.
Un tenue haz de luz procedente de la entrada cayó sobre él, iluminó su rostro, su ropa y el pilar tras él en una especie de claroscuro: unos trazos de color sobre marfil, como si él formase parte de uno de aquellos cuadros tan intensos que pintaba.
– Te ruego que no te burles de mí -dijo él-. En este momento no, por favor.
– No me burlo -dijo Leigh con timidez-. ¿No has intentado últimamente solicitarme un favor especial? ¿Algún «honor» que yo podría concederte?
Él volvió el rostro.
– Una locura pasajera -murmuró-. Olvídalo.
La titubeante sonrisa de la joven se desvaneció.
– ¿Que lo olvide? -preguntó insegura.
S.T. permaneció callado.