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Una mano gélida rodeó el frágil resplandor de felicidad que había brotado en su corazón al descubrir la presencia de él en el otro extremo de la galería.

– ¿Que lo olvide? -repitió con la garganta reseca.

S.T. apartó el rostro de ella.

A Leigh le dio la impresión de que resultaba difícil que el aire le llegase a los pulmones.

– No… no te vas a quedar -dijo sin apenas fuerzas.

Él hizo un movimiento convulsivo, fuera del alcance de ella, una sombra entre las sombras.

– No puedo -dijo de pronto con un rugido-. No puedo quedarme.

Leigh tomó aliento y se puso en pie.

– Entonces, yo he estado siempre en lo cierto. Tu idea del compromiso, del amor, no es más que galantería y pasión. Te has apoderado de mi corazón sin propósito alguno. Me has arrastrado al mundo de nuevo para nada, únicamente para tu placer.

– No -susurró él-. Eso no es cierto.

La voz de la joven comenzó a temblar.

– Entonces, dime por qué lo has hecho. Explícame por qué me conquistaste, para después abandonarme. Dime por qué tienes que hacerme sufrir de nuevo. Ahora ya no tienes la disculpa de ser un proscrito por la ley. Lo único que tienes es una indiferencia despiadada.

– ¡Mira cómo estoy! ¿Para qué me ibas a querer así?

– ¿Qué sabrás tú de lo que yo quiero? ¡Estás demasiado ocupado siendo el señor de la medianoche! Ese mítico salteador de caminos tan famoso por sus fechorías. -Abrió el abanico de golpe y le dedicó una elaborada reverencia desde el escalón superior-. ¿Cuándo vais a salir de nuevo a los caminos, monsieur? ¿Qué vais a hacer a continuación para conseguir de nuevo renombre? ¿O acaso viviréis para siempre de glorias pasadas?

– No, para siempre no -dijo S.T. con voz suave.

– Por supuesto que no. Se olvidarán de ti antes de lo que piensas.

– Sí. Claro que lo harán. -En su voz había un deje sardónico.

Leigh se dio la vuelta en dirección al parque y se llevó los dedos a los labios. Su cuerpo temblaba. Allá a lo lejos, en el horizonte, más allá de los árboles, la suma de los miles de farolas de cristal que había en las calles de Londres proyectaba un tenue resplandor sobre el cielo.

– Pero yo no te olvidaré -dijo Leigh.

Él se acercó y posó la mano sobre la curva del cuello de la joven mientras jugueteaba con los mechones empolvados que le caían sobre la nuca.

– No. Y yo te recordaré todos los días de mi vida, Sunshine.

Leigh se mordió el labio y se volvió hacia él.

– Eso poco te va a costar. ¡Menuda promesa más miserable!

Él dejó caer la mano.

– ¿Y qué más quieres? -preguntó con amargura-. ¡El SeigneurdeMinuit! Un espectáculo que durará solo diez días, ahora que está enjaulado, mimado y convertido en un cero a la izquierda. Claro que se cansarán de mí. ¿Crees que no lo he pensado? ¿Qué otra cosa puedo ofrecerte?

– Tu persona.

– ¡Mi persona! -dijo con unos gritos que reverberaron por todo el patio-. ¿Y qué soy yo? -Se soltó del pilar y se volvió, a continuación volvió a apoyarse en la columna de mármol con la mano abierta y la mejilla apoyada en la piedra-. ¡Yo soy un invento! ¡Me hice una máscara y me inventé a mí mismo! Y todo el mundo lo cree, menos tú.

Leigh permaneció en silencio.

– Tú me has convertido en un absoluto cobarde, ¿sabes? -Y soltó una risotada que sonó a hueco en el vacío patio-. Nunca había sentido miedo a nada, hasta que descubrí que me habían indultado.

– No entiendo -dijo Leigh con dificultad.

– ¿No? Pues yo creo que lo entendiste desde el primer momento. Tú te burlaste de todo, Sunshine, de todas las ilusiones. Tú siempre habías vivido con la verdad, mientras que yo no era sino un fraude, un invento. Y cuando llegó el momento de ofrecerme de verdad, lo descubrí. Que el diablo me lleve, pero lo descubrí. -Apretó la frente contra el pilar-. Maldita seas, Leigh, ¿por qué no has creído en mí? Eres la única. La única que se ha negado a creer en mí. Y ahora es demasiado tarde.

