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Los dedos de S.T. le apretaron la barbilla con más fuerza.

– Aunque, por otro lado -añadió mientras abría las pestañas-, sospecho que te das perfecta cuenta, ¿a que sí?

– Tengo ciertas esperanzas -murmuró él con aire provocativo-. Sobre todo en lo que concierne a la palabra «misterio».

La joven levantó la mano y apartó con suavidad los dedos de él de su rostro.

– Pero hablábamos de cosas prácticas. De tener un hogar fijo. Creo que Cold Tor es el sitio más adecuado.

– Hace casi un año que eres mi esposa, ¿por qué de pronto el asunto cobra tanto interés?

– Necesitamos un hogar.

– Mi hogar eres tú, bellissima.

– Sí, eso es muy bonito, Seigneur; valoro mucho tus palabras, pero necesito tener una casa fija.

– ¿Por qué?

– No podemos estar vagando por Italia para siempre.

S.T. se echó hacia atrás y se apoyó en un brazo con la palma sobre el anca de Mistral.

– Hace tan solo quince días dijiste que querías ver Venecia. Y el lago de Como.

Leigh esquivó su mirada con timidez.

– Es que me canso de viajar.

S.T. se quedó contemplándola en silencio. Leigh sintió que el rubor se extendía por su cuello y su rostro.

Se rodeó con los brazos y sintió vergüenza.

– Es hora de regresar a Inglaterra -dijo.

Él inclinó la cabeza; en su rostro se reflejaba la confusión y la cautela, y puede que incluso se sintiera un poco dolido.

– Por favor -dijo Leigh, incapaz de encontrar una forma mejor de decírselo-. Llévame a casa.

S.T. la observó. Mistral se movió inquieto y dio unos pasos hacia un lado. S.T. controló al caballo y le dirigió una mirada de reojo a la joven.

– Sunshine -dijo con voz extraña-, ¿hay algo que intentas decirme?

Leigh tragó saliva e hizo un gesto de asentimiento.

El hombre se quedó inmóvil. Leigh fue incapaz de adivinar sus pensamientos. Cuando no pudo resistirlo más, se acercó y apoyó la mejilla en la rodilla del hombre, a la vez que le rodeaba la bota con los dedos y se dejaba rodear por el olor de Mistral y del cálido cuero.

– Belladonna…tesoromio… -Las manos de él la acercaron más y se enredaron en su cabello haciendo caer las horquillas que lo sujetaban cuando se inclinó y hundió los labios en la parte superior de la cabeza de la joven. -Dios mío, caruccia, dolcezza, ¿es verdad?

– Eso creo -respondió ella, con la voz amortiguada por la bota de él-. Según la donna, nacerá en primavera.

– ¡Esposa mía! -El hombre se rió entre sus cabellos-. ¿Veintiséis dormitorios, cara? Está claro que cuando echas raíces, lo haces de verdad.

Leigh levantó el rostro.

– Solo intento ser práctica -dijo a la defensiva.

Él se echó hacia atrás y la soltó, al tiempo que sacudía la cabeza.

– ¿Cómo es, dulce chérie, que cada idea que sale de tu mente se convierte al instante en práctica? Si hubiese sido yo quien tuviese la idea de adquirir un bello palacio aquí en la Toscana que no contase con más de quince estancias, al momento dirías que era una idea alocada y fantástica.

– Pues claro que sí -señaló Leigh-. No vamos a comprar Cold Tor. Ya te pertenece.

S.T. exhaló un suspiro.

– Así que quieres volver a la seria Inglaterra, ¿eh? Me pediste que te convirtiese en una romántica y he fracasado estrepitosamente. Te mostré Roma a la luz de la luna, y tú citaste a los filósofos estoicos. En Sorrento solo pensaste en tortugas.

– ¡La cacerola era de cobre, Seigneur! Si el cocinero hubiese dejado la sopa de tortuga en su interior durante la noche, nos habría envenenado a todos. Pero Sorrento era un lugar precioso.

