Por supuesto, hirió su orgullo que le sujetasen la brida igual que a un niño que toma lecciones. En esa ocasión no hubo milagro alguno; cuando desmontó no tenía estabilidad sobre sus pies. El progreso llegó poco a poco, y cuando ya habían pasado dos meses y estaban listos para subir a bordo de un paquebote con destino a Calais, aseguraba que solo se mareaba si cerraba los ojos y giraba rápidamente.
Leigh lo pasó peor que él en la tranquila travesía. Cuando llegaron, él estaba muy animado; después, tomaron otro barco rumbo a Italia, en el que pasaron cuarenta días luchando contra los vientos. Pero al llegar a Nápoles, S.T. bailó con Leigh en el baile del embajador aquella misma noche.
La joven pensaba que S.T. no sabía que ella lo observaba en el transcurso de aquellos tranquilos amaneceres de Florencia. Jamás levantaba la vista ni abandonaba la concentración en los interminables pasos, las piruetas y los cambios de pata, en aquella danza esplendorosa de jinete y caballo al ritmo de las campanas matinales. Leigh tenía el cuaderno de dibujo consigo, pero ya hacía tiempo que había renunciado a reproducir aquellas columnas formadas por la luz del sol, aquellas espesas sombras y el bello y ágil movimiento de Mistral. No era capaz de reproducirlo sobre el papel, así que lo grababa en el corazón.
Bajo los arcos de mármol rojo y negro que recorrían el balcón en toda su longitud, apareció un criado que se quedó inmóvil, esperando. Leigh avanzó en silencio por la galería y aceptó el grueso montón de cartas de manos del muchacho. El sirviente se retiró con una reverencia, sin levantar la mirada en ningún momento del dobladillo de la bata de Leigh. Los empleados del marqués tenían siempre mucho cuidado de no interrumpir aquellas sesiones matinales con ningún ofrecimiento de sus servicios. Ella había dado instrucciones concretas para que le llevasen aquellas cartas nada más llegar, pero jamás antes había aparecido un criado en la entrada del balcón.
En el transcurso de los tres meses que llevaban en Italia, Leigh había aprendido algunas cosas sobre el carácter de sus gentes. Aquella diplomacia debía de tener su razón de ser, tenía que haber una lógica tras aquella intimidad tan excepcional y curiosa que disfrutaban. Recorrió el balcón con paso lento. S.T. no levantó los ojos ni perdió la concentración. Leigh apoyó el montón de papeles en los labios, y lo contempló pensativa desde lo alto.
Puede que, después de todo, él supiese que iba a verlo. Sí, algo así no se le pasaría por alto.
Se retiró a las sombras del balcón y rompió el sello de lacre que traían las cartas. Dentro del paquete estaban todos los documentos que había estado esperando. Miró a Nemo, que se levantó de su rincón, avanzó hacia ella, la siguió hasta el final del balcón y bajó con ella la escalera que llevaba por un lado a los vacíos establos, y por otro a la escuela de equitación.
Mistral los vio primero; sus orejas se alzaron hacia delante y después hacia atrás, y S.T. alzó los ojos. Sonrió al verlos. El caballo describió un círculo, con la blanca cola flotando en el aire, y se detuvo ante Leigh, con la cabeza y el lomo en medio de un círculo de luz que resplandeció sobre el cabello de S.T. y proyectó sombras sobre su torso desnudo.
Al estar frente a él, Leigh fue presa de un súbito ataque de inseguridad. Había dado los pasos necesarios para obtener aquellas cartas por cuenta propia, y era posible que a él no le agradase. La duda hizo que se refugiase tras una actitud grave. En lugar de responder a la sonrisa de él, hizo una inclinación con gesto serio.
– Buenos días, monseigneur.
La expresión alegre del rostro de S.T. desapareció y ladeó la cabeza.
– ¿Qué ocurre?
Leigh miraba los cascos de Mistral.
– No pasa nada. Quería hablar contigo. He recibido estas… cartas.
– Ah -dijo él-. Unas cartas. Cuánto misterio.
– Son las escrituras de propiedad de la herencia de tu padre -soltó ella atropelladamente.
S.T. la miró.
– ¿De qué?
– De la mansión de Cold Tor. La casa de tu padre. -Vio el súbito cambio en el rostro de él y se apresuró a añadir-: Necesitamos un hogar, monseigneur. He levantado las hipotecas que tenía… había en ella un inquilino pero se irá de inmediato. El marido de mi prima Clara asegura que está en muy buen estado, que solo hay que cambiar la plomería de los canalones. Fue al campo a echarle una ojeada a la casa… hay veintiséis dormitorios abiertos, y cuenta con una buena casa de campo adyacente y caballerizas para unos sesenta caballos.
– ¿Veintiséis dormitorios? -repitió él, apabullado.
– Sí -respondió Leigh, que puso las manos detrás de la espalda-. Todos amueblados.
– ¿Y tú la has comprado?
– No hubo necesidad de comprarla. Tú la heredaste a la muerte de tu padre, ya que eres su descendiente varón. -Frunció el ceño y lo miró-. ¿No lo sabías, Seigneur? Yo he levantado las hipotecas y podemos vivir en ella.
S.T. se quedó mirándola mientras Mistral bajaba la cabeza y la restregaba contra una de las patas.
– Ni siquiera sé dónde está -dijo en voz muy baja.
Leigh soltó una risita desconcertada.
– ¡Pero si está en Northumberland! En la costa, a menos de treinta millas de Silvering. ¿Cómo es posible que no lo supieses?
S.T. se encogió de hombros. Bajó la mirada y hundió los dedos entre las blancas crines de Mistral. La luz del sol cayó en cascada sobre su pelo.
Leigh vio cómo retorcía las pálidas cerdas del caballo en torno a su puño.
– ¿Preferirías que no lo hubiese hecho? -preguntó con voz suave.
Él volvió a encogerse de hombros y negó con la cabeza.
– Solo me preguntaba el porqué.
– Necesitamos un hogar. Silvering ya no existe y costaría una auténtica fortuna reconstruirlo y no… no me apetece hacerlo. Tampoco me pareció práctico comprar otra casa que estuviese a la altura de tus posesiones cuando lo único que se requería era librarse de las hipotecas que la ataban.
Él sonrió con sequedad.
– Y tampoco te pareció práctico consultarme.
La joven se mordió el labio.
– Es que te conozco, Seigneur. Por ti dormiríamos bajo las estrellas en Col du Noir, viviríamos entre las ruinas y nos alimentaríamos de miel y maná durante el resto de nuestros días.
– No. Ya pensé en eso antes de que me detuviesen. -Hizo un gesto y torció la boca-. Sabía que a ti eso no te gustaría.
– Necesitamos un hogar.
S.T. se inclinó hacia ella, le tomó la barbilla con la mano y la miró a los ojos.
– ¿No eres feliz aquí?
Tras mirarlo a la cara y contemplar el halo que rodeaba su cabello y sus verdes ojos, el leve brillo que el ejercicio proporcionaba a su piel desnuda en aquella cálida mañana de verano, Leigh no fue capaz de reprimir una sonrisa.
– Pues claro que soy feliz, S.T. Maitland -dijo con dulzura-. Con ese atuendo tienes el aspecto de un misterioso bandido italiano. -Bajó los ojos con recato-. Solo lo menciono porque quizá no seas consciente de tu efecto.