Leigh dobló los brazos y los apretó contra sus costados. Temblaba por dentro.

– ¿Demasiado tarde para qué?

– Mírame -dijo él y se apartó de la columna todo lo que la longitud del brazo le permitía-. ¡Por todos los diablos del infierno, mírame! -gritó en dirección al cielo-. ¡Soy incapaz de mantenerme en pie sin que la cabeza me dé vueltas! No puedes creer en una farsa.

– No, no puedo -gritó ella a su vez-. Jamás pude.

S.T. frunció el ceño.

– Me subiré a un barco. Funcionó una vez. -Emitió un sonido de frustración-. Pero ¿después qué? Me curo de nuevo, ¿hasta cuándo? ¿Cuándo será la próxima vez que me despierte convertido en un bufón? -Con una risa amarga llena de ira, dejó que su hombro golpease el pilar y, a continuación, apoyó en él todo su peso.

– No importa -dijo ella con voz emocionada-. Nada de eso importa.

– A mí sí que me importa -dijo S.T., inflexible.

Leigh sintió que una sensación de ahogo se adueñaba de ella y que la impotencia le impedía combatir contra unas fuerzas que escapaban a su control.

– ¿Y vas a dejarme por eso? ¿Hasta tal punto llega tu orgullo?

Él miró hacia la oscuridad que había más allá de la joven, hacia el parque vacío y la frescura de la noche.

– ¿Es que se trata de orgullo? -Su voz se volvió tan suave que Leigh apenas podía oírlo-. Lo que yo quería era entregarte lo mejor de mí. -Seguía sin mirar a la joven-. A mí me parece que eso es amor.

En el aire flotó un minueto, las notas del piano brotaban unas tras otras en una suave cascada melodiosa.

– Monseigneur -dijo ella entre susurros-. Tú desconoces lo mejor de ti mismo.

Él levantó una mano y se rascó la oreja, el encaje de blonda de los puños cayó elegantemente de su muñeca.

– Sí, claro -dijo en tono compungido-. Es que mis virtudes son auténticos diablos escurridizos, completamente imposibles de atrapar.

Leigh abrió la mano sobre la falda y se alejó un paso de él.

– El valor es una virtud, ¿no es cierto?

S.T. volvió la cabeza hacia ella. Su rostro estaba en la sombra; el terciopelo de su chaqueta brillaba con una tonalidad dorada apagada allí donde la luz le rozaba el brazo.

– Una de las principales.

Leigh añadió:

– Qué raro, entonces, que yo a menudo desease que no tuvieses tanto.

– No lo sé -dijo él, desconcertado-. Quizá no tenga tanto como tú crees.

Ella soltó una risa inevitable.

– O puede que tengas más. Que Dios ayude a quien te espere con preocupación.

Detrás de ella, S.T. inició un movimiento; su espada de gala hizo un ruido metálico al chocar contra la columna de mármol. El minueto se alzó en una alegre pirueta antes de llegar a su conclusión. Entre el sonido de los lejanos aplausos de los invitados, Leigh cerró la mano en torno al abanico doblado y aplastó las plumas que lo adornaban.

– ¿Me quieres un poco? -preguntó de repente.

– Sunshine… te amo. Te adoro. Pero no puedo quedarme en este estado. Así no.

Leigh inclinó la cabeza y jugueteó con el abanico.

– Me pregunto, Seigneur, si las virtudes son tan importantes, si ofrecer lo mejor de uno mismo es tan imperativo… ¿Cómo es posible que yo despertase esos sentimientos en ti? -Dirigió la mirada al parque y se mordió el labio-. Porque lo cierto es que lo único que has visto de mí han sido mis horribles cicatrices.

– Tú eres Sunshine.

Leigh lo miró por encima del hombro.

– ¿Es esa la razón por la que me amas? ¿Mi aspecto físico?

– ¡No!

– ¿Entonces por qué? ¿Qué virtudes ves en mí? ¿Qué es lo mejor que yo te he ofrecido?

– Tu propio orgullo -respondió-. Tu perseverancia. Tu corazón orgulloso.

Leigh sonrió con ironía.