– Tortugas -repitió él con aire sombrío.

– Y me encantó Capri. Y Ravello.

– Pero no quisiste ir a contemplar el atardecer desde el monte Stella.

La joven se quedó boquiabierta.

– ¡Eso es una exageración si no te importa! Porque jamás olvidaré cómo el mar se volvió dorado y la luz cubrió las rocas. Y, desde aquel monte tan alto y empinado, parecía que se pudiese lanzar una piedra directamente al fondo del agua. Lo único que dije fue que debíamos regresar antes de que se hiciese noche cerrada, por los forajidos que pueblan aquellos bosques.

– ¡Forajidos! -S.T. se echó hacia delante-. Creo que yo no tendría problema alguno al enfrentarme a ellos, ¿verdad que no? Porque soy uno de ellos, corazón mío.

Las comisuras de la boca de Leigh se alzaron en una sonrisa. La joven bajó la mirada con recato.

– Está claro al menos que he logrado cometer una locura romántica en mi vida: huir en compañía de un forajido. Mi pobre madre habría derramado lágrimas.

S.T. no se dejó impresionar y soltó un resoplido.

– Eso no es nada. Escúchame, cara, esto es un verdadero desastre. ¡Veintiséis dormitorios! Yo sé qué pasará ahora. Te pondrás a organizarlo todo. Te convertirás en una madre ejemplar, excepcional. Hablarás todo el tiempo de piojos en los colchones, de la cocinera, de las criadas y de las hipotecas. Te colgarás un llavero con muchas llaves de la cintura y las harás sonar con autoridad. Tendremos una institutriz y un huerto de verduras. Serás aterradora.

La joven mantuvo la mirada baja y apretó los labios para reprimir una sonrisa.

– Claro que tendremos un huerto, pero no llevaré las llaves si tú no quieres.

– Moltoprammatica,signora Maitland -dijo él con severidad-, pero antes de abandonar Italia quiero que tengas algún pensamiento que no sea práctico.

Leigh miró los cascos del caballo. Lentamente, levantó los ojos y recorrió la curva de la grupa del animal, la bota de cuero del Seigneur, la forma en que su pierna descansaba sobre el lomo del animal. Su mirada se detuvo en el desnudo pecho bajo el rayo de sol. Dibujó una sonrisa llena de picardía y buscó sus ojos.

S.T. ladeó la cabeza y Leigh sintió que se ruborizaba ante aquella mirada escrutadora. Estaba a punto de bajar la vista y mirar para otro lado, cuando la comprensión se reflejó en el rostro del hombre. A continuación enarcó las malévolas cejas, y en su boca se dibujó lentamente una sonrisa.

– Ay, Sunshine… eso sí que no tiene nada de práctico.

Leigh agachó la cabeza.

– No sé de qué me hablas.

– Poco práctico, pero provocador.

Leigh se aclaró la garganta.

Él se echó hacia atrás y apoyó los codos en la grupa de Mistral.

– Los franceses tienen un nombre para eso.

Leigh le dirigió una mirada pícara.

– ¡Cómo no!

– Liaisonàcheval -murmuró al tiempo que balanceaba las botas hacia delante y hacia atrás. Las orejas de Mistral se elevaron hacia atrás.

– Me parece que acabas de inventarlo.

– He empleado la forma más delicada.

Se enderezó con un movimiento fácil. Mistral se acercó hacia ella de lado, pero Leigh se apartó sacudiendo la cabeza.

– No ha sido más que un pensamiento absurdo.

– Escandaloso -concedió él-. Ahí tienes el montadero.

– No, Seigneur, la verdad es que…

Mistral se movió para cortarle la retirada. Entre suaves resoplidos, el rucio se hizo a un lado con la cabeza erguida y la acorraló entre la pared y el montadero de mármol negro veteado con elegantes escalones.

– No lo decía en serio -dijo Leigh-. Esto es ridículo.

S.T. alargó el brazo hacia ella y le agarró la mano, se la llevó a los labios y le besó los dedos.

– Sube, amantemia.